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– Hola, ¿qué tal?

La áspera voz femenina le sacó de esos recuerdos imborrables y le devolvió a la barra del bar del Upper West Side. Una habitual, pensó. Una cincuentona que intentaba sin éxito simular diez años menos y que había elegido aquel antro como territorio de caza sobre todo por la escasa luz. Se había subido al taburete al lado del suyo y se inclinaba hacia adelante luciendo el canalillo.

– ¿Decía?

– Te preguntaba que qué tal. Creo que no te había visto por aquí antes.

– Sólo estaré en la ciudad uno o dos días.

– Vaya -respondió ella con voz un poco beoda-. Dame fuego -añadió dando la irritante impresión de que debía considerar un privilegio encenderle el cigarrillo.

– Claro -respondió.

Encendió el mechero. Esta llama sí se agitaba visiblemente mientras ella pasaba unos dedos huesudos y rojizos en torno a los suyos para conducir el fuego hacia sus labios.

– Gracias. -Lanzó un delgado hilo de humo hacia el techo. Cuando volvió la cabeza vio que Malerick había pagado y se disponía a abandonar la barra.

Frunció el ceño.

– Tengo que marcharme -sonrió, y añadió-: ¡Ah!, puede quedárselo.

Le dio el pequeño encendedor metálico. Ella lo tomó, parpadeó y arrugó todavía más la frente: era su propio encendedor, que él le había sacado del bolso aprovechando el momento en que ella se inclinó hacia él.

– Creo que, después de todo, no lo necesitaba -murmuró con frialdad Malerick.

La dejó en la barra con dos lágrimas rodando sobre el maquillaje, y pensó que de todos los números sádicos que había perpetrado y planificado para aquel fin de semana -la sangre, la carne cortada, el fuego- ése sería quizá el más satisfactorio.

* * *

Oyó las sirenas cuando estaban a dos manzanas del piso de Rhyme.

La mente de Amelia Sachs dio uno de esos curiosos saltos que da el cerebro a veces: al oír el sonido electrónico de un vehículo de emergencia pensó que parecía venir de la casa de Rhyme.

Por supuesto, no venía de allí, decidió.

Demasiada casualidad.

Pero las luces parpadeantes, rojas y azules, estaban en Central Park West, que era donde vivía él.

Déjalo ya, trató de tranquilizarse, es tu imaginación espoleada por el recuerdo del inquietante arlequín de la bandera situada ante la carpa del Cirque Fantastique, por los artistas enmascarados, por el horror de los asesinatos del Prestidigitador. Se estaba volviendo paranoica.

Fantasmagórico…

Olvídalo.

Se cambió de mano la abultada bolsa, en la que llevaba la comida cubana bien cargada de ajo, y continuó caminando junto a Kara por la concurrida acera, hablando de la familia, del trabajo y del Cirque Fantastique; y también de los hombres.

Pum, pum…

La joven iba dando sorbos al café cubano doble al que, según sus propias palabras, se había vuelto adicta nada más probarlo. No sólo costaba la mitad que en Starbucks, sino que además era el doble de fuerte.

– No sé si se puede calcular así -señaló Kara-, pero me parece que eso lo hace cuatro veces mejor. Me encantan estos descubrimientos, las pequeñas cosas de la vida, ¿no te parece?

Pero Sachs había perdido el hilo de la conversación. Cruzó rauda otra ambulancia y rezó en silencio para que pasase de largo ante la casa de Rhyme.

Pero no pasó. El vehículo frenó bruscamente en la esquina contigua al edificio.

– No -susurró.

– ¿Qué pasa? -preguntó Kara-, ¿un accidente?

Con el corazón desbocado, Sachs soltó las bolsas de comida y corrió hacia el edificio.

– Lincoln, Lincoln…

Kara la siguió; le salpicó café caliente en la mano y soltó el vaso. Continuó corriendo al ritmo de la oficial.

– ¿Qué pasa?

Al volver la esquina, Sachs contó media docena de coches de bomberos y ambulancias.

Al principio pensó en una crisis de disreflexia, pero era evidente que se trataba de un incendio. Miró hacia el segundo piso y el golpe la dejó paralizada. Salía humo por la ventana del dormitorio de Rhyme.

¡No, Dios mío!

Sachs se agachó para pasar por debajo de la cinta policial y corrió hacia el grupo de bomberos que había en la puerta. Saltó hasta las escaleras, momentáneamente libre de la artritis. Pronto cruzó la puerta, casi patinando sobre el suelo de mármol. El pasillo y el laboratorio parecían intactos, pero en la zona situada al pie de la escalera flotaba una ligera neblina de humo.

Dos bomberos bajaban despacio por la escalera con gesto aparentemente resignado.

– ¡Lincoln! -gritó.

Y corrió hacia la escalera.

– ¡Quieta, Amelia! -la voz áspera de Lon Sellitto atravesó el pasillo.

Se volvió, asustada, pensando que quería evitarle la visión del cadáver carbonizado. Si El Prestidigitador le había arrebatado a Lincoln, lo mataría. Nada en el mundo podría detenerla.

– ¡Lon!

La apartó de las escaleras y la abrazó.

– No está arriba, Amelia.

– ¿Está…?

– No, no. Está bien. Está perfectamente. Thom lo llevó al cuarto de invitados que hay en este mismo piso.

– Gracias a Dios -dijo Kara. Miró a su alrededor descorazonada mientras continuaban bajando bomberos del piso de arriba, hombres y mujeres corpulentos que lo parecían aún más por el volumen de los uniformes y el equipo.

Thom, con el rostro ensombrecido, se les acercó desde el fondo del salón.

– Todo va bien, Amelia. No tiene quemaduras, ha respirado algo de humo y tiene la tensión alta, pero está controlado. Se encuentra bien.

– ¿Qué ha pasado? -le preguntó Amelia al detective.

– El Prestidigitador -murmuró Sellitto y después dio un suspiro-. Mató a Larry Burke y le robó el uniforme. Así consiguió entrar aquí. Luego se las arregló para subir a la habitación de Rhyme y encendió un fuego alrededor de la cama. Nosotros ni nos enteramos. Alguien vio el humo desde la calle y llamó a los del 911. Acto seguido me llamaron para darme el aviso. Entre Thom, Mel y yo arreglamos casi todo antes de que llegasen los camiones.

– No tenemos al Prestidigitador, claro -le preguntó la oficial a Sellitto.

– ¿Tú que crees? -respondió con una risa amarga-. Se esfumó. Sin dejar rastro.

Después del accidente que le dejó paralítico, después de superar la etapa de amargura que le hizo perder varios meses deseando que sus piernas volviesen a moverse, renunció a lo imposible y centró su capacidad de concentración y su extraordinaria fuerza de voluntad en una meta más razonable.

Respirar por sí mismo.

Un tetrapléjico como Rhyme, con el cuello roto al nivel de la cuarta vértebra por debajo de la base del cráneo, está a un paso de necesitar un pulmón artificial. Los nervios que van desde el cerebro hasta los músculos del diafragma pueden funcionar o no. En el caso de Rhyme, al principio pareció que los pulmones no trabajaban correctamente, y lo conectaron a una máquina, con un tubo implantado en el pecho. Rhyme detestaba ese aparato, con sus ruidos mecánicos y la extraña sensación de no notar la necesidad de respirar, aunque él sabía que no era así (la máquina tenía además la desagradable costumbre de pararse de vez en cuando).

Pero con el tiempo sus pulmones empezaron a funcionar espontáneamente y quedó libre del artilugio biónico. Los médicos dijeron que la mejora se debió a la estabilización natural del cuerpo después del trauma. Pero Rhyme sabía cuál era la verdadera razón: lo había hecho él. Con fuerza de voluntad. Aspirar aire hacia el interior de los pulmones -inspiraciones débiles al principio pero, en cualquier caso, sus propias inspiraciones- fue uno de los mayores logros de su vida. Ahora estaba esforzándose en hacer unos ejercicios que podrían intensificar las sensaciones del cuerpo e, incluso, devolver el movimiento a los miembros. Pero, por muy buenos resultados que obtuviese, pensaba que la sensación de orgullo jamás igualaría a la que le invadió cuando prescindió por primera vez de la máquina de respirar.