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Sachs fue la primera oficial de policía en llegar. El sonido cada vez más cercano de sirenas le hizo pensar que no tardarían en presentarse otros equipos de emergencias de rescate, pero no esperó a que llegara nadie; se puso a buscar sin perder un segundo. Miró alrededor, intentando imaginar cuál sería el mejor lugar para colocar una bomba. Para que el número de víctimas fuera el mayor posible, supuso que la habría colocado debajo de alguna tribuna descubierta, al lado de una entrada.

El dispositivo (o dispositivos) sería voluminoso. A diferencia de los explosivos de dinamita o plástico, las bombas de gasolina tienen que ser grandes para que causen un daño significativo. Podía estar escondida en un contenedor para el transporte de mercancías o en una caja de cartón grande. Tal vez en un bidón de aceite. Vio un contenedor de plástico para basura -grande, con una capacidad de unos doscientos litros-, calculó que estaba justo a un lado de la salida principal. Por él pasaban, lentamente, docenas de personas que salían al exterior. En el interior de la carpa había veinte o veinticinco contenedores verde oscuro como aquél, y eran el lugar perfecto para esconder bombas.

Sachs se dirigió corriendo hasta el más próximo. No podía ver lo que había en el interior, ya que la tapadera tenía forma de cono, con una portilla de vaivén. Pero Sachs sabía que dicha puerta no se habría utilizado como detonador (el estaño les había servido para deducir que estaba empleando un temporizador). Se sacó una pequeña linterna del bolsillo trasero y enfocó con ella el interior del bidón, sucio y maloliente. Los papeles, envoltorios de alimentos y los vasos vacíos lo llenaban ya hasta más de la mitad de su capacidad; no se veía el fondo. Sachs lo sacudió un poco: pesaba tan poco que no podría contener ni siquiera cuatro litros de gasolina.

Otra mirada por la carpa. Aún había cientos de personas dentro, caminando lentamente hacia las puertas.

Y docenas de contenedores que comprobar. Se dirigió hacia el siguiente.

De repente se paró y entrecerró los ojos. Debajo de la tribuna principal y muy cerca de la salida sur de la carpa había un objeto de medio metro cuadrado, aproximadamente, cubierto por una lona negra. Sachs se acordó de inmediato del truco de Weir en el que había usado un trapo para esconderse. Hubiera lo que hubiese debajo de la lona, era prácticamente invisible y lo suficientemente grande como para que cupieran allí cientos de litros de combustible.

Y a pocos metros de allí las personas se contaban por docenas.

Fuera del circo, el sonido de las sirenas fue aumentando, y después, apagándose conforme los vehículos de emergencia iban aparcando cerca de la carpa. Empezaron a entrar bomberos y agentes de policía. Sachs enseñó su placa al que estaba más cerca.

– ¿Ha llegado ya la Brigada de Explosivos?

– Tardarán cinco o seis minutos aún.

Sachs asintió y le indicó que registraran con esmero los contenedores de basura. Ella se dirigió a la caja tapada con la lona.

Y, entonces, sucedió.

No la explosión de la bomba, sino el pánico, que pareció estallar tan rápido como la detonación.

Sachs no estaba segura de qué lo había provocado; seguramente la presencia en el exterior de vehículos de emergencia y de bomberos, que se abrían paso hacia el interior, hizo que algunos clientes se alarmaran. Sachs oyó una serie de estallidos en la puerta principal. Reconoció en ellos el mismo sonido que había escuchado el día anterior: la enorme bandera con el Arlequín ondeando al viento. Pero las personas que salían por aquella puerta debieron de creer que eran disparos, y se volvieron, presas del pánico, intentando buscar otras salidas. De repente, la carpa se vio invadida por una atronadora voz colectiva, como un suspiro hacia adentro provocado por el miedo. Un gran susurro, un rugido.

Acto seguido, la ola rompió.

Chillando y dando alaridos, la gente se dirigió en estampida hacia las puertas. Sachs recibió un empujón por la espalda y se dio en el pómulo contra el hombro de un señor que estaba delante de ella; el golpe la dejó atontada. El griterío aumentó; se escuchaban alaridos y chillidos sobre fuego, sobre bombas y sobre terroristas.

– ¡No empujen! -gritó Sachs.

Pero nadie la oyó. De todas maneras, sería imposible detener aquella marea de gente. Un millar de individuos se habían convertido en una única entidad. Algunas personas intentaron valerse por sí mismas y no integrarse en la marabunta, pero la fuerza que les empujaba desde atrás se lo impedía y acababan formando parte de la bestia, que se dirigía dando bandazos hacia la luz de la puerta.

Sachs sacó de un tirón el brazo, que se le había quedado atrapado entre dos adolescentes de caras rubicundas y desencajadas por el miedo. Le dieron otro empellón en la cabeza y vio un trozo de piel rasgada sobre el suelo de la carpa. Sachs dio un grito ahogado, al creer que estaban pisoteando a un crío, pero no, se trataba de un globo. Un biberón, un trozo de tela verde, palomitas, una máscara de Arlequín, un Discman…, todo destrozado bajo el enorme peso de los pies. Si alguien se caía, moriría en unos segundos. Ella misma sentía que perdía el equilibrio y que no tenia control sobre sí, parecía que podía caerse al suelo en cualquier momento, sin poder evitarlo.

Entonces sintió que la levantaban literalmente del suelo, quedaba encajonada entre dos cuerpos sudorosos, el de un hombre corpulento con una camisa de Izod, que llevaba en brazos a un niño llorando, y el de una mujer que parecía ir desmayada. Los gritos, tanto de niños como de adultos, aumentaron y alimentaron el pánico. El calor la envolvió, en unos pocos instantes era casi imposible respirar. La presión que sentía en el pecho amenazaba con aplastarle el corazón. La claustrofobia, el mayor miedo de Sachs, la estrechaba entre sus brazos y se sintió tragada por una insoportable sensación de reclusión.

Si te mueves no pueden cogerte…

Pero ella no se movía en absoluto. Estaba atrapada en una masa asfixiante de cuerpos fuertes y húmedos, que ya habían dejado de ser humanos para convertirse en una colección de músculos, sudor, puños, saliva y pies que se empujaban entre sí.

¡Por favor, no! ¡Por favor, dejadme salir! ¡Dejadme que saque una mano! ¡Dejadme tomar una bocanada de aire!

Le pareció ver sangre. Le pareció que veía trozos de carne.

Tal vez fueran suyos.

Por terror, tanto como por dolor y asfixia, Amelia Sachs sintió que perdía el conocimiento.

¡No! ¡No te caigas debajo de todos estos pies! ¡No te caigas!

¡Por favor!

No podía respirar. No le entraba en los pulmones ni un milímetro cúbico de aire. Entonces vio una rodilla a muy poca distancia de sus ojos. Se clavó en su pecho y permaneció allí, como si estuviera anclada. Olía a vaqueros sucios; vio una bota raspada delante de sus ojos, a pocos centímetros.

¡Por favor, que no me caiga!

Entonces, se dio cuenta de que tal vez ya se hubiera caído.

Capítulo 31

Vestido con un uniforme de botones casi idéntico al del personal del Hotel Lanham Arms, en el Upper East Side de Manhattan, Malerick avanzaba por el pasillo del piso decimoquinto del hotel. Llevaba una pesada bandeja del servicio de habitaciones, en la que se veía una tapadera plateada y un florero con un enorme tulipán rojo.

Todo en él estaba en armonía con el entorno, de forma que no despertaba la menor sospecha. El propio Malerick parecía el prototipo de botones amable y respetuoso: mirada huidiza, media sonrisa, caminar discreto, bandeja impoluta.

Sólo una cosa le diferenciaba del resto de los botones del hoteclass="underline" bajo la tapadera metálica no llevaba un plato de huevos Benedictine o un sándwich de dos pisos, sino una Beretta automática, cargada y provista de un silenciador del tamaño de una salchicha, además de una bolsa de cuero con ganzúas y otras herramientas.