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Weir le mantuvo la mirada, displicente. Acto seguido miró a su alrededor y soltó una carcajada.

– ¿De verdad creen que pueden mantenerme en la cárcel? ¿No saben lo que consiguió Harry Houdini, a quien desnudaron y pusieron en una celda para presos condenados a muerte en Washington D.C.? Escapó de allí tan deprisa que tuvo tiempo de abrir todas las puertas de la galería y de intercambiar a los condenados antes de que volviera de almorzar el jurado encargado de evaluar aquel desafío.

– Sí, bueno, eso fue hace mucho tiempo -dijo Sellitto-. Ahora estamos un poquito más avanzados… -Se volvió para dirigirse a Rhyme y Sachs-. Me lo voy a llevar a la central, a ver si quiere compartir con nosotros algunas cositas más.

Pero, conforme se dirigían a la puerta, Rhyme les dijo:

– Un momento. -Estaba mirando la pizarra con las pruebas.

– ¿Qué pasa? -preguntó Sellitto.

– Cuando se libró de Larry Burke tras dejar la feria de artesanía, se quitó las esposas.

– Exacto.

– Encontramos saliva, ¿recordáis? Mírale la boca y comprueba que no tenga una ganzúa o una llave escondidas ahí.

– No -dijo Weir-. De veras.

Sellitto se puso los guantes de látex que le ofreció Mel Cooper.

– Abre. Como me muerdas, lo que van a desaparecer son tus huevos, ¿entendido? Un mordisco y ya no habrá huevos.

– Comprendido -El Prestidigitador abrió la boca y Sellitto la iluminó con la linterna, recorriendo el interior con el haz de luz-. Nada.

Rhyme añadió:

– Hay otro sitio en el que tenemos que mirar.

– Linc, ya me aseguraré de que lo hacen los de la Central -dijo Sellitto-. Hay cosas que yo no hago por el dinero que me pagan.

Conforme el detective conducía a Weir hacia la puerta, Kara dijo:

– Esperen. Examinen sus dientes. Muévanlos un poco, sobre todo las muelas.

Weir se puso tenso al ver acercársele a Sellitto.

– No puede hacer eso.

– Abre -estalló el corpulento detective-. ¡Ah! y lo que te dije de los huevos sigue en pie.

El Prestidigitador suspiró.

– A la derecha, en el molar superior. Me refiero a mi derecha.

Sellitto echó una mirada a Rhyme, introdujo los dedos en la boca de Weir y tiró con suavidad. Al salir, los dedos sostenían un diente falso, dentro del cual había una pequeña pieza de metal doblado. El detective lo volcó sobre un panel de examen y le volvió a colocar el diente.

– Es muy pequeño. ¿De verdad le sirve para algo? -preguntó Sellitto.

– Oh -dijo Kara examinándolo-; con eso, sería capaz de abrir un par de esposas reglamentarias en unos cuatro segundos.

– Eres demasiado, Weir. ¡Venga!

A Rhyme se le ocurrió otra cosa:

– Oye, Lon: cuando nos ha ayudado a encontrar la ganzúa en el diente, ¿no te ha dado la impresión de que podía tratarse de una pequeña «desorientación»?

– Tiene razón -asintió Kara.

Weir pareció indignarse cuando vio que Sellitto se disponía a buscar de nuevo. Esta vez, el detective comprobó todos y cada uno de los dientes. Encontró una segunda ganzúa en otro diente falso parecido al primero, en la fila inferior izquierda.

– Voy a asegurarme de que te ponen en un lugar realmente especial -dijo el detective en tono amenazante. A continuación llamó a otro oficial para que entrara en el cuarto y le colocara unos grilletes dobles en los tobillos.

– Así no puedo andar -se quejó Weir casi sin aliento.

– Anda a pasitos -dijo Sellitto con frialdad-. No tienes más que andar pasito a pasito.

Capítulo 33

El mensaje se lo dieron en una cafetería de la Ruta 244, el lugar en el que hacía y recibía llamadas, puesto que no disponía de teléfono en su caravana: no quería tener uno, no se fiaba de ellos.

A veces pasaban unos cuantos días hasta que iba a recoger los mensajes, pero en aquel momento estaba esperando una llamada importante, así que se dirigió a toda velocidad (la mayor velocidad a la que nunca había ido) a Elma's Diner nada más salir de la catequesis.

Hobbs Wentworth era un hombre del tamaño de un oso, con una fina barba rojiza entre la que sobresalía un mechón rizado de color más claro que el resto. «Carrera» era una palabra que nadie en Canton Falls, Nueva York, habría asociado jamás con Hobbs, aunque no por ello se podía negar que trabajara como una muía. Ponía a disposición de cualquiera que quisiera emplearle todo lo que podía dar de sí, siempre que el trabajo fuera al aire libre, que no exigiese hacer muchos cálculos y que el jefe fuera blanco y cristiano.

Hobbs estaba casado con una mujer callada y gris, llamada Cindy, que pasaba la mayor parte del tiempo ocupándose de enseñar a sus hijos, cocinar, coser y hacer visitas a otras mujeres que se dedicaban a lo mismo. Hobbs, por su parte, dedicaba también la mayor parte de su tiempo a trabajar, cazar y salir con los amigotes para beber y discutir (aunque a casi todas esas «discusiones» debería llamárseles «acuerdos», ya que él y sus colegas pensaban todos prácticamente lo mismo).

Llevaba toda su vida residiendo en Canton Falls, cosa que le gustaba. Tres buenos cazaderos eran más que suficientes, y ninguno de ellos era coto. La gente de la localidad era sólida, bondadosa y sabía dónde tenían la cabeza (de casi todos los habitantes de Canton Falls podría decirse que tenían «ideas afines» entre sí). Hobbs contaba con numerosas oportunidades de hacer lo que a él le gustaba, y enseñar en la escuela dominical era lo que más. Un birrete de graduación robado, aunque sin los conocimientos que ello justificaba, le sirvió para pasar el octavo curso, así que para él era un regalo caído del cielo que se le permitiera dar clases.

Pero resultaba que se le daban muy bien los niños en la catequesis. No les hacía rezar, ni les impartía orientación religiosa, ni aprendían canciones sobre lo mucho que nos ama Jesucristo… No. Lo único que hacía era contar a los chavales historias de la Biblia. Pero el éxito que consiguió entre ellos fue inmediato, debido sobre todo a su negativa a avenirse a las normas. Por ejemplo, en su versión, Jesús no daba de comer a una multitud con dos peces y unos cuantos panes, no. Lo que contaba Hobbs era que el Hijo de Dios salió de caza con un arco, mató a un ciervo desde una distancia de casi cien metros, lo destripó y descuartizó en la misma plaza del pueblo, y con ello dio de comer a la gente. (Para ilustrar la historia, Hobbs se llevaba a la clase su arco compuesto Clearwater MX Flex y, ¡fíup!, lanzaba con él una flecha con un botón en la punta, que se insertaba seis centímetros en un muro de hormigón ligero, para alegría de los crios.)

Precisamente, tras acabar una de esas clases, se dirigió a la cafetería de Elma. Se le acercó la camarera:

– ¡Hola, Hobbs! ¿Qué va a ser, un trozo de pastel?

– No; que sea un Vernors y una tortilla de queso. Con ración doble de Kraft. Oye, ¿he recibido alguna llam…?

Antes de que pudiera terminar la frase, la chica le dio un trozo de papel. En él había escritas las palabras: «Llámame. JB».

– ¿Se trata de Jeddy? -preguntó la camarera-. Me pareció su voz. Desde que la poli ha estado rondando por aquí, los federales, quiero decir, no le he visto el pelo.

Hobbs no hizo caso a la pregunta y se limitó a decir:

– No me sirvas aún.

Según caminaba hacia el teléfono, buscándose monedas en los bolsillos del pantalón vaquero, su mente retrocedió directamente al almuerzo que habían compartido hacía dos semanas en el Riverside Inn, en Bedford Junction. Estuvieron él, Frank Stemple y Jeddy Barnes, de Canton Falls, y luego un hombre llamado Erick Weir, a quien Jeddy Barnes empezó a llamar, pasado un rato, «El Hombre Mágico», ya que era (¿a quién se le había ocurrido?) nada menos que un mago profesional.

Barnes se había deshecho en elogios con Hobbs, ya que cuando éste llegó, se puso en pie, sonriendo, y le había dicho a Weir: «Señor, aquí tiene al mejor tirador que tenemos en todo el país, y eso sin mencionar la caza con arco. Un tipo listo de verdad».