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– Sigamos.

– No sé, Sachs. Creo que estoy seco. Todo lo demás se me confunde.

– Seguro que hay más. Es como una prueba diminuta en la escena del crimen. Está ahí y puede ser la clave del caso, pero para encontrarla hay que pensar de otra forma -se inclinó para acercarse más a Rhyme-. Supongamos que éste es tu dormitorio. Estás en la Flexicair. ¿Dónde estaba él?

El criminalista asintió.

– Ahí, a los pies de la cama, mirándome. Y a mi lado izquierdo, el más próximo a la puerta.

– ¿En qué postura?

– ¿En qué postura? No sé…

– Inténtalo.

– Supongo que mirando hacia mí. No paraba de mover las manos, como si estuviese hablando en público.

Sachs se levantó y adoptó la postura descrita.

– ¿Así?

– Más cerca.

Avanzó.

– Ahí.

Al verla así se acordó de algo.

– Otra cosa… Habló de las víctimas. Decía que matarlas no era nada personal.

– Nada personal.

– Las mataba…, sí, ahora me acuerdo, las mataba por lo que representaban.

Sachs asentía mientras garabateaba unas notas para completar la grabación.

– ¿Por lo que representaban? -musitó-. ¿Qué significa eso?

– No tengo ni idea. Una música, una abogada, un maquillador. Diferentes edades, sexos, profesiones, lugares de residencia, sin conexión aparente entre unos y otros. ¿Qué podían representar? Estilos de vida de clase alta o media, residentes urbanos, con estudios superiores. Quizá una de estas cosas sea la clave, el proceso racional que sigue para escogerlos. Quién sabe.

Sachs fruncía el ceño.

– Algo no encaja.

– ¿El qué?

Tardó un poco en decirlo:

– Algo de lo que estás recordando.

– Vale, no es una jodida descripción al pie de la letra. No tenía una taquimecanógrafa a mano.

– No, no me refiero a eso. -Reflexionó durante un rato y asintió con la cabeza-. Has caracterizado lo que dijo. Has estado usando tu lenguaje, no el suyo. «Residentes urbanos», «proceso racional». Quiero sus palabras.

– Pues no recuerdo sus palabras, Sachs. Dijo que no tenía nada personal contra las víctimas. Punto.

Ella movió la cabeza en un gesto de desaprobación.

– No, seguro que no lo dijo así.

– ¿Qué quieres decir?

– Los asesinos nunca piensan en las personas a las que matan como víctimas. Es imposible. Jamás las humanizan. Desde luego, no un asesino en serie, como es El Prestidigitador.

– Eso son las chorradas que enseñan en la academia, en clase de psicología, Sachs.

– No, es la realidad. Nosotros sabemos que son víctimas, pero los asesinos siempre creen que se lo merecían. Piénsalo. No dijo víctimas, ¿verdad?

– Bueno, ¿y qué más da?

– Da, porque dijo que representaban algo y tenemos que averiguar el qué. ¿Cómo se refirió a ellas?

– No me acuerdo.

– Bueno. No dijo víctimas, eso seguro. ¿Habló de alguna de ellas en particular? Svetlana, Tony. ¿Dijo algo de Cheryl Marston? ¿Le llamaba «la rubia»?, ¿«la abogada»? ¿«La de las tetas grandes»? Seguro que no la llamó «residente urbana».

Rhyme cerró los ojos e intentó retroceder en el tiempo. Por último, negó con la cabeza.

– No…

Y en ese momento le vino la palabra.

– Amazona.

– ¿Cómo?

– Tienes razón. La palabra no era «víctima». La llamó «amazona».

– Estupendo.

Rhyme sintió un acceso de orgullo injustificado.

– ¿Y qué me dices de los otros?

– Sólo habló de ella -de eso estaba seguro.

– Así que -intervino Sellitto-, piensa en las víctimas como personas que hacen algo, que puede ser su trabajo o no serlo.

– Exacto -confirmó Rhyme-. Interpretar música, maquillar a la gente, montar a caballo.

– Pero, ¿para qué nos sirve eso a nosotros? -preguntó Sellitto.

Y, como Rhyme le había dicho tantas veces cuando ella hacía esa misma pregunta en relación con las pruebas tomadas en una escena, Amelia respondió:

– Aún no lo sabemos, detective. Pero estamos un paso más cerca de averiguarlo. -La oficial consultó las notas que había tomado-. Vamos a ver. Hizo los trucos de las cuchillas de afeitar, mencionó «El espejo ardiente», habló a su respetado público, estaba obsesionado con el fuego, atrapó a un maquillador, a una intérprete de música y a una amazona para matarlos por lo que representaban, sea eso lo que sea. ¿Se te ocurre alguna otra cosa?

De nuevo cerró los ojos y se esforzó en concentrarse.

Pero seguía viendo las cuchillas, las llamas, oliendo el humo.

– Nada -dijo mirándola-. Creo que es todo.

– Muy bien, Rhyme, muy bien.

Y el criminalista identificó el tono de la voz.

Lo identificó porque era el mismo que solía usar él.

Significaba que ella no lo daba por terminado.

Sachs levantó la vista de las notas y dijo despacio:

– Siempre citas a Locard.

Rhyme asintió al escuchar el nombre del antiguo forense y criminalista francés, autor de un principio que más tarde recibiría su nombre. Según dicho principio, en toda escena de un crimen se produce siempre un intercambio de pruebas, por muy pequeño que sea, entre el asesino y la víctima o el lugar donde se cometió el delito.

– Bueno, pues yo creo que puede haber también un intercambio psicológico comparable al material.

Rhyme se echó a reír ante una idea tan disparatada. Locard era un científico y hubiera rechazado la idea de aplicar su principio a una cosa tan resbaladiza como la psique humana.

– ¿Adonde quieres ir a parar?

– ¿Tuviste todo el tiempo la boca tapada? -continuó ella.

– No, sólo al final.

– Por tanto, tú también comunicaste algo. Participaste en un intercambio.

– ¿Yo?

– ¿No? ¿No le dijiste nada?

– Desde luego, pero qué importa. Lo importante son sus palabras.

– Estoy pensando que quizá dijo algo en respuesta a lo que dijiste tú.

Rhyme observaba a Sachs con atención. Una mancha de hollín en forma de media luna en la mejilla, una gota de sudor sobre su enérgico labio superior. Estaba sentada con el cuerpo inclinado hacia adelante y, aunque hablaba con voz calmada, él percibía en su postura tensión y concentración. Ella no lo sabía, claro, pero parecía sentir exactamente las mismas emociones que sentía él cuando la conducía por una escena situada a varios kilómetros de distancia.

– Piénsalo, Rhyme -dijo-. Imagina que estás solo con un asesino. No necesariamente con El Prestidigitador, sino con cualquiera. ¿Qué le dirías?, ¿qué querrías saber?

Su reacción fue emitir un suspiro de cansancio al que supo dar cierto tono cínico. Pero lo cierto fue que la pregunta despertó algo en su mente.

– Ahora me acuerdo -dijo-. Le pregunté quién era.

– Buena pregunta. ¿Y qué te respondió?

– Dijo que era un mago… No, no un simple mago, sino algo más concreto. -Rhyme parpadeó mientras luchaba por volver a ese lugar tan inhóspito-. Me recordó al Mago de Oz…, «El malvado mago del Oeste», algo así. -Frunció el ceño y al fin dijo-: Sí, ya lo tengo. Dijo que era El Mago del Norte. Seguro.

– ¿Te dice eso algo? -preguntó Sachs a Kara.

– Nada.

– Dijo que era capaz de escapar de cualquier cosa, pero que no estaba seguro de poder huir de nosotros. Bueno, de mí. Temía que le atrapásemos, y por eso había venido aquí. Dijo que tenía que pararme los pies antes de mañana por la tarde, que era cuando pensaba volver a matar.

– Mago del Norte -dijo Sachs mirando las notas-. Ahora…

Rhyme suspiró.

– Creo que ya es suficiente, Sachs. El pozo está seco.

Sachs apagó la grabadora, se inclinó sobre él y le secó el sudor de la frente con un pañuelo de papel.

– Lo imaginaba. Iba a decir que ahora soy yo la que necesita un trago. ¿Qué te parece?