La palabra desconcertó al niño, que nunca la había oído.
– La inventó un mago francés en el siglo XIX -explicó el hombre-. «Prestí» significa rápido y «dígito», dedo; el prestidigitador tiene dedos rápidos y manos diestras.
Poco a poco se convenció de que era algo más que un tipo raro que no encajaba en la familia, algo más que una víctima fácil con la que ensañarse.
Todos los días salía del colegio a las tres y diez de la tarde y se dirigía a su tienda preferida, donde pasaba las horas muertas y se iba empapando del método. Mientras estaba en su casa, practicaba constantemente. Alguno de los responsables del establecimiento lo contrataba de vez en cuando para hacer una demostración o para actuar brevemente ante los clientes en la Caverna Mágica que había en la parte trasera del local.
Todavía recordaba con claridad su primera actuación. Desde aquel momento, Houdini el Joven -su primer nombre artístico- aprovechó todas las oportunidades que se le presentaron de subir a un escenario. ¡Qué satisfacción le proporcionaba hipnotizar al público, entretenerlo, conquistarlo, manipularlo! Y asustarlo, también le gustaba asustarlo.
Hasta que lo pillaron. Fue su madre quien, al caer en la cuenta de que el niño casi nunca estaba en casa, entró en su cuarto para ver si encontraba algo que le diera alguna pista de lo que estaba pasando. Por la noche, en cuanto lo oyó entrar por la puerta trasera, se levantó del comedor, entró torpemente en la cocina y le espetó sin contemplaciones:
– ¿De dónde has sacado este dinero?
– De Abracadabra.
– ¿Y quién es ése?
– La tienda. Es ésa que hay junto al Tropicana. Ya te lo había dicho.
– No quiero verte en el Strip.
– Mamá, no es más que una tienda, una tienda de magia.
– ¿Has estado bebiendo? Échame el aliento.
– No, mamá -respondió mientras retrocedía con repugnancia ante el cuerpo enorme, la camiseta manchada de salsa de tomate y el aliento fétido de su madre.
– Si te cogen en un casino, puedo quedarme sin trabajo, y también tu padre podría irse a la calle.
– Sólo he estado en la tienda. Hago una actuación corta y la gente me da a veces una propina.
– Aquí hay demasiado dinero. Yo nunca vi propinas así cuando era camarera.
– Soy bueno -replicó el niño.
– También yo lo era. Y eso de la actuación, ¿de qué es?
– Magia. -Estaba irritado; se lo había contado ya hacía algunos meses-. Mira -añadió mientras hacía un truco de cartas para ella.
– Esto ha estado bien -respondió su madre-, pero como me has mentido, me quedaré con el dinero.
– ¡No te he mentido!
– No me has dicho lo que estabas haciendo, y eso es igual que mentir.
– ¡Mamá, el dinero es mío!
– Has mentido. Y quien miente, paga.
Con cierta dificultad se metió el dinero en un bolsillo de los pantalones vaqueros herméticamente cerrado por su enorme tripa.
– Vale. Te devuelvo diez… -dijo después de un momento de vacilación- si me dices una cosa.
– ¿El qué?
– ¿Alguna vez has visto a tu padre con Tiffany Loam?
– No lo sé. ¿Quién es ésa?
– No disimules, sabes perfectamente quién es. Esa camarera del Sands que vino a cenar con su marido hace un par de meses. La que llevaba una blusa amarilla.
– Pues…
– ¿Los has visto o no? Ayer por la tarde, en coche, camino del desierto.
– No los vi.
Le observó de cerca y decidió que estaba diciendo la verdad.
– Si los ves, dímelo.
Y volvió a su plato de espaguetis, que le esperaban apelmazados en una bandeja delante del televisor.
– Mi dinero, mamá.
– Calla, que van a echar el programa ese que tanto me gusta.
Un día, mientras daba un pequeño espectáculo en Abracadabra, le llamó la atención un hombre delgado y serio que entró en la tienda. A medida que avanzaba hacia la Caverna Mágica, los magos y empleados dejaron de hablar. Se trataba de un famoso ilusionista que actuaba en el Tropicana, conocido por tener carácter y por sus números oscuros y aterradores.
Al terminar el espectáculo, el ilusionista hizo una seña al chico y, moviendo la cabeza en dirección al cartel escrito a mano que había en el escenario, le preguntó:
– ¿Te haces llamar Houdini el Joven, no?
– Sí.
– ¿Crees que estás a la altura del nombre?
– No lo sé. Me gusta, simplemente.
– Haz alguna cosa más -pidió mientras miraba hacia la mesa cubierta por un terciopelo negro.
El muchacho obedeció, nervioso ante la mirada de aquella leyenda viva.
Un movimiento de cabeza que parecía un signo de aprobación. Que un chaval de catorce años recibiese un cumplido semejante bastó para que todos los magos que había en la sala enmudeciesen.
– ¿Quieres una lección?
El chico asintió sin palabras, expectante.
– Pásame las monedas.
Se las ofreció en la palma. El ilusionista miró la mano con un gesto de extrañeza.
– ¿Dónde están?
La mano estaba vacía. El ilusionista, riéndose con ganas ante la expresión desconcertada del muchacho, ya le había arrebatado las monedas, que ahora estaban en su propia mano. El joven estaba asombrado: no había notado ni un roce, nada.
– Y ahora voy a suspender ésta en el aire…
El chico miró hacia arriba pero, de repente, cierto instinto le sugirió: «Cierra la mano ahora mismo. Va a devolverte las monedas. Ponló en un aprieto delante de un montón de magos. Gánale por la mano».
Pero al instante, sin bajar la mirada, el ilusionista se detuvo y susurró:
– ¿Estás seguro de que quieres hacer eso?
El aprendiz parpadeó con sorpresa.
– Bueno, yo…
– Piénsalo bien -y bajó la mirada hacia la mano del muchacho.
También Houdini el Joven se miró la palma de la mano, en tensión para atrapar al gran ilusionista. Y vio, anonadado, que éste no le había colocado las monedas, sino cinco cuchillas de afeitar de doble filo. Si hubiese cerrado la mano, habrían tenido que ponerle una docena de puntos.
– Déjame verte las manos -dijo, mientras retiraba las hojas de afeitar, que escamoteó al instante.
Houdini el Joven mantuvo las palmas hacia arriba y el ilusionista las tocó y las frotó con los pulgares. Hizo sentir al muchacho que una corriente eléctrica pasaba entre los dos.
– Con estas manos podrás ser grande -le susurró de modo que nadie más lo oyese-. Tienes la fuerza necesaria y sé que tienes la crueldad, pero no tienes la visión. Todavía no -volvió a aparecer una cuchilla, con la que cortó una hoja de papel que empezó a sangrar. La arrugó y la abrió de nuevo, ahora sin corte ninguno y sin sangre. Se lo pasó al joven, que reparó en una dirección escrita en tinta roja.
Mientras la reducida concurrencia aplaudía con admiración genuina, o con celos, el ilusionista se inclinó hasta rozar con los labios el oído de Houdini el Joven y le susurró:
– Ven a verme. Tienes mucho que aprender, y yo mucho que enseñar.
El chico conservó la dirección del ilusionista, pero era incapaz de reunir el valor necesario para ir a verle. Poco tiempo después, mientras celebraban su decimoquinto cumpleaños, su madre cambió para siempre el curso de la vida del muchacho cuando lanzó contra su marido una prolongada diatriba y una mente de fettuccini como respuesta a cierta información sobre la famosa señora Loam. Volaron las botellas, saltaron por los aires los objetos decorativos, llegó la policía.
El muchacho decidió que ya estaba bien. Al día siguiente fue a ver al ilusionista, que aceptó ser su mentor. Había llegado en el momento perfecto. Dos días después empezaba una larga gira por Estados Unidos y necesitaba un ayudante. Houdini el Joven retiró todo el dinero de una cuenta bancaria secreta, e hizo lo mismo que había hecho aquel de quien había tomado el nombre: huir de casa para trabajar de mago. Pero entre ambos había una diferencia importante: mientras que Harry Houdini salió de casa con el único afán de ganar dinero para sacar de la pobreza a su familia y volvió enseguida a reunirse con ella, Malerick jamás volvería a ver a la suya.