– Nada [24]-fue la lacónica respuesta.
Weir cerró los ojos, moviendo la cabeza en sentido negativo al darse cuenta de la proporción de su error.
Rhyme entrecerró los ojos para ver la pizarra con las pruebas.
– Todas las víctimas tenían profesiones o intereses relacionados con los artistas de circo: intérprete de música, maquillador, amazona. Y las técnicas de los asesinatos eran trucos de magia también. Pero si el motivo que te movía realmente era destruir a Kadesky, nos habrías conducido hacia cualquier otra cosa que no fuera el Cirque Fantastique, no hacia éste directamente. Y eso significa que procurabas apartarnos de otra cosa. ¿De qué? Miré otra vez la pizarra con las pruebas. En la tercera escena, junto al río, te sorprendimos: no tuviste tiempo de llevarte la chaqueta, con el pase de prensa y la llave de tarjeta del hotel en el bolsillo, lo que significaba que no eran pistas colocadas a propósito. Tenían cierta conexión legítima con lo que estabas tramando realmente.
»La llave del hotel pertenecía a uno entre tres hoteles, uno de ellos era el Lanham Arms, que al detective Bell le resultaba familiar, así que consultó su registro. Daba la casualidad de que hacía una semana que él había estado tomando café con Charles Grady en el bar de ese hotel para hablar de la escolta para su familia. Roland me dijo que el Lanham estaba justo al lado del apartamento de Grady. ¿Y qué pasaba con el pase de prensa? Yo llamé al periodista a quien se lo robaste. Estaba encargado de cubrir el proceso de Andrew Constable y había entrevistado a Charles Grady varias veces… Encontramos algunas virutas metálicas y nos temimos lo peor: que procedían del temporizador de una bomba; aunque podían haber sido de una llave o de una herramienta.
Sachs le relevó en el relato de los hechos.
– Y luego, ¿qué me dices de la página de The New York Times que encontramos en el coche, en el río? Pues que tenía un artículo sobre el circo, sí. Pero había también otro artículo sobre el proceso de Constable.
Señaló con la cabeza la pizarra con las pruebas.
EL LUNES EMPIEZA EL JUICIO
CONTRA LA TRAMA CRIMINAL
DE LA MILICIA.
Continuó Rhyme:
– Y también está la factura del restaurante. Deberías haberla tirado.
– ¿Qué factura? -dijo Weir con un gesto de extrañeza.
– La que estaba en tu chaqueta, de hace dos sábados.
– Pero ese fin de semana yo estuve… -Se interrumpió de súbito.
– Fuera de la ciudad, ¿es eso lo que ibas a decir? -preguntó Sachs-. Sí, ya lo sabemos. La factura es de un restaurante de Bedford Junction.
– No sé de lo que está hablando…
– Un agente de Canton Falls que está investigando el grupo llamado Unión Patriótica llamó a mi teléfono preguntando por Roland -dijo Rhyme-. Reconocí la zona gracias al localizador de llamadas: tenía el mismo código que la factura del restaurante.
Los ojos de Weir estaban cada vez más inmóviles. Rhyme prosiguió:
– Y resulta que Bedford Junction es la ciudad más próxima a Canton Falls, que es donde vive Constable.
– ¿Quién es el tal Constable del que no deja de hablar? -preguntó con interés. Pero Rhyme podía ver en sus ojos señales que delataban que le conocía.
Esta vez fue Sellitto quien le relevó:
– ¿Fue Barnes una de las personas con las que almorzaste? ¿Jeddy Barnes?
– No sé a quién se refiere.
– Pero tú conoces la Unión Patriótica, ¿no?
– Sólo por lo que he leído en los periódicos.
– No te creemos -dijo Sellitto.
– Créanse lo que les parezca -les espetó Weir. Rhyme advirtió la intensa ira que había en sus ojos, la ira que había predicho Dobyns. Tras una pausa continuó-: ¿Y cómo se han enterado de mi nombre auténtico?
Nadie contestó, pero Weir dirigió la mirada hacia las últimas anotaciones sobre él que figuraban en la pizarra de pruebas. Su cara fue ensombreciéndose, y dijo, entrecortadamente:
– Alguien me ha traicionado, ¿no? Les han contado lo del incendio y lo de Kadesky. ¿Quién ha sido? -una sonrisa depravada al desviar su mirada de Sachs a Kara y, finalmente, posarla en Rhyme-. ¿Fue John Keating? Les dijo que le había llamado, ¿no? ¡Cobarde de mierda! Nunca me hizo frente. ¿Y también Art Loesser, no? Son todos unos malditos judas. No les olvidaré; yo nunca me olvido de la gente que me traiciona. -Tuvo un golpe de tos. Cuando se le pasó, Weir dirigió la mirada hacia el otro extremo de la habitación-. Kara…, ¿es así como ha dicho que te llamas? ¿Quién eres tú?
– Soy una ilusionista -respondió ella, desafiante.
– Una de los nuestros -dijo Weir burlón, mirándola de arriba abajo-. Una chica ilusionista… ¿Y de qué haces, de asesora o algo así? Tal vez cuando me suelten vaya a hacerte una visita…, tal vez te haga desaparecer.
– ¡Ah! No creo que le suelten, al menos en esta vida, Weir -le espetó.
La risa ahogada de El Prestidigitador era heladora.
– Entonces, ¿qué te parece «cuando me escape»? Los muros no son más que una ilusión, después de todo.
– No creo que vayas a tener tampoco muchas posibilidades de escapar -añadió Sellitto.
– Bueno -dijo Rhyme-, yo ya te he dado respuesta al «cómo», Weir o comoquiera que te llames. ¿Qué te parece si tú me respondes al «porqué»? Nosotros pensamos que se trataba de una venganza contra Kadesky, pero ahora resulta que andas detrás de Grady. ¿Qué eres, una especie de sicario ilusionista?
– ¿Venganza? -preguntó Weir, furioso-. ¿Y para qué coño sirve la venganza? ¿Va a quitarme las cicatrices y a arreglarme los pulmones? ¿A devolverme a mi mujer?… No entiende ni un carajo. Lo único en mi vida, lo único que ha significado algo para mí es actuar. El ilusionismo, la magia. Mi maestro estuvo preparándome para la profesión toda mi vida. Y el fuego me lo arrebató. No tengo fuerzas para salir al escenario. Tengo una mano deformada, la voz estropeada…, ¿quién iba a venir a verme? No puedo hacer lo único para lo que Dios me ha dado talento. Si la única forma de que pueda actuar es violando la ley, pues eso es lo que haré.
El síndrome del fantasma de la ópera.
Volvió a mirar el cuerpo de Rhyme.
– ¿Cómo se sintió usted después del accidente, al pensar que no podría volver a ser poli?
Rhyme permaneció en silencio, pero las palabras del asesino hicieron mella en él. ¿Cómo se había sentido? Con la misma furia que impelía a Erick Weir, sí. Y, efectivamente, tras el accidente, los conceptos del bien y del mal se esfumaron por completo. ¿Por qué no ser un criminal?, había pensado, inmerso en la locura de la ira y la depresión: «Yo soy capaz de encontrar pruebas mejor que cualquier otro ser humano en la faz de la Tierra. Y eso significa que también puedo manipularlas. Podría cometer el crimen perfecto…».
Al final, desde luego, gracias a personas como Terry Dobyns, a otros médicos y a compañeros de la policía, así como a su propio espíritu, esos pensamientos se fueron apagando hasta desvanecerse. Pero, en efecto, él sabía exactamente a lo que Weir se refería; aunque ni en los momentos más sombríos y amargos se había planteado comenzar una nueva vida, salvo, por supuesto, la suya propia.
– ¿Así que vendiste tu talento como un mercenario?
Weir pareció darse cuenta de que había perdido el control por unos momentos y había hablado demasiado. Se negó a decir nada más.
La ira que sentía Sachs hizo que saliera lo mejor que había en ella. Se acercó a la pizarra, arrancó varias fotografías de las primeras dos víctimas y se las puso violentamente a Weir delante de los ojos, bramando:
– ¿Mataste a estas personas sólo por diversión? ¿No significaban nada más para ti?