Hobbs se había sentado ante la elegante comida de tan elegante restaurante, orgulloso, aunque también nervioso (él jamás había soñado siquiera con la posibilidad de comer en el Riverside) y, mientras le hincaba el tenedor al menú especial del día, fue escuchando el relato de Barnes y Stemple sobre cómo habían conocido a Weir. Era una especie de soldado mercenario, categoría sobre la que Hobbs lo sabía todo puesto que estaba suscrito a Soldier of Fortune. También advirtió las cicatrices que tenía el hombre en el cuello, y sus dedos deformes. Se preguntó en qué tipo de lucha habría participado para quedar así. Napalm, tal vez.
Al principio, Barnes no se había mostrado partidario siquiera de tener un encuentro con Weir, puesto que pensaba que era una trampa, por supuesto. Pero El Hombre Mágico les tranquilizó al decirles que escucharan las noticias un determinado día. El suceso principal fue el asesinato de un jardinero mexicano, inmigrante ilegal, que trabajaba para una familia adinerada en una población cercana. Weir le llevó a Barnes el monedero del hombre asesinado. Un trofeo, como la cornamenta de un ciervo.
Weir dio en el clavo desde el principio. Les había dicho que escogió al mexicano por las ideas que tenía Barnes sobre los inmigrantes, pero que él personalmente no creía en esas causas extremistas: su único interés era ganar dinero con su talento, lo cual complació a todo el mundo. Weir, El Hombre Mágico, expuso su plan sobre Charles Grady durante el almuerzo, luego estrechó las manos de todos ellos y se marchó. Hacía unos cuantos días que Barnes y Stemple habían enviado a Nueva York al cobarde reverendo Swensen, ese pervertido, con instrucciones para matar a Grady el sábado por la noche. Y, como era de esperar, lo había echado todo a perder.
Se suponía que Hobbs debía estar «localizable» por teléfono, según dijo el señor Weir, «por si acaso lo necesitamos».
Y parecía que ese momento había llegado. Marcó el número del móvil que utilizaba Barnes, con otro nombre, y escuchó un abrupto «¿Sí?».
– Soy yo.
Ya que la policía estatal estaba buscando a Barnes por todo el país, habían acordado reducir al mínimo las conversaciones telefónicas.
– Tienes que hacer lo que dijimos en el almuerzo -dijo Barnes.
– Vale. Ir al lago.
– Correcto.
– ¿Ir al lago y llevarme los aparejos de pesca?
– Exacto.
– Sí, señor. ¿Cuándo?
– Ahora. En este mismo instante.
– Entonces, a ello.
Barnes colgó bruscamente y Hobbs cambió la tortilla por un café con un sándwich de bacon y huevo, con doble de Kraft, para llevar. Cuando Jeddy Barnes decía «Ahora, en este mismo instante», era entonces y en ese mismo instante cuando uno tenía que hacer lo que quiera que fuese.
Cuando le prepararon la comida, salió del local, arrancó su camioneta descubierta y se dirigió a toda velocidad a la autovía. Tenía que hacer una parada: su caravana. Recogería la vieja Dodge, que tenía matriculada a nombre de una persona inexistente, y se encaminaría a toda velocidad hacia el «lago», que no era tal, sino un lugar concreto en la ciudad de Nueva York.
Tampoco «los aparejos de pesca» que tenía que llevar consigo al «lago» eran, desde luego, una caña y un carrete.
De vuelta a Las Tumbas.
A un lado de la mesa atornillada al suelo estaba sentado, con expresión lúgubre, Joe Roth, el rechoncho abogado de Andrew Constable.
Al otro lado se hallaba Charles Grady y, junto a él, su segundo, Roland Bell. Amelia Sachs estaba de pie: la cruda sala de interrogatorios, con sus ventanas ictéricas y lechosas, renovaban su claustrofobia, que se había ido aplacando lenta, muy lentamente tras el terrible pánico vivido en el Cirque Fantastique. Se movía, inquieta, hacia adelante y hacia atrás.
La puerta se abrió y el guardia de Constable condujo al detenido hacia el interior de la sala y le esposó las manos por delante. Después, cerró la puerta y volvió al pasillo.
– No ha salido bien -fue lo primero que le dijo Grady.
La voz tranquila, extrañamente desapasionada, pensó Sachs, teniendo en cuenta que casi liquidan a su familia.
– ¿Qué es lo que no ha salido bien? -comenzó diciendo Constable-. ¿Se refiere a ese loco de Ralph Swensen?
– No; me refiero a Erick Weir -dijo Grady.
– ¿A quién? -La cara del hombre reflejó una expresión de extrañeza que parecía sincera.
El fiscal adjunto continuó, y le explicó los detalles del atentado contra la vida de su familia cometido por el ex ilusionista, reconvertido en asesino a sueldo.
– ¡No, no, no!… Yo no tuve nada que ver con lo de Swensen, y no tengo nada que ver con esto. -El hombre miró con impotencia la superficie de la mesa, que estaba llena de marcas. Había inscripciones rayadas en la pintura gris, muy cerca de donde él tenía las manos. Parecía una a, luego una c y, a continuación, parte de una k-. Ya se lo he contado todo, Charles. Hay algunos tipos que yo conocí hace años, y que se han pasado más de la cuenta. Consideran que usted y el Estado son «el enemigo», porque trabajan con judíos, o afroamericanos o con quien sea, y no hacen más que malinterpretar lo que yo digo y utilizarme como excusa para ir a por usted. A continuación, en voz más baja, añadió-: Se lo repito: le prometo que no tengo nada que ver con esto.
– Vamos a dejar ya de jugar, Charles -le dijo Roth al fiscal adjunto-. Lo único que está haciendo usted es lanzar el sedal por si cae algo. Si tiene algo que relacione a mi cliente con el asalto a su apartamento, entonces…
– Weir mató a dos personas ayer, y a un agente de policía. Eso lo convierte en un delito sancionado con la pena de muerte.
Constable se estremeció. Su abogado añadió con rotundidad:
– Bueno, lamento que sea así. Pero, según veo, usted no ha acusado a mi cliente. Porque no tiene ninguna prueba que le relacione con Weir, ¿verdad?
Grady no prestó atención a sus palabras y continuó:
– En este momento estamos negociando con Weir para que aporte pruebas contra los demás.
Constable miró a Sachs de arriba abajo. Parecía desamparado, y la mirada sugería que de alguna manera le estaba implorando ayuda. Tal vez esperaba que aportara la voz de la razón femenina. Pero ella permaneció callada, como Bell. No era de la incumbencia de ninguno de ellos discutir con los sospechosos. El detective estaba ahí para cuidar a Grady y para ver si se enteraba de más cosas sobre el atentado contra la vida del fiscal adjunto, el ya cometido y otros que pudieran producirse en el futuro. Sachs había ido por si podía recabar más información sobre Constable y sus socios para consolidar el caso contra Weir.
Además, ella sentía curiosidad por aquel hombre del que había oído decir que era un auténtico demonio, aunque la impresión que causaba era la de una persona razonable, comprensiva y sinceramente preocupada por los recientes acontecimientos. Rhyme se conformaba con examinar las pruebas; no tenía paciencia para estudiar la mente o el alma de un delincuente. Pero Sachs sentía fascinación por las cuestiones del bien y del mal. ¿Estaba en ese momento ante un hombre inocente o ante un nuevo Adolf Hitler?
Constable hizo un gesto negativo con la cabeza.
– Mire, para mí no tiene sentido matarle. El Estado pondría a otro fiscal adjunto, el juicio continuaría, sólo que yo llevaría a la espalda una acusación por homicidio. ¿Para qué iba a querer yo hacer eso? ¿Qué motivo podría tener para matarle?
– Porque es un fanático, un asesino, un…
Constable le interrumpió, acalorado:
– Escuche. Ya he aguantado muchas cosas, señor. He sido arrestado, humillado delante de mi familia, insultado aquí y en la prensa… ¿y sabe cuál es el único delito que he cometido? -Alzó su mirada hasta encontrarse con la de Grady-: Hacer preguntas comprometidas.