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El Prestidigitador no respondió. Miró hacia la penumbra.

– Ahora, Venerado Público, nuestro número principaclass="underline" «El hombre carbonizado». Fíjense en nuestro protagonista; no está sujeto por cadenas, esposas o cuerdas, pero seguro que no puede escapar. Su situación es aún más difícil que la del primer número de huida del mundo, el de San Pedro. Arrojado a una celda, cargado de grilletes y vigilado…, pero logró escapar. Claro que tenía un cómplice importante: Dios. Nuestro protagonista de esta noche, sin embargo, está solo.

Un pequeño objeto gris apareció en la mano del Prestidigitador, que se inclinó hacia adelante como un rayo, antes de que Rhyme pudiese volver la cabeza. El asesino le tapó la boca con un trozo de cinta adhesiva.

A continuación apagó todas las luces de la habitación, salvo una pequeña lamparita de noche. Volvió junto a la cama de Rhyme, levantó el dedo índice, frotó contra él el pulgar e hizo brotar una llama de varios centímetros.

El Prestidigitador movió el dedo hacia adelante y hacia atrás.

– Veo que está sudando -mantenía la llama cerca del rostro de Rhyme-. Fuego… ¿No es fascinante? Probablemente se trata de la imagen más sugestiva del ilusionismo. El fuego es la desorientación perfecta; todo el mundo mira hacia las llamas y jamás dirigen la vista hacia otro punto del escenario. Yo podría hacer cualquier cosa con la otra mano, y usted jamás lo vería. Por ejemplo…

En la otra mano apareció entonces la botella de whisky de Rhyme. Mantuvo la llama bajo el recipiente durante bastante rato; a continuación tomó un sorbito de licor y colocó la llama ante sus labios, mirando directamente al criminalista, que trató de encogerse. Pero El Prestidigitador sonrió, se dio la vuelta y lanzó la llamarada hacia arriba, retrocediendo un poco mientras el chorro de fuego se desvanecía en la oscuridad del techo.

Rhyme parpadeó y desvió la vista hacia un rincón de la habitación.

El Prestidigitador rompió a reír.

– ¿Busca el detector de humo? Yo lo encontré antes, y se ha quedado sin pilas -lanzó otra llamarada hacia el techo y dejó la botella.

De repente apareció un pañuelo blanco que colocó bajo la nariz de Rhyme. Estaba empapado en gasolina. El olor pungente le irritó los ojos y la nariz. El Prestidigitador retorció el pañuelo hasta formar una cuerda, le rasgó la parte superior de la chaqueta del pijama y se lo arrolló al cuello, como una corbata.

Caminó hacia la puerta, abrió en silencio el pestillo y miró hacia afuera.

Rhyme detectó otro olor mezclado con el de la gasolina. ¿Qué era? Un aroma intenso y ahumado…, el whisky. El asesino debía de haber dejado la botella abierta.

Pero el nuevo aroma pronto se impuso al olor a gasolina. Había whisky por todas partes, y Rhyme comprendió abatido lo que estaba haciendo: había vertido un reguero de licor desde la puerta hasta la cama, como una mecha. El Prestidigitador chasqueó los dedos y una bola blanca de fuego saltó desde la mano hasta el charco de malta.

El licor ardió y una llama azul recorrió el suelo. Enseguida hizo presa en una pila de revistas y una caja de cartón que había junto a la cama y alcanzó también una de las sillas de caña.

El fuego subiría pronto por la ropa de la cama y empezaría a devorar el cuerpo de Rhyme sin causarle dolor ninguno, y luego la cara y la cabeza, causándole un dolor atroz. Se volvió hacia El Prestidigitador, pero ya había salido y cerrado la puerta. El humo empezó a irritarle los ojos y a entrarle por la nariz. El fuego se iba acercando, quemando cajas y libros y carteles y fundiendo CDs.

Pronto las llamas azules y amarillas empezaron a lamer las mantas a los pies de la cama de Lincoln Rhyme.

Capítulo 26

Un diligente oficial del NYPD, que quizá había oído un ruido raro o visto una puerta sin cerrar, se adentró en un callejón del West Side. Quince segundos más tarde salía de allí otro hombre, vestido con un jersey ligero de cuello vuelto de color marrón, unos vaqueros ceñidos y una gorra de béisbol.

Liberado ya del papel del policía Larry Burke, Malerick empezó a caminar con aire desenvuelto por Broadway. Quien se fijase en él y en los aires donjuanescos con que miraba a su alrededor pensaría que andaba a la busca de algún bar del West Side en el que dar rienda suelta a su ego y a su libido, que a la edad ya mediana que aparentaba debían de estar un tanto abandonados.

Se detuvo ante un bar de cócteles instalado en un sótano, miró al interior y decidió que podía convenirle para ocultarse durante un rato antes de volver a casa de Lincoln Rhyme a comprobar los daños causados por el fuego.

Encontró un taburete libre al final de la barra, cerca de la cocina, y pidió un Sprite y un sándwich de pavo. A su alrededor: una máquina de juegos con música electrónica, una máquina de discos polvorienta, un ambiente lóbrego cargado de humo que olía a sudor, a perfume y a desinfectante, los estallidos de risa provocados por el alcohol y el runrún de conversaciones intrascendentes. Y todo ello le transportó a su juventud, a la ciudad construida en el desierto.

Las Vegas es un espejo rodeado de luces deslumbrantes. Uno puede pasar horas mirándola, pero todo lo que ve es su propia imagen con sus imperfecciones y sus arrugas, con su vanidad, su codicia y su desesperación. Es un lugar polvoriento y difícil en el que la iluminación alegre de la calle principal, del Strip, se desvanece uno o dos bloques más allá de los tubos de neón y no llega al resto de la ciudad, a las caravanas, los ruinosos bungalows, los centros comerciales invadidos por la arena, las tiendas de empeño que venden anillos de compromiso, trajes, brazos ortopédicos y cualquier cosa que pueda transformarse en dinero.

Y, por todas partes, el desierto polvoriento, infinito, parduzco.

En ese mundo nació Malerick.

Su padre, crupier en la mesa de blackjack, y su madre, jefa de comedor en un restaurante (hasta que la obesidad la arrastró fuera de la vista del público, a una sala de recuento de dinero), fueron dos miembros del nutrido ejército de servidores de Las Vegas, tratados como hormigas tanto por la dirección de los casinos como por los clientes. Dos miembros de un ejército que pasaron sus vidas tan sumergidos en el dinero, que eran capaces de detectar en los billetes la tinta, el perfume y el sudor, aunque también sabían que aquella abrumadora marea de riqueza estaba destinada a detenerse apenas un instante entre sus dedos.

Como tantos niños de Las Vegas abandonados a su suerte por padres obligados a trabajar durante turnos largos e irregulares, como tantos niños que en tantos sitios viven en hogares llenos de amargura, se dejó ir hacia un lugar en el que encontraba un poco más de calor.

Y ese lugar fue para él el Strip.

Les hablaba, Venerado Público, de desorientación, de cómo los ilusionistas les distraemos apartando su atención de nuestro método con movimientos, colores, luces, sorpresas, ruido… Pero la desorientación es más que una técnica de magia: es también una parte de la vida. Todos corremos con desesperación hacia el brillo y la luz, y huimos del aburrimiento, de la rutina, de los padres mal avenidos, del calor insoportable, de las horas inmóviles al borde del desierto, de los chicos que se burlan de ti porque eres débil y tímido y te golpean con puños tan duros como el cuerpo de un escorpión…

El Strip era su refugio.

En particular, las tiendas de artículos de magia, que no escaseaban precisamente. Las Vegas es conocida como la capital de la magia, y el niño descubrió que esos lugares eran algo más que simples comercios; eran rincones donde los ilusionistas en ciernes, en activo y retirados se reunían para compartir historias y trucos, y para cotillear.

En una de aquellas tiendas el niño aprendió una cosa importante sobre sí mismo: aunque era débil y tímido, y aunque corría poco, tenía una destreza prodigiosa. Los magos le enseñaban a escamotear y a retirar y a soltar y a ocultar, y él lo aprendía al instante. Uno de esos maestros levantó una ceja y comentó que aquel niño de trece años era un «prestidigitador nato».