El capitán, un veterano de voz suave que se parecía al actor Laurence Fishburne, era el principal juez del ejercicio y había estado tomando notas sobre el comportamiento de Sachs.
– De acuerdo, agente. Escribiremos nuestros informes y los adjuntaremos a su examen. Pero permítame decirle una cosa extraoficialmente. -El capitán consultó sus notas-. Su valoración de riesgo amenaza respecto a los civiles y los agentes fue perfecta. Ha solicitado refuerzos oportunamente y cuando era apropiado. El despliegue que ha hecho de personal eliminaba cualquier posibilidad de que los sospechosos escaparan al rodeo al que les han sometido, al tiempo que la exposición por la parte policial era mínima. También ha actuado correctamente en lo que se refiere al registro ilegal por drogas. Y recabar información personal de uno de los sospechosos para entregársela al negociador ha sido un detalle simpático. No habíamos pensado meter esa parte en la valoración final. Pero ahora lo haremos. Y luego, por último…, bueno, francamente, no se nos había ocurrido que usted decidiera que había otro delincuente escondido. Habíamos planeado que el sospechoso disparara al agente Wilkins; nosotros observaríamos entonces cómo se enfrentaba usted a una situación en la que hay un agente herido y cómo organizaba la detención de una persona que ha cometido un delito grave y que se da a la fuga.
El capitán dio por concluida la explicación formal y sonrió:
– Pero trincó a ese bastardo.
Pum, pum.
– Ya ha hecho la parte oral y escrita, ¿verdad? -le preguntó a continuación a Sachs.
– Sí, señor. Sabré los resultados uno de estos días.
– Mi grupo completará nuestro informe y lo enviará al tribunal con nuestras observaciones. Ahora, puede retirarse.
– Sí, señor.
El policía que había interpretado al último de «los malos» (el de la escopeta) se acercó hasta ella. Era un italiano guapo, con media generación fuera de los muelles de Brooklyn, según sus cálculos, y con unos músculos de boxeador. Una barba de tres días le cubría las mejillas y la barbilla. Llevaba una automática cromada de gran calibre, bien alta en su esbelta cadera, y una sonrisa chulesca ante la que Sachs estuvo a punto de sugerirle que tal vez podía emplear el arma como un espejo para afeitarse.
– Tengo que decirte que… he hecho una docena de ejercicios, y éste ha sido el mejor que he visto, ricura.
Ella se rió, sorprendida por la palabra. No había duda de que quedaban aún cavernícolas en el Departamento (desde los Servicios de Patrulla a las lujosas oficinas de Pólice Plaza), pero se esforzaban por ser más condescendientes que declaradamente sexistas. Hacía al menos un año que Sachs no escuchaba un «ricura» o un «cariño» de un policía.
– Vamos a seguir utilizando «oficial», si no te importa.
– ¡No, no, no! -dijo él, riendo-. Puedes relajarte ya. El examen ya ha terminado.
– ¿Y eso qué significa?
– Que cuando te he llamado «ricura» no ha sido como parte del ejercicio. No tienes que…, ya sabes, reaccionar de forma oficial ni nada por el estilo. Sólo lo he dicho porque estaba impresionado. Y porque eres…, ya sabes. -Él le sonrió mirándola a los ojos, y su encanto resplandecía tanto como su pistola-. Yo no suelo hacer cumplidos. Viniendo de mí, quiere decir algo.
Porque eres…, ya sabes.
– ¡Oye!, ¿no te habrás molestado o algo así?
– No estoy molesta en absoluto. Pero sigue siendo «oficial». Así debes dirigirte a mí y yo a ti.
Al menos en tu cara.
– ¡Un momento! No era mi intención ofenderte ni nada parecido. Eres una chica guapa. Y yo soy un tío. Ya sabes lo que eso significa… Así que…
– Así que… -repitió Amelia, y comenzó a alejarse.
El joven se colocó delante de ella frunciendo el ceño.
– ¡Oye, espera un momento! Parece que esto no va muy bien. Escucha, deja que te invite a un café. Te gustaré cuando me conozcas.
– No apuestes por ello -bromeó uno de sus colegas, riéndose.
El hombre-ricura le hizo un corte de mangas y se volvió otra vez hacia Sachs.
Y en ese instante sonó el localizador de la joven; miró la pantalla y vio el número de Lincoln Rhyme, al que seguía la palabra «URGENTE».
– Tengo que irme.
– Entonces, ¿no tienes tiempo de tomarte ese café? -le preguntó él, con un falso mohín de disgusto en su cara bonita.
– No tengo tiempo.
– Bueno, ¿y qué me dices de un número de teléfono?
Con el pulgar y el índice, Sachs imitó una pistola, que apuntó hacia él.
– Pum, pum -dijo, y se fue apresuradamente a su Camaro amarillo.
Capítulo 3
¿Es esto una escuela?
Amelia Sachs caminaba por el oscuro pasillo, arrastrando una gran maleta negra de ruedas en la que llevaba todo lo que había recogido en la escena del crimen. Olía a moho y a madera vieja. Cerca del alto techo había telarañas polvorientas que parecían petrificadas, y las escamas de pintura verde formaban volutas que colgaban de las paredes. ¿Cómo se podía estudiar música ahí? Parecía el decorado ideal para una de aquellas novelas de Anne Rice que leía la madre de Sachs.
– Fantasmagórico -había mascullado entre dientes una de las agentes que respondieron a la emergencia, bromeando sólo a medias.
Eso lo decía todo.
Media docena de policías, cuatro de ellos agentes de patrulla y dos de paisano, se hallaban de pie junto a una entrada de doble puerta que había al final de la sala. Lon Sellitto, despeinado, cabizbajo y apretando con una mano uno de sus blocs de notas, hablaba con un guardia. Al igual que las paredes y el suelo, el traje del agente estaba polvoriento y lleno de manchas.
Sachs vio que tras la puerta, abierta, había otra estancia oscura en medio de la cual se distinguía la forma de color claro. La víctima.
– Necesitaremos luces. Un par de juegos -le dijo Sachs al técnico del Departamento de Escena del Crimen que iba caminando a su lado. El joven asintió con la cabeza y se volvió hacia el Vehículo de Respuesta Rápida de Escena del Crimen, una camioneta repleta de equipos para la recogida de pruebas forenses. Lo había dejado aparcado de manera que invadía parte de la acera, tras haber hecho un recorrido hasta el lugar a una velocidad probablemente inferior a la que había alcanzado Sachs con su Camaro SS de 1969, cuya media en carretera fue de 113 kilómetros por hora desde el lugar del examen hasta la Escuela de Música.
Sachs estudió a la joven rubia, tendida boca arriba a tres metros de ella, con el vientre arqueado ya que tenía las manos atadas a la espalda. Incluso en la oscuridad del vestíbulo, sus rápidos ojos advirtieron las profundas marcas que las ligaduras habían dejado en su cuello, y la sangre que tenía en los labios y la barbilla; probablemente por haberse mordido la lengua, una circunstancia habitual en los estrangulamientos.
De forma automática advirtió también otros detalles: pendientes de aro color esmeralda, zapatillas de deporte raídas. No había signos aparentes de robo, abuso sexual o mutilaciones. No llevaba anillo de casada.
– ¿Quién era el oficial al mando?
Una mujer alta y morena, de pelo corto, con una etiqueta de identificación en la que se leía «D. FRANCISCOVICH», dijo:
– Nosotras. -Hizo una indicación con la cabeza que señalaba a su compañera rubia, N. AUSONIO. Sus miradas reflejaban preocupación, y Franciscovich jugueteó con los dedos sobre la pistolera, como si tocara una breve melodía. Ausonio no le quitaba ojo al cadáver. Sachs pensó que aquél era el primer caso de homicidio al que se enfrentaban.
Las dos agentes de patrulla explicaron su versión de lo sucedido. El encuentro con el criminal, el destello de luz, su desaparición, la barricada. Y, después, sencillamente ya no estaba allí.
– ¿Dijisteis que él afirmaba tener un rehén?