– Ahora quiero repasar todo lo que ocurrió -añadió mientras se castigaba el cuero cabelludo con una uña-. ¿Qué dijo él?
– No lo recuerdo muy bien -contestó con impaciencia-. Sobre todo divagaciones un tanto enloquecidas. Y yo no estaba de humor para prestarle atención.
– Quizá te pareciesen enloquecidas a ti, pero yo estoy segura de que podríamos sacar algo aprovechable.
– Sachs -le espetó sardónico-, ¿acaso no puedes entender que tal vez yo estuviese un poco asustado y confundido? Es decir, ¿quizá un poco distraído?
Le tocó en el hombro, donde sí era capaz de percibir el contacto.
– Sé que no confías en los testigos. Pero a veces sí ven cosas. Ésta es mi especialidad, Rhyme.
Amelia Sachs, la poli de la gente.
– Yo te acompañaré, igual que me acompañas tú por la cuadrícula. Entre los dos encontraremos algo importante.
Se levantó, fue hasta la puerta y llamó a Kara.
En efecto, Rhyme desconfiaba de los testigos, incluso de los que se encontraban en puntos de vista privilegiados y no habían participado en el suceso. Quienes habían tenido contacto con el delito y, en particular, las víctimas de actos violentos, no le merecían ninguna confianza. Incluso entonces, pensando en la visita del asesino, todo lo que Rhyme veía era una serie de escenas inconexas: El Prestidigitador detrás de él, de pie, inclinado sobre él, encendiendo el fuego. Las cuchillas de afeitar. El olor del whisky, el humo ardiente. Ni siquiera era capaz de ordenar en el tiempo los actos del criminal.
La memoria, como había dicho Kara, no es más que una ilusión.
Poco después apareció la joven.
– ¿Está bien, Lincoln?
– Estupendamente -murmuró.
Sachs estaba explicando que quería que Kara escuchase, pues podría reconocer algunas de las cosas que había dicho el asesino y dar quizá con algo de valor. La oficial volvió a sentarse y acercó la silla.
– Retrocedamos de nuevo, Rhyme. Dinos lo que ocurrió, a grandes rasgos.
Dudó, miró hacia la grabadora y empezó a relatar los acontecimientos tal como los recordaba. La aparición del Prestidigitador, que reconoció que había robado el uniforme y matado al oficial, sobre cuyo cadáver le hizo algún comentario.
Ya va haciendo calor…
Y luego añadió:
– Se comportaba como si estuviese dando una función y yo fuera un colega. -Mientras escuchaba mentalmente la perorata del asesino, Rhyme continuó-: Hay una cosa de la que sí me acuerdo. Tenía asma o, al menos, parecía que le faltaba el aliento. Jadeaba mucho para respirar y hacía un ruido sibilante.
– Estupendo -dijo Sachs-. A mí se me había olvidado que hacía esos ruidos junto al estanque, después de agredir a Marston. ¿Qué más dijo?
Rhyme miró hacia el techo oscuro de la pequeña habitación de invitados y movió la cabeza en sentido negativo.
– Eso es todo. Lo que hizo fue quemarme o amenazarme con cortarme en rodajas. Por cierto, ¿has encontrado alguna cuchilla en la habitación?
– No.
– Bueno, pues la hay. De eso es de lo que estoy hablando, de pruebas. Sé que dejó caer una cuchilla encima del pantalón del chándal. Los médicos no la han encontrado, pero tiene que haberse caído. Ésas son las cosas que tendrías que estar buscando.
– Seguramente nunca cayó sobre el pantalón -dijo Kara-. Conozco el truco; la escondió en la palma de la mano.
– Vale. Lo que intento decir es que no se suele escuchar con mucha atención a alguien que te está torturando…
– Vamos, Rhyme. Retrocede otra vez. Primeras horas de esta tarde. Kara y yo vamos a por comida. Tú estabas examinando las pruebas. Thom te llevó al piso de arriba. Estabas cansado, ¿no?
– No -dijo el criminalista-, no estaba cansado. Pero me llevó arriba de todos modos.
– Supongo que no te haría mucha gracia.
– Pues no, no me hizo ninguna.
– Así que ahora estás en la habitación de arriba.
Las luces, la silueta de los pájaros, Thom cierra la puerta…
– Todo está en silencio -empezó Sachs.
– Nada de silencio. Está ese maldito circo del otro lado de la calle. De todas formas, puse el despertador…
– ¿Cuánto tiempo tardaría en sonar?
– No sé, una hora. ¿Qué importa eso?
– Un detalle puede abrir el camino a otros dos.
Ceño fruncido.
– ¿De dónde te has sacado eso? ¿De una galleta china de la suerte?
– Si tú lo dices… -sonrió-. Pero suena bien, ¿no crees? Inclúyelo en la próxima edición de tu libro.
– Yo no escribo libros sobre testigos -replicó Rhyme-, yo escribo libros sobre pruebas. -De nuevo sintió que su respuesta había sido un triunfo.
– Y ahora, dime, ¿cómo te diste cuenta de que estaba allí? ¿Oíste algo?
– No. Sentí una corriente de aire. Al principio pensé en el aire acondicionado, pero era él. Me estaba soplando en el cuello y en la cara.
– ¿Para qué?
– Para asustarme, supongo. Y, por cierto, funcionó. -Rhyme cerró los ojos y movió la cabeza en señal de asentimiento mientras recordaba algunas cosas más-. Intenté llamar a Lon por teléfono, pero -mirando a Kara- adivinó mi intención. Amenazó con matarme…, no, con matarme no, con dejarme ciego, si intentaba pedir ayuda. Pensé que iba a hacerlo, pero… parecía impresionado, y eso me chocó. Me felicitó por mi habilidad para desorientarle… -Su voz se fue apagando a medida que los recuerdos se desvanecían en la oscuridad.
– ¿Cómo entró?
– Con el oficial que traía las pruebas del caso Grady.
– Mierda -dijo Sellitto-. A partir de ahora pediremos la identificación a todos los que crucen la jodida puerta. Y quiero decir a todos.
– Así que habla de desorientación -continuó Sachs-. Te felicita. ¿Qué más cosas dice?
– No sé -murmuró Rhyme-. Nada.
– ¿Nada? -preguntó ella con un hilo de voz.
– No-lo-sé -Lincoln Rhyme estaba furioso con Sachs, porque le estaba presionando, porque no le dejaba tomar un trago para aplacar el terror.
Y sobre todo estaba furioso consigo mismo, por decepcionarla.
Pero ella tenía que comprender lo difícil que le resultaba revivir los acontecimientos, las llamas, el humo que le había penetrado por la nariz y había puesto en peligro sus preciosos pulmones.
Un momento. Humo…
– Fuego -dijo Lincoln Rhyme.
– ¿Fuego?
– Creo que fue de lo que más habló. Estaba obsesionado. Mencionó un número. El…, sí, «El espejo ardiente». Todo el escenario en llamas, creo que dijo, y el ilusionista tiene que escapar; se convierte en el demonio o hay alguien que se convierte en el demonio.
Tanto Rhyme como Sachs miraron a Kara, que afirmaba con la cabeza.
– He oído hablar de él, pero es raro. Exige mucha preparación y es un tanto peligroso. En estos tiempos, los propietarios de las salas casi nunca dejan hacer este truco a los ilusionistas.
– Continuó hablando del fuego. Dijo que es algo que no se puede falsificar en escena, que el público ve las llamas y desea secretamente que el ilusionista arda en ellas. Espera. Recuerdo otra cosa. Él…
– Sigue Rhyme, estás inspirado.
– No me interrumpas -le espetó-. ¿Te he dicho ya que se comportaba como si se encontrase en un escenario? Parecía alucinado. Miraba a la pared vacía y hablaba como si se dirigiera a alguien. Algo así como «mi no sé qué público». No recuerdo cómo llamaba al público. Estaba loco.
– Un público imaginario.
– Exacto. Espera… Creo que era «respetado público». Se lo decía directamente: «Mi respetado público».
Sachs miró a Kara, que se encogió de hombros.
– Siempre hablamos al público. Se llama palabrería. Antes, los magos decían cosas como «mi respetado público» o «damas y caballeros». Pero ahora todo el mundo considera eso un tanto impostado y altisonante y se prefiere una cháchara menos formal.