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– Interesante -caviló Rhyme-. Me pregunto qué significará.

El vestíbulo no arrojó ninguna otra pista, así que Sachs se dirigió al escenario sin apartar la mano del extremo de su Glock. Se relajó unos instantes al ver que, en efecto, no había ningún lugar en absoluto donde pudiera haberse escondido el malhechor, ni tampoco ninguna puerta o salida secretas. Pero conforme empezó a recorrer la cuadrícula en ese lugar, fue apoderándose de ella una sensación de inquietud cada vez más fuerte.

Fantasmagórico…

– Rhyme, esto es extraño…

– No te oigo, Sachs.

Se dio cuenta de que el nerviosismo le había hecho hablar en un susurro.

– Hay una cuerda quemada atada a las sillas que están volcadas en el suelo. También hay mechas, o eso parecen. Huele a residuos de nitrato y azufre. El informe dice que disparó una vez. Pero el olor no es el de esa pólvora que no produce humo. Es otra cosa. ¡Ah!, veamos… Es un petardo gris. Tal vez fue lo que produjo la detonación que oyeron… Un momento…, hay algo más… debajo de una silla. Es una pequeña placa de circuito verde a la que está conectado un altavoz.

– ¿Pequeña? -preguntó Rhyme con mordacidad-. Un centímetro es pequeño en comparación con un metro. Y un metro es pequeño comparado con un kilómetro, Sachs.

– Perdón. Mide aproximadamente nueve centímetros por trece.

– Eso es grande en comparación con una moneda de un céntimo, ¿no crees?

Comprendida la lección, muchas gracias, replicó ella para sí.

Sachs metió todo en bolsas y salió por la segunda puerta, la de incendios. Fotografió y recogió electrostáticamente las huellas de todas las pisadas que encontró allí. Por último, tomó muestras de control para poder compararlas con los restos hallados en la víctima y en los lugares por los que había pisado el asesino.

– Ya lo tengo todo, Rhyme. Llegaré dentro de media hora.

– ¿Y qué hay de las trampillas, de los pasadizos secretos de los que habla todo el mundo?

– Yo no he visto ninguno.

– Muy bien, pues vuelve a casa, Sachs.

Regresó al vestíbulo y dejó que los del Departamento de Fotografía y Huellas se encargaran de la escena. Se encontró con Franciscovich y Ausonio junto a la puerta.

– ¿Han encontrado al conserje? -preguntó-. Necesito ver sus zapatos.

Ausonio negó con la cabeza.

– Le dijo al vigilante que tenía que llevar a su mujer al trabajo. He dejado un mensaje a los de mantenimiento para que nos llame.

Su compañera añadió con solemnidad:

– Oiga, oficial, hemos estado hablando, Nancy y yo…, que no queremos que este cerdo se escape. Si hay algo más que nosotras podamos hacer, ya sabe, para continuar con la investigación…, no tiene más que decírnoslo.

Sachs entendía perfectamente cómo se sentían.

– Veré lo que puedo hacer -les dijo.

La radio de Sellitto emitió un ruido, y éste respondió a la llamada. Se quedó escuchando unos momentos.

– Son los Hardy Boys. Que han terminado de entrevistar a los testigos y están en el vestíbulo principal.

Sachs, Sellitto y las dos patrulleras volvieron a la parte delantera de la escuela. Allí se reunieron con Bedding y Sauclass="underline" uno alto, el otro bajo; uno pecoso, el otro de tez clara. Eran detectives de la Central, especialistas en interrogar a los testigos después de un crimen.

– Hemos hablado con las siete personas que había aquí esta mañana.

– Y con el vigilante.

– No había profesores…

– … sólo alumnos.

Conocidos también como «los gemelos», a pesar de lo diferente de su aspecto, eran un dúo con una gran habilidad para formar equipo, tanto con sospechosos como con testigos. Resultaba demasiado complicado atenderles por separado. Era mucho más fácil si se les consideraba como una unidad, una sola persona.

– La información no fue muy esclarecedora.

– Para empezar, todo el mundo estaba alucinando.

– Y el lugar no ayuda mucho. -Señaló con un gesto un montón de telarañas que colgaban del techo, oscuro y con goteras.

– Nadie conocía muy bien a la víctima. Cuando entró aquí esta mañana, se dirigió a la sala de recitales acompañada de un amigo. Ella…

– El amigo.

– … no vio a nadie dentro. Estuvieron en el vestíbulo durante cinco o diez minutos, hablando. El amigo se marchó hacia las ocho.

– Entonces -dijo Rhyme, que lo había escuchado todo por el radiotransmisor-, él estaba en el vestíbulo esperándola.

– La víctima -dijo el más bajo de los dos detectives de pelo pajizo- había venido aquí, desde Georgia…

– La Georgia rusa, no la nuestra, la de Estados Unidos.

– … hace cosa de dos meses. Parece que era algo solitaria.

– El consulado está intentado ponerse en contacto con su familia.

– El resto de los estudiantes estaban hoy en otras aulas de prácticas y ninguno de ellos oyó nada ni vio a ningún desconocido.

– ¿Por qué Svetlana no estaba en un aula de prácticas? -preguntó Sachs.

– Su amigo dijo que Svetlana prefería la acústica de esa sala.

– ¿Tiene marido, novio, novia? -preguntó Sachs, pensando en la regla número uno de las investigaciones de homicidio: el autor suele conocer a la víctima.

– No, que los otros alumnos sepan.

– ¿Cómo entró él en el edificio? -preguntó Rhyme, y Sachs transmitió la pregunta.

El vigilante dijo:

– La única puerta abierta es la principal. Tenemos salidas de incendios, desde luego, pero no se pueden abrir desde fuera.

– Y él tuvo que pasar entonces por delante de usted, ¿no?

– Y firmar el registro. Y dejar que la cámara le sacara una foto.

Sachs levantó la vista.

– Hay una cámara de seguridad, Rhyme, pero da la impresión de que no han limpiado el objetivo desde hace meses.

Se agruparon detrás del mostrador de recepción. El vigilante pulsó algunas teclas y puso la cinta. Bedding y Saul habían interrogado a siete personas. Pero coincidieron en que había una, un hombre mayor de pelo castaño y con barba, vestido con vaqueros y una chaqueta gruesa que no estaba entre ellas.

– Ése es -señaló Franciscovich-. Ése es el asesino.

Nancy Ausonio asintió con la cabeza.

En la borrosa imagen de la cinta se le veía firmar el libro de registro y, a continuación, caminar hacia el interior. Mientras escribía, el vigilante había mirado al libro, no a la cara del hombre.

– ¿No le miró usted? -preguntó Sachs.

– No presté atención -contestó a la defensiva-. Si firman, les dejo entrar; eso es todo lo que tengo que hacer. Ése es mi trabajo. Yo estoy aquí sobre todo para que la gente no se lleve materiales del centro.

– Por lo menos tenemos su firma, Rhyme. Y un nombre. Serán falsos, pero al menos es una muestra de su letra. ¿En qué línea firmó? -preguntó Sachs levantando el libro de registro con sus dedos enfundados en látex.

Hicieron avanzar la cinta rápidamente desde el comienzo. El asesino fue la cuarta persona que firmó el registro. Pero en el cuarto espacio figuraba el nombre de una mujer.

– Contad cuántas personas firmaron -vociferó Rhyme.

Sachs le transmitió al vigilante la orden. Observaron que fueron nueve las personas que escribieron sus nombres: ocho estudiantes, incluida la víctima, y el asesino.

– Firmaron nueve personas, Rhyme. Pero sólo hay ocho nombres en la lista.

– ¿Cómo puede ser? -preguntó Sellitto.

– Pregúntale al vigilante si está seguro de que el autor del crimen firmó. Tal vez fingió que lo hacía -dijo Rhyme.

Sachs le hizo la pregunta al hombre.

– Sí, sí que lo hizo. Que no siempre les mire a la cara no significa que no me asegure de que firman.