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Sellitto pasó las hojas de una guía de teléfonos del NYPD y llamó a Dobyns a su casa.

– Terry.

– Lon. Se oye el eco de un micrófono, así que supongo que también está Lincoln por ahí.

– Exacto -confirmó Rhyme. Sentía afecto por Dobyns, la primera persona a la que vio al despertar después de su accidente. Rhyme recordó que le gustaba el fútbol, la ópera y los misterios de la mente humana más o menos en el mismo grado: apasionadamente.

– Siento llamar tan tarde -se disculpó Sellitto en un tono que no dejaba traslucir ni rastro de arrepentimiento-, pero necesitamos ayuda con un asesino en serie. Tenemos un nombre, pero no mucho más.

– ¿Es el que ha salido en las noticias? ¿El que ha matado a una estudiante de música esta mañana? ¿Y también a un oficial de la policía?

– Ese mismo. También ha asesinado a un maquillador e intentado matar a una amazona. Por lo que representaban, dijo. Dos mujeres heterosexuales y un varón homosexual. Ninguna actividad sexual. Estamos perdidos. Y le ha dicho a Lincoln que mañana por la tarde volverá a actuar.

– ¿Le ha dicho a Lincoln? ¿Por teléfono? ¿Por carta?

– En persona -aclaró Rhyme.

– Mmm. Debe de haber sido una conversación interesante.

– No puedes ni imaginarlo.

Sellitto y Rhyme le pusieron al corriente de los crímenes de Weir y de lo que sabían de él.

Dobyns hizo algunas preguntas, se quedó un momento en silencio y, por último, dijo:

– Veo que en él actúan dos fuerzas que se potencian mutuamente y que conducen al mismo resultado. ¿Sigue actuando?

– No -respondió Kara-. No ha vuelto a actuar desde el incendio. Al menos por lo que sabemos.

– Actuar en público -dijo Dobyns- es una experiencia tan intensa, tan atractiva que, cuando se priva de ella a alguien que la ha vivido con éxito, siente una pérdida profunda. Los actores y los músicos, y supongo que también los magos, tienden a definirse en términos de su carrera artística. Por tanto, en esencia, el incendio destruyó a quien hasta entonces había sido Weir.

El hombre evanescente, pensó Rhyme.

– Esto a su vez significa que ahora no está motivado por la ambición del éxito o por el deseo de agradar al público o por la entrega a su oficio, sino por la ira. Y la segunda fuerza contribuye a empeorar las cosas; en efecto, el fuego le deformó y le dañó los pulmones. Como personaje habituado a moverse en público, es particularmente consciente de sus deformidades, que acrecientan su ira exponencialmente. Podríamos hablar del síndrome del Fantasma de la Ópera. Se ve a sí mismo como un monstruo.

– Así que ahora quiere vengarse.

– Sí, pero no necesariamente en un sentido literal. El fuego lo mató, mató a quien fue, y matando a alguien se siente mejor, reduce la ansiedad acumulada por la ira en su interior.

– ¿Por qué ha elegido a estas víctimas?

– Imposible saberlo. Ha sido más por lo que representaban, te dijo. ¿Puedes repetirme a qué se dedicaban?

– Una estudiante de música, un maquillador y una abogada, aunque hablaba de ella como amazona.

– Hay algo en ellos que conecta con su ira, pero no sé el qué, al menos no todavía, no sin más datos. La respuesta de manual es que cada una de las víctimas dedicó su vida a lo que Weir consideraría momentos decisivos. Tiempos importantes en los que la vida cambia. Quizá su esposa era música o la conoció en un concierto. El maquillador podría tener alguna relación con su madre; a lo mejor, de pequeño sólo era feliz con ella mientras la miraba maquillarse en el cuarto de baño. En cuanto a los caballos, ¿quién sabe? Puede que su padre le haya llevado alguna vez a montar y haya disfrutado. El fuego le arrebató esos momentos de dicha y ahora se revuelve contra la gente que se los recuerda. O al revés: establece asociaciones negativas con lo que las víctimas representan. Has dicho que su esposa murió durante un ensayo; quizá sonaba la música en aquel momento.

– ¿Y se ha tomado tantas molestias en mantener vigiladas a estas personas, y en hacer planes tan elaborados para localizarlos y matarlos? -preguntó Rhyme-. Debe haberle llevado meses.

– La mente tiene que rascarse cuando le pica -dijo Dobyns.

– Otra cosa, Terry. También daba la impresión de dirigirse a un público imaginario. Espera un momento… sí, creo que decía «respetado público». No, no, acabo de acordarme, era «venerado». Hablaba como si realmente hubiese público. «Y ahora, Venerado Público, vamos a hacer esto o aquello.»

– ¿Venerado? -preguntó el psicólogo-. Esto es importante. Después de que le haya sido arrebatada su carrera artística y el objeto de su amor, decidió dedicar su veneración, su amor, al público, a una masa despersonalizada. Las personas que prefieren los grupos a las multitudes pueden maltratar a los individuos e incluso suponer un peligro para ellos. No sólo para los desconocidos, sino también para sus compañeros, esposas, hijos y familiares.

John Keating, reflexionó Rhyme, en verdad parecía un niño maltratado por su padre.

– Y en el caso de Weir -continuó Dobyns- esta estructura mental es aún más peligrosa porque no habla a un público real, sino imaginario. Esto me sugiere que las personas reales carecen de valor para él. No le importa en absoluto matarlas, ni siquiera en gran número. Va a resultar duro.

– Gracias, Terry.

– Si lo atrapas, dímelo. Me gustaría pasar un rato con él.

Después de colgar, Sellitto empezó a decir:

– Quizá podríamos…

– Ir a la cama -continuó Thom.

– ¿Qué? -preguntó el detective.

– Y no digo «podríamos». Digo «vamos». Vas a ir a la cama, Lincoln, y todos los demás se van a marchar. Estás pálido y cansado. No quiero ver episodios cardiovasculares ni neurológicos. Recuerda que hace ya varias horas que quería que te hubieses ido a la cama.

– Vale, vale -concedió Rhyme. De hecho, estaba cansado. Y, aunque no quería admitirlo, el incendio le había aterrorizado.

Los miembros del equipo se dirigieron a sus casas. Kara fue a ponerse su chaqueta y, mientras lo hacía, Rhyme observó que estaba visiblemente alterada.

– ¿Estás bien? -le preguntó Sachs.

Se encogió de hombros, quitándole importancia.

– Tengo que explicarle al señor Balzac por qué he tenido que preguntarle por Weir. Está realmente cabreado. Voy a tener que cumplir penitencia.

– Le escribiremos una nota disculpándote por no haber ido a clase -bromeó Sachs.

La joven sonrió con desgana.

– Nada de notas -terció Rhyme-. De no haber sido por ti no hubiésemos podido averiguar la identidad del asesino. Dile que me llame y le pondré al día.

Kara le dio las gracias débilmente.

– ¿No irás a pasarte ahora por la tienda, verdad? -preguntó Sachs.

– Sólo un rato. El señor Balzac es incapaz de atender los aspectos prácticos y todavía tengo que apuntar los recibos y enseñarle mi número de mañana.

A Rhyme no le extrañaba que la chica fuese a hacer lo que le pidiese el señor Balzac, como lo había llamado en esa ocasión. Otras veces lo llamaba David, pero ahora no. Esto le recordó algo que había escuchado antes: pese a que El Prestidigitador había destruido casi por completo la vida de John Keating, éste se había referido al asesino con el mismo respeto. Así es el poder que ejerce el maestro sobre el discípulo.