En ese momento iba aumentando el número de personas que acudían al teatro. Kara se preguntaba si habría mucha gente en la velada, aunque en realidad a ella no le importaba. Le encantaba una historia que se contaba de Robert Houdin: una noche salió al escenario y vio que sólo había tres personas en la sala. Les ofreció el mismo espectáculo que si hubiera habido lleno total, salvo que varió ligeramente el finaclass="underline" una vez concluida la función, invitó al público a cenar a su casa.
Kara se sentía segura de su actuación: el señor Balzac la obligaba a ensayar durante semanas incluso para aquellas funciones pequeñas. Y en ese preciso instante, cuando sólo faltaban unos minutos para que se levantara el telón, no pensaba en los trucos, sino en que estaba mirando al público y disfrutando de un instante de paz mental. Suponía que no debería sentirse así de contenta, y tenía muchas razones para no estarlo: el empeoramiento de la salud de su madre; los cada vez más acuciantes problemas monetarios; su lenta evolución a ojos del señor Balzac; el tipo con el que había tomado el brunch en la cama, ese día hacía ya tres semanas, y que se había marchado prometiéndole que la llamaría. Seguro. Te lo prometo.
Pero el truco de «El novio desaparecido», como el de «El dinero evaporado» o el de «La madre deteriorada» no la afectaban en el lugar donde se encontraba en ese momento.
No cuando estaba en el escenario.
No le importaba nada, salvo el reto de conseguir que apareciera una cierta expresión en el rostro de los miembros del público. Kara lo podía ver con toda claridad: una ligera sonrisa, los ojos abiertos por la sorpresa, las cejas estrechándose, y, dibujada en ellas, la pregunta más imperiosa en toda actuación de ilusionismo: ¿Cómo han hecho esto?
En la magia de cerca hay pases conocidos como de «quitar y poner». El mago crea el efecto de que convierte un objeto en otro «quitando» sutilmente el original y «poniendo» otro en su lugar, aunque lo que ve el público es que un objeto se transforma en otro. Y ésa era precisamente la filosofía de Kara con respecto a la actuación: quitar la tristeza, el aburrimiento o el enojo y poner en su lugar la felicidad, la fascinación y la serenidad, transformando a su público en personas con euforia en sus corazones, aunque fuera momentánea.
Casi era la hora de dar comienzo a la función. Se asomó por la cortina otra vez.
Estaban prácticamente todos los asientos ocupados, lo cual le sorprendió. En días tan hermosos como aquél solía acudir muy poco público. Se alegró al ver que había venido Jaynene, la enfermera de la residencia, que bloqueó por unos momentos con su enorme figura la entrada trasera. Venía acompañada de algunas otras enfermeras de Stuyvesant Manor. Entraron y se acomodaron en sus asientos. También habían acudido unos cuantos amigos de Kara, de la revista y del bloque de apartamentos de Greenwich Street.
Justo después de dar las cuatro, el telón del fondo se levantó y entró un rezagado del público, alguien que Kara no hubiera imaginado ni por asomo que acudiría a ver su actuación.
– El acceso es cómodo -comentó Lincoln Rhyme con ironía mientras conducía su silla Storm Arrow por el pasillo de Smoke & Mirrors y la aparcaba más o menos hacia la mitad-. Hoy no hará falta invocar la Ley de Protección a los Discapacitados.
Hacía una hora que el criminalista había sorprendido a Sachs y a Thom con la propuesta de ir a la tienda de magia en su furgoneta, una Rollx provista de rampa, para ver la actuación de Kara.
Luego, añadió:
– Aunque es una lástima desperdiciar una hermosa tarde primaveral como ésta en un sitio cerrado.
Al ver que se quedaban mirándole -incluso antes del accidente era raro que pasara una hermosa tarde primaveral al aire libre-, les dijo:
– Es broma. ¿Puedes traer la furgoneta, Thom, por favor?
– ¡Un «por favor», nada menos! -se admiró el ayudante.
Al recorrer con la mirada el destartalado teatro, notó que se fijaba en él una mujer negra fornida. La mujer se levantó y fue a sentarse al lado de Sachs, a quien estrechó la mano, al tiempo que saludaba con la cabeza a Rhyme. Le preguntó si eran ellos los oficiales de policía de los que le había hablado Kara. Él dijo que sí y procedieron a las presentaciones.
Resultó que se llamaba Jaynene y que era una enfermera que trabajaba en la residencia para la tercera edad donde vivía la madre de Kara.
La mujer miró con complicidad a Rhyme, quien le había echado una mirada llena de ironía cuando ella le dio esa denominación. Dijo:
– ¡Uf! ¿Lo he llamado así? Lo que quería decir es «hogar de ancianos».
– Pues yo estoy licenciado en un CAET -dijo el criminalista.
La mujer frunció el ceño y, después, movió la cabeza en sentido negativo.
– No conozco ese sitio.
– Centro de Alivio de Episodios Traumáticos -dijo Thom.
– Yo lo llamo «La posada de los cojos» -dijo Rhyme.
– Porque es un provocador nato -añadió Thom.
– Yo he trabajado en unidades de espina dorsal. Y los pacientes que más nos gustaban eran los que nos daban caña; los tranquilitos y joviales nos daban miedo.
Y eso era así, reflexionó Rhyme, porque tenían amigos que les echaban a hurtadillas una dosis generosa de barbitúricos en el vaso. O los que, si tenían movilidad en una mano, vertían agua en los hornillos de la cocina y abrían el gas a toda marcha.
Se llamaba «muerte de los cuatro quemadores».
– ¿Lo tuyo es un C4? -le preguntó Jaynene a Rhyme.
– Exacto.
– ¡Y sin pulmón artificial, qué suerte!
– ¿Ha venido la madre de Kara? -preguntó Sachs mirando a su alrededor.
Jaynene frunció ligeramente el ceño y dijo:
– Estooo…, no.
– ¿Viene a verla alguna vez?
– Su madre no sigue muy de cerca su carrera -dijo la enfermera con prudencia.
– Kara me dijo que estaba enferma. ¿Va mejor? -preguntó Rhyme.
– Un poco, sí.
Rhyme se dio cuenta de que había una historia detrás de sus palabras, pero el tono de la enfermera revelaba que no iba a aventurarse a hacer confidencias a extraños.
Entonces comenzaron a apagarse las luces y el público guardó silencio.
Subió al escenario un hombre de pelo cano. A pesar de la edad y de las señales de haber llevado una vida dura -nariz de bebedor y barba teñida por el tabaco- su mirada era aguda; su postura, erguida y tendía a colocarse en el centro del escenario, con esa presencia propia de los artistas. Se colocó cerca del único accesorio que había en la plataforma: una falsa columna romana de madera. Aunque el decorado era pobre, el hombre iba bien vestido, como si siguiera una norma no escrita en virtud de la cual siempre que uno se subiera a un escenario debía presentarse ante el público con el mejor de los aspectos.
¡Ah!, ése debe de ser el maestro, David Balzac, dedujo Rhyme. El hombre no se identificó, pero estudió al público unos instantes, deteniéndose en Rhyme más que en el resto. Sin embargo, fuera lo que fuera lo que estaba pensando, no lo expresó y desvió la mirada.
– Hoy, señoras y señores, tengo el placer de presentarles a una de las mejores promesas entre mi alumnado. Kara lleva estudiando conmigo más de un año. Va a ofrecerles algunas de las ilusiones más esotéricas de nuestra profesión, tanto de mi repertorio como del suyo. No se sorprendan -lanzó una mirada demoníaca que pareció dirigida al propio Rhyme-, ni se espanten ante nada de lo que vean hoy. Y ahora, señoras y señores…, les presento a… Kara.
Rhyme había decidido ejercer de científico durante la hora que pasara allí. Disfrutaría del desafío de descubrir los métodos que usaba para sus trucos, averiguando cómo los hacía, cómo retenía en las manos las monedas y las cartas, y dónde escondía los disfraces para el transformismo. Kara seguía estando por delante en ese juego de «pillar el truco», al que ella sin duda no sabía que estaban jugando.