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– Creo que eso voy a guardármelo para mí. Alguien lo encontrará en un día o dos. Lo olerá. Ya va haciendo calor.

– Hijo de puta -soltó el criminalista. Aunque entonces era un civil, en el fondo de su corazón Rhyme siempre sería un poli, y no hay lazos tan estrechos como los que unen a los policías.

Ya va haciendo calor…

Pero se esforzó por mantener la calma y preguntó, como sin darle importancia:

– ¿Cómo me ha encontrado?

– En la feria de artesanía. Me acerqué a su compañera, la policía pelirroja. Me acerqué mucho, tanto como ahora me acerco a usted. También le eché el aliento en el cuello, y no sabría decir con cuál de los dos he disfrutado más. El caso es que le oí hablar con usted por el radiotransmisor. Dijo su nombre, y sólo tuve que investigar un poco para encontrarle. Sale en los periódicos; ya sabe, es usted famoso.

– ¿Famoso? ¿Un monstruo como yo?

– Eso parece.

Rhyme movió la cabeza en sentido negativo y dijo despacio:

– Yo soy ya una noticia pasada. Hace mucho que dejé de formar parte de la cadena de mando.

La palabra «mando» saltó de los labios de Rhyme al micrófono montado en la cabecera de la cama, que lo envió al programa de reconocimiento de voz. Ésa era la palabra clave que preparaba al ordenador para recibir instrucciones. En el monitor se abrió una ventana que veía Rhyme, pero no El Prestidigitador. ¿Instrucciones?, preguntaba en silencio.

– ¿Cadena de mando? -dijo El Prestidigitador-. ¿Qué quiere decir?

– Estaba a cargo del departamento. Ahora, hay veces en que los funcionarios jóvenes ni siquiera me devuelven las llamadas de teléfono.

El ordenador captó las tres últimas palabras de la frase, y respondió: ¿A quién quiere llamar?

– Le contaré algo -dijo Rhyme tras un suspiro-. El otro día tuve que ponerme en contacto con un oficial, el teniente Lon Sellitto.

El ordenador confirmó: Llamando a Lon Sellitto.

– Y le dije…

De repente, El Prestidigitador frunció el ceño.

Dio un rápido paso adelante y apartó el monitor de la vista de Rhyme mientras le miraba; el asesino arrancó enfurecido el cable del teléfono de la pared y desenchufó el ordenador, que emitió un débil sonido y enmudeció.

Mientras su adversario le miraba a unos centímetros de distancia, Rhyme hundió la cabeza en la almohada y esperó la reaparición de la cuchilla atroz. Pero El Prestidigitador retrocedió e inspiró profundamente con su silbido asmático. Parecía más impresionado que airado por lo que había intentado el criminalista.

– ¿Sabe lo que ha hecho, verdad? -preguntó, sonriendo fríamente-. Puro ilusionismo. Me distrajo con su cháchara y a continuación recurrió a la desorientación verbal clásica. Artimañas, lo llamamos. Buen ardid. Lo que decía sonaba muy natural, hasta que pronunció el nombre. El hombre lo estropeó todo; me hizo ver que no era algo natural, y empecé a sospechar. Pero hasta entonces estuvo muy bien.

El hombre inmovilizado.

– Pero yo también soy bueno. -El Prestidigitador extendió la mano, con la palma abierta y vacía. Rhyme se encogió mientras los dedos le pasaban cerca de los ojos. Notó un roce contra la oreja. Cuando la mano del Prestidigitador reapareció un segundo más tarde, sujetaba cuatro cuchillas de doble filo entre los dedos. La cerró y las cuatro hojas se redujeron a una, que de nuevo sujetaba entre el índice y el pulgar.

Por favor, no…

Más que el dolor, Rhyme temía verse privado de otro sentido más. El asesino le acercó lentamente el filo a los ojos y lo movió hacia adelante y hacia atrás.

A continuación retrocedió con una sonrisa. Miró hacia las sombras de la pared del otro extremo de la habitación.

– Ahora, Venerado Público, empecemos la actuación con un poco de prestidigitación. Para realizar este número contaré con los servicios de un ayudante -declamó en un tono inquietante y teatral.

Alzó la mano y exhibió la deslumbrante hoja de la cuchilla. Con un gesto suave, El Prestidigitador tiró del elástico del pantalón de chándal y los calzoncillos de Rhyme y lanzó la hoja como un disco de frisbee hacia las ingles desnudas.

El criminalista se contrajo espantado.

– ¿Qué estará pensando? -preguntó El Prestidigitador dirigiéndose a su público imaginario-. Sabe que tiene una cuchilla apoyada en su piel, quizá cortándole la piel, los genitales o una vena o una arteria. ¡Y no siente nada!

Rhyme miraba con los ojos desorbitados hacia el borde de sus pantalones, esperando ver brotar la sangre.

El Prestidigitador sonrió.

– Pero quizá la hoja no esté ahí, sino en algún otro sitio. Aquí, por ejemplo. -Se llevó la mano a la boca y extrajo el pequeño rectángulo de acero. Lo sostuvo así y frunció el ceño-. Un momento. -Se sacó otra cuchilla de la boca y luego otras más. De nuevo tenía las cuatro en la mano. Las colocó formado un abanico y las lanzó al aire por encima de Rhyme, que dio un grito ahogado y se encogió mientras esperaba que cayesen sobre él. Pero no pasó nada. Habían desaparecido.

Notó el pulso agitado, ahora con más fuerza, en el cuello y las sienes, y el sudor le goteaba por la frente y las sienes. Miró de reojo al reloj. Le parecía que habían transcurrido varias horas; pero hacía sólo quince minutos que se había marchado Thom.

– ¿Por qué hace esto? -preguntó-. ¿Por qué ha matado a esas personas, para qué?

– No todas están muertas -puntualizó airado-. Usted estropeó mi número con la amazona junto al río Hudson.

– Vale, digamos que las atacó. ¿Por qué?

– Nada personal -contestó, antes de sufrir un acceso de tos.

– ¿Nada personal? -le espetó Rhyme, incrédulo.

– Digamos que ha sido más por lo que representaban que por lo que eran.

– ¿Qué quiere decir? ¿Qué representaban? Explíquemelo.

– No, no pienso hacerlo -murmuró El Prestidigitador mientras se movía despacio alrededor de la cama de Rhyme, jadeando-. ¿Sabe usted lo que pasa por la cabeza del público durante una representación? Algunos esperan que el ilusionista no logre escapar a tiempo y se ahogue, se caiga sobre las púas o muera abrasado o aplastado. Hay un truco llamado «El espejo ardiente», mi preferido. Empieza con un ilusionista vanidoso mirándose al espejo; de repente ve una hermosa mujer al otro lado del cristal. Ella le pide por señas que se acerque, y él cede a la tentación y atraviesa el espejo. Los dos han intercambiado sus posiciones, y ahora es ella la que está delante del espejo. Pero surge una columna de humo, ella se cambia rápidamente y se convierte en Satán.

»El ilusionista se ve atrapado en el infierno y encadenado al suelo, del que brotan llamaradas que le envuelven. El muro de fuego se va acercando. Justo cuando está a punto de ser devorado por las llamas se libera de las cadenas, atraviesa el fuego, salta al otro lado del espejo y queda a salvo. El demonio corre hacia el ilusionista, da un salto en el aire y se desvanece. El mago rompe el espejo con un martillo, cruza el escenario, hace una pausa, chasquea los dedos, se produce un destello luminoso y, seguro que ya lo ha adivinado, se convierte a su vez en el demonio… ¡Ah, al público le encanta!… Pero sé que en un rincón de su mente todos ansían que gane el fuego y muera el artista. Y -en ese momento hizo una pausa- eso es lo que ocurre de vez en cuando.

– ¿Quién es usted? -murmuró Rhyme, ya sin esperanza.

– ¿Yo? -El Prestidigitador se inclinó hacia adelante y continuó con voz áspera y apasionada-. Yo soy el Mago del Norte, el mayor ilusionista de todos los tiempos. Soy Houdini. Soy el hombre capaz de escapar del espejo en llamas. De esposas, cadenas, habitaciones cerradas, grilletes, cuerdas, lo que sea. -Miró a Rhyme de cerca-. Salvo de usted. Temía que usted fuese la única cosa de la que no pudiera escapar. Es demasiado bueno, y tenía que detenerle antes de mañana por la tarde.

– ¿Por qué? ¿Qué va a pasar mañana por la tarde?