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Aquella noche, tendido en la pequeña habitación de invitados, recordaba las nubes de humo que salían de la ropa, los papeles y los plásticos de su dormitorio. Dominado por el pánico, pensaba menos en el riesgo de morir abrasado que en el horror del humo penetrando en sus pulmones como esquirlas de metal y arrebatándole la única victoria que había obtenido en su guerra contra la discapacidad. Daba la impresión de que El Prestidigitador había sabido atacar precisamente su punto más vulnerable.

Cuando Thom, Sellitto y Cooper se abalanzaron al interior de la habitación, su primer pensamiento no fue para los extintores que los dos policías llevaban en la mano, sino para la bombona de oxígeno verde que esgrimía su ayudante. ¡Salva mis pulmones!, pensó.

Antes de que las llamas se extinguiesen, Thom ya le había colocado la mascarilla, y Rhyme inhaló con gula el dulce gas. Lo bajaron al otro piso, donde lo examinaron los médicos del servicio de urgencias y su propio especialista en lesiones de médula, le limpiaron y curaron algunas quemaduras pequeñas y buscaron con atención si tenía cortes de cuchilla (no los tenía, ni tampoco había ninguna hoja escondida en el pijama). El especialista declaró que los pulmones estaban perfectamente, aunque Thom debía darle la vuelta con más frecuencia de lo normal para mantenerlos limpios.

Sólo entonces Rhyme empezó a calmarse. Pero todavía sufría una ansiedad considerable. El asesino había hecho algo mucho más cruel que herirle físicamente. El ataque le había recordado a Rhyme cuan precaria era su vida y cuan incierto su futuro.

Detestaba esa sensación, ese desvalimiento y esa vulnerabilidad insoportables.

– ¡Lincoln! -Sachs entró apresuradamente en la habitación, se sentó en la antigua cama Clinitron, se dejó caer sobre su pecho y lo abrazó con fuerza. Él inclinó la cabeza contra su pelo. Ella estaba llorando; desde que la conocía, no la había visto llorar más que un par de veces.

– Nada de nombres de pila -murmuró-. Mala suerte, recuerda. Hoy la hemos tenido en abundancia.

– ¿Estás bien?

– Sí -respondió con un hilo de voz, atenazado por la idea absurda de que, si hablaba más alto, las partículas de humo le atravesarían y vaciarían los pulmones-. ¿Y los pájaros? -preguntó, rogando por que no les hubiese pasado nada a los halcones peregrinos. No le importaba que se mudasen a otra casa, pero le habría destrozado saber que habían resultado heridos o muertos.

– Thom dice que están bien. Se han pasado a la otra ventana.

Ella lo retuvo durante un momento y luego apareció Thom en la puerta.

– Tengo que darte la vuelta.

La oficial lo abrazó una vez más y se apartó mientras Thom se acercaba a la cama.

– Investiga la escena -le dijo Rhyme-. Algo ha debido dejar. Me colocó un pañuelo alrededor del cuello… y llevaba unas cuantas cuchillas de afeitar.

Sachs dijo que lo haría y salió de la habitación. Thom tomó el control y empezó a limpiarle los pulmones con sus manos expertas.

Veinte minutos después volvió Sachs. Se despojó del mono de tyvek, lo dobló con cuidado y lo guardó en el maletín de investigación de escenas.

– No he encontrado gran cosa -informó-. He recogido el pañuelo y un par de huellas de pisadas; lleva un par de Eccos nuevos, pero no he encontrado ninguna cuchilla, y si se le ha caído alguna otra cosa, se ha evaporado. También había una botella de whisky, pero supongo que sería tuya.

– Era mía -murmuró Rhyme. Normalmente habría hecho un chiste, algo sobre la severidad del castigo que debería imponerse a quien utiliza un single malt de dieciocho años para provocar un incendio. Pero no logró manifestar ningún atisbo de sentido del humor.

Sabía que no quedarían muchas pruebas. Debido a la magnitud de la destrucción que se produce en las escenas de incendio de origen sospechoso, lo único que suelen revelar las pruebas es el lugar y la forma en que se inició el fuego. Pero eso ya lo sabían. Sin embargo, él pensaba que debía haber algo más.

– ¿Qué hay de la cinta adhesiva? Thom la despegó y la tiró.

– No hay rastro de la cinta.

– Mira por detrás del cabecero de la cama. El Prestidigitador anduvo por ahí; quizá…

– Ya he mirado.

– Bueno, pues mira otra vez. Has pasado algo por alto. Tienes que haber pasado algo por alto.

– No -respondió ella.

– ¿Cómo?

– Olvida la Escena del Crimen. Está quemada, por así decir.

– Tenemos que sacar adelante este maldito caso.

– Y vamos a sacarlo adelante, Rhyme. Voy a hablar con el testigo.

– ¿Hay algún testigo? -gruñó-. No me lo habían dicho.

– Pues lo hay.

Se dirigió hacia la puerta y llamó a Lon Sellitto, que estaba en el salón, para que se acercase. Entró sin ninguna prisa, olisqueándose la chaqueta y arrugando la nariz.

– Un traje de doscientos cuarenta dólares y ya es historia, basura. ¿Me llamabas, oficial?

– Voy a entrevistar al testigo, teniente. ¿Tienes la grabadora?

– Por supuesto -la sacó del bolsillo y se la entregó-. ¿Hay un testigo?

– Olvídate de los testigos, Sachs -dijo Rhyme-. Sabes que son muy poco de fiar. Atente a las pruebas.

– No. Tenemos a uno bueno, estoy segura.

Mirada hacia la puerta.

– Bueno, ¿pues dónde demonios está?

– Eres tú -dijo ella mientras acercaba una silla a la cama.

Capítulo 27

– ¿Yo? Eso es ridículo.

– No tiene nada de ridículo.

– Olvídalo y vuelve a recorrer la cuadrícula. Has pasado cosas por alto, has buscado demasiado deprisa, como si fueses una novata.

– No soy ninguna novata. Sé investigar una escena con rapidez y sé cuándo hay que dejar de buscar y hacer algo más productivo. -Examinó la pequeña grabadora de Sellitto, comprobó la cinta y puso el aparato en marcha.

– Habla la oficial de patrulla del NYPD Amelia Sachs, número de placa Cinco Ocho Ocho Cinco, entrevistando a Lincoln Rhyme, testigo de una agresión código Diez Veinticuatro y de un incendio código Diez Veintinueve en el número Tres Cuatro Cinco de Central Parle West. Fecha: sábado 20 de abril -dijo, y colocó la grabadora en la mesilla que había cerca de Rhyme.

Éste miró el aparato como quien mira a una serpiente.

– Y ahora -siguió ella-, la descripción.

– Ya le he dicho a Lon…

– Dímelo a mí.

Mirada sarcástica hacia el techo.

– Varón, de complexión media, entre cincuenta y cincuenta y cinco años, vestido con un uniforme de policía. Esta vez no llevaba barba. Cicatrices y manchas en el cuello y el pecho.

– ¿Llevaba la camisa abierta? ¿Le viste el pecho?

– Disculpe usted -dijo Rhyme con indisimulado sarcasmo-. Cicatrices en la base del cuello que, presumiblemente, se prolongaban hacia el pecho. Dedos meñique y anular de la mano izquierda unidos. Ojos marrones…, que parecían marrones.

– Bien, Rhyme -comentó ella-. Hasta ahora no sabíamos de qué color tenía los ojos.

– No sabemos si lleva lentillas -replicó él con la sensación de haberse apuntado un tanto-. Probablemente recordaría mejor con un poco de ayuda -añadió mirando a Thom.

– ¿Un poco de ayuda?

– Supongo que guardarás en la cocina alguna botella de Macallan sin quemar.

– Más tarde -dijo Sachs-. Ahora tienes que mantener la cabeza despejada.

– Pero…