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– Andrew. -Roth le tocó el brazo, pero Andrew se liberó de él con una sonora sacudida. Estaba indignado y no había quien lo parara-. Aquí, aquí mismo, en esta habitación y ahora, voy a cometer los únicos crímenes de los que se me puede culpar. Primer delito: le estoy preguntando si no está de acuerdo en que cuando un gobierno se hace muy grande, pierde contacto con la gente. Cuando pasa eso, los polis acaban teniendo poder para meterle a un preso negro el mango de una fregona por el recto, un preso inocente, por cierto.

– Los atraparon -le rebatió Grady con apatía.

– Pero que a ellos les metan en la cárcel no le devuelve la dignidad a ese pobre hombre, ¿no le parece? ¿Y cuántos hay que no atrapan?… Mire lo que ha pasado en Washington. Se permite la entrada en nuestro país de terroristas que intentan matarnos, pero nosotros no nos atrevemos a ofenderles prohibiéndoles la entrada u obligándoles a que dejen las huellas digitales o a que lleven tarjetas de identificación… ¿Y qué me dice de otro delito? Permítame preguntarle: ¿por qué no admitimos todos que hay diferencias entre las razas y las culturas? Yo nunca he dicho que una raza sea mejor o peor que cualquier otra. Pero lo que sí digo es que si se mezclan, acabaremos lamentándolo.

– Hace ya unos años que acabamos con la segregación -dijo Bell-. Constituye un delito, ¿sabe?

– También era un delito vender alcohol, detective. Y era un delito trabajar en domingo. Y era legal que un niño de diez años trabajara en una fábrica. Pero la gente evolucionó y cambió esas leyes, porque no eran una muestra de la naturaleza humana.

Se inclinó hacia adelante y desvió la vista de Bell a Sachs.

– Amigos policías aquí presentes: permítanme hacerles una pregunta comprometida. Supongan que les avisan de que un hombre puede haber cometido un crimen, y ese sujeto es negro o hispano. Se lo encuentran en un callejón. Bien, pues ¿no tendrían el dedo en el gatillo un poco más listo para disparar que si el hombre fuera blanco? ¿Y si es blanco y tiene buena pinta: es decir, si no le falta ningún diente y lleva una ropa que no huele a demonios? En tal caso, ¿tendrían el dedo tan dispuesto como antes en el gatillo? ¿Le cachearían con algo más de cuidado?

El prisionero se echó hacia atrás en la silla e hizo un gesto negativo con la cabeza.

– He ahí mis crímenes. Nada más. Hacer preguntas como ésas.

– Bien traído, Andrew -dijo Grady con cinismo-. Pero antes de que juegue a la carta de la persecución por sus ideas, ¿cómo explica el hecho de que Erick Weir almorzara con otras tres personas en el Riverside Inn de Bedford Junction hace dos semanas? Eso está a dos pasos de la sala de reuniones de la Unión Patriótica en Canton Falls, y como a cinco de su casa.

– ¿El Riverside Inn? -dijo Constable parpadeando. Miró por la ventana, que estaba tan mugrienta que resultaba imposible saber si el cielo estaba azul, amarillo por la contaminación o nublado y gris.

Grady entrecerró los ojos:

– ¿Cómo, sabe algo de ese sitio?

– Yo… -Su abogado le tocó en el brazo para que no siguiera hablando. Cuchichearon entre sí unos momentos.

Grady no pudo evitar seguir insistiendo.

– ¿Conoce a alguien que sea cliente habitual allí?

Constable miró a Roth, que hizo un gesto negativo con la cabeza. El detenido permaneció en silencio.

– ¿Qué tal es su celda, Andrew? -preguntó Grady al cabo de unos momentos.

– Mi…

– Sí, su celda aquí en el Centro de Detención.

– No me gusta demasiado, como supongo que ya sabe.

– Peor es en la cárcel. Y a usted le pondrán solo, ya que a los reclusos de color les encantaría…

– ¡Vamos, Charles! -dijo Roth cansinamente-. No hay necesidad de eso.

– Bueno, Joe -dijo el fiscal adjunto-. Aquí estamos, casi al final de la película, y yo no he oído más que «yo no he hecho esto» y «yo no he hecho aquello». Y que hay alguien que le está tendiendo una trampa y utilizándole. Vale, pues si ése es el caso -se volvió hacia Constable-, levante el culo de ahí y demuéstremelo. Demuéstreme que no tuvo nada que ver con el intento de matarme a mí y a mi familia; y facilíteme los nombres de las personas que lo hicieron. Entonces hablaremos.

Más cuchicheos de consulta entre abogado y cliente.

– Mi cliente va a hacer algunas llamadas telefónicas -dijo al fin Roth-. En función de lo que averigüemos, tal vez esté dispuesto a cooperar.

– Con eso no basta. Quiero algunos nombres ahora.

Preocupado, Constable le dijo directamente a Grady:

– Así tiene que ser. Necesito estar seguro de esto.

– ¿Teme tener que delatar a algunos de sus amigos? -preguntó con frialdad el fiscal adjunto-. Bueno, dijo que le gusta hacer preguntas comprometidas…, pues déjeme hacerle una: ¿qué clase de amigos son esos que no les importa enviarle a la cárcel para el resto de su vida? -Grady se puso en pie-. Si no he tenido noticias suyas antes de las nueve de esta noche, mañana vamos a juicio, como estaba previsto.

Capítulo 34

No tenía mucho aspecto de escenario.

Cuando David Balzac se jubiló de los círculos de magia hacía diez años y compró Smoke & Mirrors, tiró la parte trasera del establecimiento para instalar allí un pequeño teatro. Balzac no disponía de licencia, por lo que no podía cobrar por la entrada, pero aun así seguía ofreciendo actuaciones todos los domingos por la tarde y los jueves por la noche para que sus alumnos pudieran subirse a un escenario y sentir lo que era actuar.

Y lo diferente que era.

Kara sabía que de practicar en casa a actuar en un escenario mediaba una distancia como de la noche al día. Cuando uno se ponía delante de la gente sucedía algo inexplicable. Trucos imposibles en los que se fallaba una y otra vez en casa salían perfectos en escena, debido a alguna misteriosa adrenalina espiritual que se apoderaba de las manos y proclamaba: «Éste no lo vas a joder».

En cambio, en el escenario se podía echar a perder un truco de segunda, como el del torniquete, un pase tan sencillo que a uno ni siquiera se le ocurría tener una alternativa preparada por si salía mal.

El teatro estaba separado de la parte comercial del establecimiento por una cortina negra, alta y ancha. De cuando en cuando la mecía la corriente originada por la apertura o el cierre de la puerta principal, a lo que seguía el ligero «mic-mic» de Correcaminos producido por la alarma que había a un lado del umbral.

Se acercaban las cuatro de la tarde del domingo, la gente entraba en el teatro y se acomodaba en sus asientos, comenzando siempre por la fila de atrás (en las actuaciones de magia e ilusionismo nadie quiere sentarse en la primera fila, pues temen que les pidan que salgan al escenario como «voluntarios»).

Kara miraba el escenario desde detrás de un telón de fondo. En las monótonas paredes negras se veían raspaduras y chorretones, y el suelo de roble, arqueado, estaba cubierto de docenas de fragmentos de cinta adhesiva protectora, utilizada por los artistas para fijar sus movimientos durante los ensayos. El telón de fondo no era más que un raído mantón color burdeos. Y la plataforma en su conjunto era pequeña: tres por cuatro metros, aproximadamente.

Aun así, a Kara le parecía el Carnegie Hall o el mismísimo MGM Grand, y estaba dispuesta a ofrecer a su público todo lo que tenía.

Como los artistas de vodevil o los magos de salón, la mayoría de los ilusionistas se limitan a ofrecer una serie de números uno tras otro. Podían ir dosificando los trucos cuidadosamente de manera que converjan en un final emocionante, pero en opinión de Kara, esa forma de actuar era como asistir a un espectáculo de fuegos artificiales: cada estampido puede resultar más o menos espectacular, pero, en conjunto, le deja a uno insatisfecho porque no hay un tema, una continuidad que ligue entre sí las explosiones de luz. Para ella, la actuación de un ilusionista tenía que narrar una historia; todos los trucos debían tener un vínculo y ser continuación uno del otro. Y en el acto final deberían recuperarse uno o más de los trucos anteriores para ofrecer al público ese golpe certero que le dejara sin aliento; al menos eso era lo que Kara esperaba.