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– Allí aún es pronto -señaló Rhyme mirando el reloj-. Busca el micrófono, Thom.

– No. Después de todo lo que ha pasado esta noche, necesitas descansar.

– Sólo dos llamadas y luego a dormir. Prometido.

El ayudante se resistió.

– Por favor, gracias.

Thom asintió y desapareció. Poco después volvió con el micrófono, lo enchufó y lo colocó en la mesa que había junto a la cama.

– Dentro de diez minutos cortó la electricidad -anunció el ayudante, con un tono tan amenazador que Rhyme le creyó capaz de hacerlo.

– Suficiente.

Sellitto terminó el sandwich y marcó el número del primer ayudante de la lista de Cooper. Respondió la voz grabada de la esposa de Arthur Loesser anunciando que la familia no estaba en casa, pero que dejasen un mensaje. Sellitto lo dejó y marcó a continuación el número del otro ayudante.

John Keating respondió al primer timbrazo y Sellitto le explicó que estaban realizando una investigación y tenía que hacerle algunas preguntas. Tras una pausa, se escuchó una voz áspera y nerviosa en el diminuto altavoz:

– ¿Qué pasa? ¿Es la policía de Nueva York?

– Exacto.

– Bueno, supongo que debo ponerme a su disposición.

– ¿Solía trabajar usted para un hombre llamado Erick Weir? -le preguntó Sellitto.

Tras un momento de silencio, el hombre empezó a hablar de forma rápida y entrecortada.

– ¿Weir? Bueno, bueno. Pues sí. ¿Por qué? -La voz sonaba nerviosa y aguda, como si quien hablaba acabara de tomarse una docena de tazas de café.

– ¿Tiene alguna idea de dónde puede estar?

– Quisiera saber por qué me pregunta por él.

– Nos gustaría hablar con él como parte de una investigación criminal.

– ¡Dios mío! ¿Sobre qué? ¿De qué quieren hablarle?

– Sólo algunas cuestiones generales -dijo Sellitto-. ¿Ha estado en contacto con él últimamente?

Pausa. Aquél era el momento en que el hombre nervioso podía soltarlo todo o salir corriendo, y Rhyme lo sabía.

– ¿Señor? -insistió Sellitto.

– Tiene gracia. Me pregunta a mí, o sea, me pregunta a mí sobre él. -Las palabras iban cayendo como canicas sobre una pieza de metal-. Pues se lo diré. Llevaba años sin saber nada de Weir. Creí que estaba muerto. Hubo un incendio en Ohio, la última vez que trabajamos juntos. Sufrió quemaduras realmente graves. Desapareció y todos pensamos que había muerto. Pero hace seis o siete semanas me llamó.

– ¿Desde dónde? -preguntó Rhyme.

– No lo sé. No me lo dijo. No se lo pregunté. A nadie se le ocurre preguntar desde dónde llama alguien. No es lo primero que te viene a la cabeza. Uno no piensa en eso. ¿Usted lo ha preguntado en alguna ocasión?

– ¿Qué quería? -siguió Rhyme.

– Vale, vale. Quería saber si seguía en contacto con alguien del circo que se había incendiado. El circo Hasbro. Pero estaba en Ohio y todo ocurrió hace tres años. Y el circo Hasbro ni siquiera continúa funcionando. Después del incendio, el propietario cerró y montó un espectáculo diferente. ¿Por qué iba a seguir en contacto con nadie de allí? Yo vivo en Reno. Le dije que no sabía nada de nadie. Y ahí se descompuso, ya me entiende.

Rhyme volvió a fruncir el ceño.

Entonces probó Sachs:

– ¿Enfadado?

– ¡Y cómo! Ya le digo.

– Continúe -dijo Rhyme, esforzándose por controlar su impaciencia-. Cuéntenos qué más dijo.

– Eso fue todo. Lo que acabo de decirle. Quiero decir, hubo algunas cosas de poca monta. Pero logró clavar las uñas, como en los viejos tiempos. ¿Sabe lo que hizo cuando llamó?

– ¿Qué hizo? -le animó Rhyme.

– Todo lo que dijo fue «Soy Erick». Nada de «Hola». Nada de «Hola John, ¿qué tal te va? ¿Te acuerdas de mí?». Nada de eso. «Soy Erick.» Todos estos años desde que me separé de él, trabajando como camarero para salir adelante…, y parecía que nunca nos hubiéramos alejado. Estoy seguro de que no hice nada mal. Pero él me hablaba como si tuviese la culpa de algo. Es como cuando tomo el pedido de un cliente y luego se lo llevo y me dice que no es lo que había pedido. Lo que pasa es que cambió de idea, pero protestando hace que parezca que tú te has equivocado. Que la culpa es tuya y que tú eres el que tiene problemas.

– ¿Puede decirnos alguna cosa sobre él en general? -continuó Sachs-. Otros amigos, sitios a los que le gustaba ir, aficiones.

– Claro -dijo la voz, cortante-. Todo lo que acaba de decir: ilusionismo.

– ¿Cómo? -preguntó Rhyme.

– Que eso eran sus amigos, los sitios a los que le gustaba ir, las aficiones. ¿Capta lo que le quiero decir? Que no había ninguna otra cosa. Estaba totalmente entregado a su oficio.

Sachs volvió a intentarlo.

– Vale. ¿Y qué nos puede decir de su actitud hacia la gente? ¿De su forma de ser? ¿Qué pensaba de las cosas?

Pausa larga.

– Cincuenta minutos, dos veces a la semana durante tres años llevo tratando de averiguar cómo era y no he sido capaz. Durante tres años. Y todavía me parece. Y… -Keating estalló en una carcajada áspera e inquietante-. ¿Se ha dado cuenta? He dicho «me parece daño», pero lo que quería haber dicho es que se me aparece en sueños. Y se me sigue apareciendo. ¿Qué diría Freud de eso? Bueno, ya tengo algo de qué hablar el próximo lunes a las nueve de la mañana, ¿verdad? Todavía me aterroriza, y sigo sin tener la menor idea de por qué es así.

Rhyme se daba cuenta de que todos los miembros del equipo estaban cada vez más fastidiados con la cháchara de Keating, así que le dijo:

– Hemos sabido que su esposa murió en el incendio. ¿Sabe algo de su familia?

– ¿Marie? No, se habían casado sólo una o dos semanas antes del incendio. Estaban realmente enamorados. Pensábamos que ella le calmaría. Que haría que soñásemos menos con él. Confiábamos en eso. Pero no llegamos a conocerla.

– ¿Puede darnos nombres de personas que pudieran saber algo sobre él?

– Art Loesser era su primer ayudante, y yo el segundo. Eramos sus chicos. Nos llamaba «los chicos de Erick». Todo el mundo nos llamaba así.

– Hemos llamado a Loesser. ¿Alguien más?

– Sólo se me ocurre el director del circo Hasbro en aquella época, Edward Kadesky. Ahora es productor en Chicago, creo.

Sellitto le pidió que deletrease el nombre, y luego le preguntó:

– ¿Volvió a llamarle Weir?

– No. Pero no le hacía falta. Le bastaron cinco minutos para clavar las uñas. Hacer daño y volver a los sueños.

Soy Erick…

– Bueno, tengo que colgar. Debo planchar el uniforme. Trabajo en el turno de mañana del domingo, que es muy ajetreado.

En cuanto colgó, Sachs fue hasta el micrófono para apretar el botón de desconexión.

– ¡Madre mía! -murmuró.

– Necesita más medicación -observó Sellitto.

– Bueno, al menos tenemos una pista -dijo Rhyme-. Localiza a ese Kadesky.

Mel Cooper desapareció durante unos minutos, y cuando volvió traía un listado impreso de una base de datos de compañías de teatro. Kadesky Productions tenía la oficina en South Wells Street, en Chicago. Sellitto llamó y respondió un contestador, cosa nada extraña en un sábado por la noche. Dejó un recado.

– Bueno -dijo Sellitto-, Weir le ha arruinado la vida a su ayudante. Es emocionalmente inestable. Ha causado lesiones a miembros de su público y ahora es un asesino en serie. Pero, ¿qué le hace actuar?

En ese momento Sachs levantó la vista.

– Vamos a llamar a Terry.

Terry Dobyns era psicólogo en el Departamento de Policía de Nueva York. El cuerpo contaba con varios especialistas, pero Dobyns era el único que sabía hacer perfiles de comportamiento, cosa que había aprendido y perfeccionado en el FBI, en Quantico, Virginia. La prensa y la literatura popular han divulgado la técnica de elaboración de perfiles psicológicos, que puede ser muy útil pero, en opinión de Rhyme, sólo ante un tipo de delitos limitado. Por lo general, el funcionamiento de la mente de un asesino no tiene nada de misterioso, pero en las ocasiones en que sus motivaciones constituyen un enigma y resulta difícil anticipar el siguiente objetivo, la elaboración de un perfil puede ser útil. Ayuda a los investigadores a encontrar informadores o individuos que hayan conocido al sospechoso, a anticiparse a sus movimientos, a colocar señuelos en los lugares apropiados, a delimitar el terreno y a buscar delitos similares cometidos en el pasado.