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En el dormitorio del piso superior Thom se ocupó de los detalles fisiológicos necesarios.

– Estupendo. Ahora dos horas de descanso. Duerme un poco.

– Una hora -gruñó Rhyme.

El ayudante iba a contestarle, pero miró a su jefe a la cara y, aunque vio rabia y una mirada de desafío, cosas que no le hubieran afectado lo más mínimo, también observó la sincera preocupación del criminalista por las siguientes víctimas de la lista del Prestidigitador. Así que cedió:

– Una hora. Si duermes.

– Una hora -repitió Rhyme. Y añadió, irónico-: Tendré los más dulces sueños. Por cierto, que un trago ayudaría, ya sabes.

El ayudante respondió a la alambicada indirecta con un gesto de debilidad sobre el que Rhyme se abalanzó como un tiburón sobre una molécula de sangre.

– Sólo uno -añadió el criminalista.

– Vale. -Vertió un poco del Macallan añejo, en uno de los vasos bajos de Rhyme, colocó la pajita y se lo acercó a la boca.

El criminalista dio un sorbo largo.

– Ahh, delicioso… -Miró el vaso vacío y añadió-: Algún día te enseñaré a servir una copa de verdad.

– Volveré dentro de una hora -replicó Thom.

– Mando. Despertador -dijo Rhyme secamente. En la pantalla plana apareció la esfera de un reloj, y él dio de viva voz las instrucciones para que sonase una hora después.

– Ya te habría despertado yo -rezongó el ayudante.

– Bueno, pero es por si acaso estás ocupado y te olvidas -respondió Rhyme con afectación-. Ahora estoy seguro de que me despertaré, ¿vale?

El ayudante salió y cerró la puerta detrás de él, y la mirada de Rhyme se dirigió hacia la ventana, donde se posaban los halcones peregrinos que se cernían sobre la ciudad girando la cabeza de esa forma tan peculiar, brusca y elegante al mismo tiempo. Uno de ellos, la hembra, la mejor cazadora, se volvió rápidamente hacia él haciendo parpadear las estrechas ranuras de sus ojos, como si hubiese sentido su mirada. Alzó la cabeza y volvió a observar el barullo del circo instalado en Central Park.

Rhyme cerró los ojos, aunque su mente seguía repasando las pruebas y trataba de dilucidar su significado: las virutas de estaño, la llave del hotel, el pase de prensa, la tinta. Cada vez más misterioso. Al cabo, abrió los ojos por completo. Era absurdo. No tenía ni pizca de cansancio. Quería bajar inmediatamente al piso inferior y volver al trabajo. El sueño estaba descartado.

Notó una corriente de aire en la mejilla y maldijo a Thom por haber dejado puesto el acondicionador. Cuando un tetrapléjico se acatarra, necesita tener a alguien cerca para que le limpie los mocos. Activó el panel de control del climatizador mientras pensaba en decirle a Thom que había intentado dormir, pero que la habitación estaba demasiado fría. Pero una mirada a la pantalla le hizo saber que el acondicionador estaba apagado.

¿De dónde venía la corriente?

La puerta seguía cerrada.

Volvió a notarla, una inequívoca corriente de aire sobre la otra mejilla, la derecha. Giró la cabeza rápidamente. ¿Venía de la ventana? No, también estaba cerrada. Así que probablemente era…

Y entonces reparó en la puerta.

Oh, no… El corazón se le paralizó. La puerta de su dormitorio tenía un pestillo que sólo podía cerrarse desde dentro, no desde fuera.

Estaba cerrado.

Otra vez el aire en la piel. Esta vez caliente. Muy cercano. También escuchó un débil jadeo.

– ¿Dónde estás? -murmuró Rhyme.

Boqueó sin aliento cuando una mano apareció súbitamente ante su cara, con dos dedos deformes, soldados. La mano sujetaba una cuchilla de afeitar con el filo ante los ojos de Rhyme.

– Si pide ayuda -dijo El Prestidigitador en un susurro apremiante-, si hace un solo ruido, le dejo ciego. ¿Entendido?

Lincoln Rhyme asintió.

Capítulo 25

La cuchilla que sostenía El Prestidigitador se esfumó.

No la retiró ni la ocultó. Un momento antes, el rectángulo metálico estaba entre sus dedos, apuntando a la cara de Rhyme, y un momento después había desaparecido.

El hombre -pelo castaño, sin barba, con uniforme de policía- caminaba por la habitación examinando los libros, los CDs, los carteles. Pareció mirar algo con aprobación. Estudiaba un objeto curioso, un pequeño relicario rojo con una imagen del dios chino de la guerra y los detectives, Guan Di. El Prestidigitador no parecía asombrarse de la incongruencia de una cosa así en el dormitorio de un científico forense.

Se volvió hacia Rhyme.

– Bueno -dijo en su susurro gutural mientras miraba la cama Flexicair-. No es usted como yo esperaba.

– El coche -dijo Rhyme-, el que cayó al río. ¿Cómo se las arregló?

– ¿Eso? -respondió quitándole importancia-. ¿El truco de «El coche sumergido»? No iba dentro. Salté entre unos arbustos que había al final de la calle. El truco es sencillo: la ventanilla cerrada, para que los testigos vean sobre todo un reflejo, y el sombrero en el reposacabezas. Fue la imaginación de los testigos la que me vio. Houdini nunca estuvo dentro de algunos de los baúles y barriles de los que presumía haber escapado.

– Así que no había huellas de frenada -dijo Rhyme-. Las huellas las habían dejado los neumáticos al acelerar. -Le irritaba haber pasado eso por alto-. Usted puso un ladrillo en el acelerador.

– Un ladrillo hubiese llamado la atención cuando rescataron el coche; lo apreté haciendo cuña con un zapato. -El Prestidigitador miró a Rhyme más de cerca y le dijo con su voz susurrante y en un tono que no era de pregunta-: Pero usted nunca creyó que yo estuviese muerto…

– ¿Cómo entró en la habitación sin que le oyese?

– Ya estaba aquí. Subí por la escalera hace diez minutos sin que nadie me viera. También estuve en el piso de abajo, en su salón o como lo llame, y nadie se dio cuenta.

– ¿Fue usted quien trajo unas pruebas? -Rhyme recordó vagamente a los dos agentes de patrulla que habían llevado las cajas con las pruebas de Neighborhood School y la habitación del hotel del reverendo Swensen.

– Exacto. Estaba esperando en la acera, llegó un poli con dos cajas, le saludé y me ofrecí a ayudarle. Nadie te detiene si llevas uniforme y da la impresión de que tienes algo que hacer.

– Y se ha escondido aquí, con una pieza de seda del color de las paredes.

– Veo que se ha aprendido ese truco.

Rhyme frunció el ceño mientras miraba el uniforme. Parecía auténtico, no de imitación. Pero, en contra del reglamento, le faltaba en el pecho la placa con el nombre. De repente, el corazón le dio un vuelco, pues comprendió de dónde lo había sacado.

– Usted lo mató…, a Larry Burke. Lo mató y le quitó la ropa.

El Prestidigitador bajó la mirada hacia el uniforme y se encogió de hombros.

– Fue al revés. Primero le quité el uniforme -afirmó la voz susurrante e incorpórea-. Le convencí de que se desnudase para darme una oportunidad de escapar. Me ahorró el esfuerzo de tener que hacerlo yo después. Luego le disparé.

Asqueado, Rhyme recordó que había pensado en el peligro de que El Prestidigitador tuviese la radio y el arma, pero nunca se le había ocurrido pensar que pudiese utilizar el uniforme para cambiarse rápidamente y atacar a sus perseguidores. Le preguntó en un susurro:

– ¿Dónde está el cuerpo?

– En el West Side.

– ¿Dónde?