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– Vete a casa -insistió la oficial-. ¡Recuerda que hoy te han apuñalado y te has muerto!

Otra débil sonrisa acompañada de un encogimiento de hombros.

– No estaré mucho tiempo en la tienda. -Se detuvo en el umbral de la puerta-. Ya saben que actúo por la tarde, pero volveré mañana por la mañana, si quieren.

– Te lo agradecemos -dijo Rhyme-. Aunque trataremos de pillar a Weir antes de la hora de comer para que no tengas que pasar aquí mucho tiempo.

Thom la acompañó por el pasillo hasta la puerta de la calle.

Sachs cruzó la puerta y respiró el aire saturado de humo. Lo expulsó con disgusto y desapareció por las escaleras que conducían al piso de arriba.

– Voy a ducharme -anunció.

Diez minutos más tarde Rhyme la oyó bajar, aunque no se reunió con él en el dormitorio inmediatamente. Escuchó ruidos sordos, crujidos y conversaciones apagadas con Thom procedentes desde distintos puntos de la casa. Por fin volvió al dormitorio de invitados. Llevaba su pijama preferido, una camiseta de algodón negra y un pantalón ancho de seda, más dos accesorios que no solían formar parte de su ropa de dormir: su pistola Glock y el largo tubo negro de la linterna de emergencia.

Colocó las dos cosas en la mesilla.

– Ese tipo entra en los sitios con demasiada facilidad -dijo mientras se metía en la cama a su lado-. He examinado hasta el último rincón de la casa, he apoyado sillas contra todas las puertas y le he dicho a Thom que grite si oye algo, pero que se quede quieto. Tengo ganas de disparar a alguien, pero preferiría que no fuese a él.

Segunda parte . El método

Domingo, 21 de Abril

«Un efecto mágico es como una seducción. Uno y otra se elaboran con detalles cuidadosamente implantados en la mente de su destinatario.»

Sol Stein.

Capítulo 29

La mañana del domingo fue frustrante, porque la búsqueda de Erick Weir se estancó.

El equipo descubrió que después del incendio de Ohio el ilusionista había permanecido varias semanas en la unidad de quemados de un hospital local, y se había marchado por su cuenta, sin haber recibido el alta oficial. Se sabía también que poco después vendió la casa que tenía en el centro de Las Vegas, pero en ningún registro público había constancia de que hubiese comprado otra. Sin embargo, Rhyme pensó que en una ciudad en la que circulaba tanto dinero en efectivo sería fácil comprar algo pequeño en el desierto y pagarlo con un buen fajo de billetes. Nada de preguntas, nada de documentos públicos.

También consiguieron dar con la madre de su difunta esposa, pero la señora Cosgrove no tenía ni idea del paradero de Weir. Éste jamás habló con sus suegros después del desastre para darles el pésame por la muerte de su hija. Pero eso no le había sorprendido, añadió. Weir era un hombre egoísta y cruel, explicó, que se había obsesionado con su joven hija y que prácticamente la hipnotizó para obligarla a casarse con él. Ninguno de los parientes de Cosgrove había tenido contacto con Weir.

Cooper reunió más información después de buscar datos sobre él en los ordenadores, aunque no encontró muchos. Ningún informe del VICAP ni del NCIC. No había más detalles sobre el sujeto, y los oficiales encargados de rastrear la pista de sus familiares sólo descubrieron que sus padres habían muerto, que era hijo único y que no pudieron localizar a ningún otro allegado.

Avanzada la mañana, Art Loesser, el otro ayudante de Weir, les devolvió la llamada desde Las Vegas. No le extrañó enterarse de que andaban a la busca de su antiguo jefe en relación con un crimen, y les repitió lo que ya sabían: que Weir era uno de los mejores ilusionistas del mundo, pero que se había tomado su profesión demasiado en serio, y que era conocido por sus arriesgados números y su mal genio. Loesser aún tenía pesadillas en las que soñaba que era su aprendiz.

He dicho me parece daño, pero quería haber dicho que se me aparece en sueños. Y se me sigue apareciendo.

– Todos los jóvenes aprendices están influidos por sus mentores -dijo Loesser por el altavoz-. Pero mi terapeuta dice que en el caso de Weir estábamos hipnotizados por él.

Así que los dos hacían terapia.

– Dice que con Weir se había establecido una relación parecida al síndrome de Estocolmo. ¿Sabe lo que es eso?

Rhyme dijo que estaba familiarizado con esa situación en la que los secuestrados establecen vínculos estrechos con sus secuestradores, por quienes llegan incluso a sentir afecto y amor.

– ¿Dónde le vio por última vez? -preguntó Sachs. Como ya había pasado el ejercicio de evaluación, aquel día no llevaba uniforme, sino unos téjanos y una camisa de punto de color verde bosque.

– En el hospital, en la unidad de quemados. Fue hace unos tres años. Al principio iba a visitarlo con regularidad, pero sólo hablaba de vengarse de quien le hubiese perjudicado alguna vez o no aprobase su tipo de magia. Luego desapareció y desde entonces no he vuelto a verle.

Pero, acto seguido, el antiguo ayudante añadió que hacía alrededor de un par de meses que Weir le había llamado inesperadamente. Más o menos en la misma época, pensó Rhyme, en que había llamado a su compañero. Respondió al teléfono la esposa de Loesser.

– No dejó ningún número y dijo que volvería a llamar, pero no lo hizo. Gracias a Dios. No sé si hubiera podido soportarlo.

– ¿Sabe dónde estaba cuando llamó?

– No. Se lo pregunté a Kathy, porque temía que hubiese vuelto a la ciudad, pero me dijo que él no se lo había dicho y que la llamada procedía de fuera de la zona y carecía de identificación del número de origen.

– ¿No le dijo a su esposa por qué llamaba ni le dio ninguna pista sobre el lugar en que se encontraba?

– Me dijo que parecía extraño, agitado. Hablaba en susurros y era difícil entenderle. Recuerdo que eso le pasó a partir del incendio. Sufrió lesiones pulmonares, y eso le hacía aún más temible.

Dímelo a mí, pensó Rhyme.

– Preguntó si sabíamos algo de Edward Kadesky, el productor del espectáculo de Hasbro en el momento del incendio. Eso fue todo.

Loesser no pudo dar ninguna otra información útil y dieron por terminada la conversación.

Thom dejó pasar al laboratorio a dos policías. Sachs las saludó con la cabeza y se las presentó a Rhyme: Diane Franciscovich y Nancy Ausonio.

Recordó que eran las que habían acudido al primer asesinato y que habían recibido el encargo de seguir la pista de las esposas antiguas.

– Hablamos con todos los comerciantes que nos recomendó el director del museo -dijo Franciscovich. A pesar de que llevaban unos uniformes impecables, tanto la morena alta como la rubia más baja parecían agotadas. Daba la impresión de que se habían tomado la misión en serio y que probablemente no habían dormido nada esa noche.

– Las esposas son unas Darby, como usted pensaba -dijo Ausonio-. Son bastante raras, y caras. Pero hemos elaborado una lista de doce personas que…

– ¡Dios mío, mira eso! -dijo Franciscovich mientras señalaba a la pizarra en la que Thom había escrito:

Identidad del agresor: Erick A. Weir.

Ausonio hojeó los papeles que llevaba en la mano.

– Erick Weir pidió unas esposas por correo a Ridgeway Antique Weapons, de Seattle, el mes pasado.

– ¿Dirección? -preguntó Rhyme ansioso.

– Un apartado postal de Denver. Lo hemos comprobado, pero ha vencido el tiempo de alquiler y en los documentos no figura ninguna dirección permanente.