Выбрать главу

La única fibra de satén rojo podía proceder de la cinta de registro de un libro antiguo, como también la hoja dorada. Una Biblia, por ejemplo. Rhyme había llevado un caso hacía años en el que un traficante había escondido la droga en una Biblia hueca; el equipo de Escena del Crimen de aquel caso había encontrado restos similares en la oficina del sujeto en cuestión.

Bell había ordenado a Grady y su familia que no asistieran al recital de su hija. En su lugar, los que irían al colegio en el coche oficial de Grady serían agentes de la Unidad de Servicios de Emergencia. Había equipos aparcados al norte del colegio, en la Quinta Avenida y en los cruces con la Sexta, al oeste; University Place, al este; y Washington Square Park al sur.

En efecto, Bell, que fue por el parque, había visto a un clérigo que caminaba nervioso hacia el colegio. Comenzó a seguirle, pero el pastor lo vio, así que se retiró. Otro oficial del SWAT le relevó y siguió al pastor hasta el colegio. Un tercer detective del equipo le abordó y le hizo preguntas sobre el concierto, comprobando visualmente si llevaba armas, pero no vio ninguna y, por tanto, no tuvo ninguna causa que justificara la detención y el cacheo.

Aun así, mantuvieron al sospechoso estrechamente vigilado, y en cuanto vieron que sacaba el arma del maletín y se dirigía a los señuelos, lo atraparon.

Como esperaban que no fuera un clérigo de verdad, se sorprendieron al comprobar que sí lo era, como confirmó el contenido de la billetera de Swensen (a pesar del testimonio en contra que constituía la calidad verdaderamente mala del sermón). Bell señaló con la cabeza la H &K automática:

– Un arma bastante grande para un sacerdote -dijo.

– Soy pastor.

– Lo que significa…

– Que he sido ordenado.

– Mejor para usted. Y ahora voy a leerle esos derechos. ¿Desea renunciar a su derecho a permanecer en silencio? Le digo, señor, que si admite lo que acaba de hacer, todo será mucho más fácil para usted. Díganos quién quería que matara usted al señor Grady.

– Dios.

– Uhhmmm… Bien, ¿y qué me dice de alguna otra persona?

– Eso es lo único que voy a decirle a usted o a quienquiera que sea. Ésa es mi respuesta: Dios.

– Bueno, perfecto. Ahora vamos a llevarle a la Central; veamos si Él está dispuesto a sacarle del apuro.

Capítulo 24

¿Y a esto lo llaman música?

Un redoble sordo de percusión seguido del sonido destemplado de un instrumento de viento que repetía una serie de compases breves invadió el salón de Rhyme. Procedía del Cirque Fantastique instalado en el parque, al otro lado de la calle. Las notas eran discordantes, y el tono chillón y áspero. Trató de no prestarle atención y de volver a la conversación telefónica con Charles Grady, que le estaba agradeciendo el esfuerzo realizado para capturar al pastor que había ido a la ciudad para matarle.

Bell acababa de interrogar a Constable en el Centro de Detención. El detenido afirmó que conocía a Swensen, pero que lo había expulsado con deshonor de la Unión Patriótica hacía un año a consecuencia del insano interés que había mostrado por las hijas de algunos miembros de su parroquia. Constable no había tenido ninguna relación con ese personaje desde entonces aunque, según se rumoreaba, éste se había juntado con algunos milicianos de la zona. El prisionero afirmó categóricamente que no sabía nada del intento de asesinato.

Grady se las había arreglado para hacer llegar a Rhyme una caja con pruebas tomadas de la Escena del Crimen de Neighborhood School, y otra de la habitación de hotel de Swensen. Rhyme las examinó rápidamente, pero no encontró ninguna relación evidente con Constable. Se lo comentó a Grady y añadió:

– Tenemos que enviar a alguien de la oficina del forense a… ¿cómo se llama ese sitio?

– Canton Falls.

– Podrán hacer comparaciones de suelos o de restos. Quizá haya algo que vincule a Swensen con Constable, pero aquí no lo tenemos.

– Gracias por comprobarlo, Lincoln. Enviaré a alguien lo antes posible.

– Si quieres que redacte un dictamen de experto sobre los resultados, lo haré encantado -añadió el criminalista, aunque tuvo que repetir el ofrecimiento, porque la segunda parte quedó acallada por un solo de trompa particularmente áspero.

Desde luego, yo podría componer mejor música que esa, pensó.

Thom decretó un descanso y le tomó a Rhyme la tensión, que resultó estar bastante alta.

– No me gusta esto -declaró.

– Que conste que hay un montón de cosas que a mí no me gustan -respondió Rhyme desafiante, frustrado por la lentitud con que avanzaba el caso. Un técnico del FBI de Washington había llamado para decir que tendrían que esperar al menos hasta el día siguiente para disponer de un informe sobre los fragmentos de metal encontrados en la bolsa del Prestidigitador. Bedding y Saul habían visitado más de cincuenta hoteles de Manhattan, pero ninguno de ellos utilizaba tarjetas APC similares a la encontrada en la cazadora deportiva del asesino. Por su parte, Sellitto llamó al relevo que vigilaba el exterior del Cirque Fantastique -a los dos oficiales apostados allí desde por la mañana les habían sustituido otros-, pero no habían visto nada sospechoso.

Y lo más inquietante era que no habían tenido suerte en la búsqueda de Larry Burke, el oficial de patrulla que había detenido al Prestidigitador cerca de la feria de artesanía. Docenas de policías estaban buscando por el West Side, pero no encontraron testigos ni pruebas de su posible paradero. Sin embargo, sí se había producido un hecho esperanzador: el cuerpo no estaba en el Mazda robado. Aún no habían sacado el coche, pero un submarinista que había desafiado la corriente afirmó que no había ningún cuerpo dentro del vehículo ni en el maletero.

– ¿Dónde está la comida? -preguntó Sellitto mirando por la ventana. Sachs y Kara habían bajado a la calle, a un restaurante cubano de la zona, para subir unos platos preparados (la joven ilusionista estaba menos interesada por la comida que por la perspectiva de su primer café cubano, que Thom describió como «mitad expreso, mitad leche condensada y mitad azúcar», algo que, pese a las imposibles proporciones, le intrigó enseguida).

El voluminoso detective se volvió hacia Rhyme y Thom, y comentó:

– ¿Nunca habéis probado los sandwiches cubanos? Son los mejores.

Pero ni la comida ni el caso importaban al ayudante.

– Es hora de irse a la cama.

– Sólo son las diez menos veinte -subrayó Rhyme-. Es prácticamente por la tarde. Así que no-es-hora-de-ir-a-la-cama. -Logró dar a su pronunciación monótona una inflexión a un tiempo jovial y amenazadora-. Tenemos a un jodido asesino suelto que anda cambiando de idea sobre la frecuencia con que pretende matar a la gente. Cada cuatro horas, cada dos… -Echó una ojeada al reloj-. Y en este mismo momento podría estar cometiendo su crimen de las diez menos veinte. Comprendo que no te guste, pero tengo trabajo que hacer.

– No, no lo tienes. Si quieres empeñarte en que no es de noche, estupendo. Pero vamos a ir al piso de arriba a atender algunas cosas y vas a dormir un par de horas.

– Ya. Lo que tú esperas es que me quede dormido hasta mañana. Pues no. Voy a quedarme despierto toda la noche.

El ayudante miró hacia el cielo, implorando paciencia, y anunció a los demás con voz firme:

– Lincoln pasará algunas horas en el piso de arriba.

– ¿Quieres quedarte sin trabajo? -amenazó Rhyme.

– ¿Quieres entrar en coma? -le espetó Thom.

– Esto es abusar de un lisiado -murmuró. Pero ya estaba cediendo. Conocía el peligro. Cuando un tetrapléjico permanece mucho tiempo en la misma postura o tiene las extremidades sujetas o, como a Rhyme le gustaba señalar sin la menor delicadeza en presencia de desconocidos, cuando tenía que mear o cagar y se contenía corría peligro de sufrir disreflexia autonómica, un aumento rápido de la tensión que podía desencadenar un ictus que a su vez culmina en una parálisis todavía más grave o en la muerte. La disreflexia es rara, pero te envía al hospital o a la tumba en un santiamén, por lo que Rhyme se resignó a subir al piso de arriba para atender sus necesidades personales y descansar. Eran esas cosas, estas alteraciones de la vida «normal», lo que más le enfurecía de su discapacidad. Lo que más le enfurecía y, aunque se negara a admitirlo, lo que más le deprimía.