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– ¿Están disfrutando de su estancia aquí? -le preguntó a una pareja.

Sí, sí estaban disfrutando, y le deseaban una feliz tarde.

Siguió saludando y sonriendo a los huéspedes que volvían a sus habitaciones tras el brunch del domingo o a los que se dirigían a hacer una visita turística en una tarde primaveral tan hermosa como aquélla.

Pasó por una ventana, en la que vio un trozo de césped: Central Park. Se preguntaba qué tipo de emoción se estaría viviendo allí en ese momento, dentro de la carpa blanca del Cirque Fantastique, el lugar hacia el que había estado orientando a la policía durante los últimos días con las pistas que había ido dejando en los lugares donde había cometido los otros crímenes.

Aunque él diría, más bien, desorientando.

La desorientación y las artimañas eran las claves para el éxito del ilusionismo, y en eso no había quien superara a Malerick, el hombre de las mil caras, el hombre que aparecía como caído del cielo y desaparecía como el humo.

El hombre que se escamoteó a sí mismo.

La policía estaría desesperada, por supuesto, buscando la bomba de gasolina que pensaban que iba a estallar en cualquier momento. Pero no había ninguna bomba; las dos mil personas que había en el Cirque Fantastique no corrían ningún peligro (a no ser el de quedar atrapados si cundía el pánico).

Al final del pasillo, Malerick volvió la cabeza y observó que estaba solo. Con toda rapidez, colocó la bandeja en el suelo, cerca de una puerta, y levantó la tapadera. Cogió la pistola negra y se la metió en un bolsillo con cremallera que había en su uniforme de botones. Abrió la bolsa de cuero, extrajo un destornillador y se metió la bolsa también en el bolsillo.

Con movimientos rápidos, desatornilló el seguro metálico que permitía que la ventana sólo pudiera abrirse unos pocos centímetros (en verdad, parecía como si el ser humano aprovechara cualquier oportunidad para suicidarse, reflexionó) y abrió la ventana por completo. Volvió a colocar con esmero el destornillador en el lugar que le correspondía de la bolsa de cuero, y cerró la cremallera. Valiéndose de sus fuertes brazos, se encaramó con gran habilidad al alféizar y, con suma cautela, puso los pies sobre la cornisa, a cuarenta y cinco metros de altura.

La cornisa medía cincuenta centímetros de ancho -Malerick la había medido en la ventana de la habitación que había ocupado hacía pocos días en ese mismo hotel-, y, aunque no había hecho muchos ejercicios acrobáticos en su vida, tenía el equilibrio excepcional que tienen todos los ilusionistas. Avanzaba por el saliente de caliza como si paseara por un camino. Tras caminar apenas cinco metros, llegó a la esquina del hotel y se detuvo, con la mirada puesta en el edificio de al lado.

Era un bloque de apartamentos en la calle Setenta y cinco este, que no tenía cornisa, pero sí una salida de incendios a menos de dos metros de donde él se hallaba en ese momento, dominando un respiradero por donde se oía el incesante traqueteo de los acondicionadores de aire. Malerick cogió carrerilla a una distancia no muy larga y saltó sobre el espacio que separaba ambos edificios, alcanzando sin dificultad la salida de incendios y saltando la barandilla.

Subió dos tramos de escalera y se detuvo ante una ventana del piso diecisiete. Miró al interior. El pasillo estaba vacío. Dejó el arma y la bolsa sobre el alféizar y luego se quitó de un tirón el falso uniforme de botones, bajo el cual llevaba un sencillo traje gris, una camisa blanca y una corbata. Se metió la pistola en el cinturón y volvió a emplear las herramientas para abrir el pestillo de la ventana. Un salto y ya estaba dentro.

Se quedó de pie sin moverse, conteniendo la respiración. Acto seguido, avanzó por el pasillo hacia el apartamento que estaba buscando. Se paró ante la puerta, se arrodilló y abrió de nuevo la bolsa de herramientas. Introdujo en el ojo de la cerradura una barra de tensión y, sobre la misma, la ganzúa. En tres segundos había abierto el tope. En cinco, la cerradura. Empujó la puerta sólo lo necesario para poder ver los goznes, que engrasó con un pequeño pulverizador, parecido a los esprays bucales, para que no hicieran ruido. Instantes después ya estaba en el interior del largo y oscuro pasillo del apartamento. Malerick cerró la puerta con cuidado.

Intentó averiguar dónde se hallaba exactamente y miró alrededor de la entrada.

Colgadas de la pared había algunas de esas reproducciones en serie de paisajes surrealistas de Salvador Dalí, así como retratos de familia y, destacando entre todo ello, una torpe acuarela de Nueva York realizada por una mano infantil (la firma del artista era Chrissy). Cerca de la puerta había una mesa barata, en la que, para equilibrar una de las patas, más corta que las otras, habían utilizado un trozo de papel oficial. En una esquina del pasillo había un único esquí, tristemente apoyado en la pared y con la fijación rota. El papel de la pared era antiguo y tenía manchas.

Malerick se encaminó hacia el sonido de la televisión procedente del cuarto de estar, pero se desvió momentáneamente para entrar en una pequeña habitación oscura dominada por un piano de media cola Kawai. Sobre él, abierto, había un libro de música con instrucciones anotadas en el margen. También en él estaba escrito, en la portada, el nombre Chrissy. Los conocimientos que tenía Malerick de música eran muy rudimentarios, pero al hojear el libro advirtió que las piezas parecían muy difíciles.

Decidió que la muchacha podía ser una mala artista, pero tenía mucho talento, sí señor, esta Christine Grady, hija del fiscal adjunto del distrito de Nueva York, Charles Grady.

El hombre a quien pertenecía aquel apartamento. El hombre por cuyo asesinato recibiría Malerick cien mil dólares.

* * *

Amelia Sachs se sentó sobre el césped que rodeaba el Cirque Fantastique, con el rostro crispado por el dolor que sentía en el riñón derecho. Había salvado a decenas de personas de quedar aplastadas, y se había parado un rato para recuperar el aliento.

Mirándola desde la enorme bandera blanca y negra que ondeaba ruidosamente sobre su cabeza estaba Arlequín, extraño e inquietante ayer, pero en ese momento, tras el pánico que había provocado, repulsivo y grotesco.

Se había librado de morir pisoteada; la rodilla y la bota que se le habían clavado pertenecían a un hombre que había trepado por los hombros y las cabezas de la multitud para apartarlos de su camino hacia la puerta.

Todavía sentía un dolor punzante en la espalda, las costillas y la cara. Llevaba ahí sentada casi quince minutos, desfallecida y asqueada, en parte por la aglomeración y en parte por la terrorífica claustrofobia. En general, no tenía problemas con los lugares pequeños, incluso los ascensores, pero sentirse totalmente atrapada e incapaz de moverse la ponía enferma físicamente y la llenaba de pánico.

A su alrededor había heridos recibiendo atención. No había pasado nada grave, según le dijo el jefe de los servicios médicos; la mayor parte eran esguinces y cortes, además de unos cuantos huesos dislocados y un brazo roto.

Tanto Sachs como las personas que tenía a su alrededor habían salido despedidas por la salida sur de la carpa. Una vez fuera, la oficial se había puesto de rodillas sobre el césped y se había alejado de la multitud gateando. Ya liberados del espacio cerrado con una amenaza de bomba o con un terrorista armado, los espectadores se volvieron mejores samaritanos y ayudaron a los que estaban aturdidos o heridos.

Sachs le hizo señas a un oficial de la Brigada de Explosivos para que se acercara a ella y, mirándole de arriba abajo desde el césped, le enseñó la placa y le informó sobre el objeto cubierto con una lona que había debajo de los asientos de la puerta sur. El oficial volvió al interior del circo con sus compañeros.

La música metálica que salía de la carpa cesó y por la puerta se vio salir a Edward Kadesky.