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– ¿Lo has entendido?

– Ya he dicho que sí -dijo Weir.

Y así comenzó el interrogatorio.

A diferencia de Rhyme, que estaba especializado en investigación forense, el detective de primer grado Lon Sellitto era un policía que cubría todos los servicios. Era un detective en el verdadero sentido de la palabra: «detectaba» la verdad utilizando todos los recursos que ofrecían el NYPD y el resto de agencias oficiales, además de su propia experiencia callejera y su tenacidad. Era el mejor empleo del mundo, solía decir. Aquel trabajo le exigía ser actor, político, ajedrecista y, a veces, pistolero y tacle [25].

Y una de las mejores partes era el juego del interrogatorio, hacer que los sospechosos confesaran o revelaran los nombres de sus compinches y el lugar donde se encontraba el botín o los cuerpos de las víctimas.

Pero estaba claro desde el principio que aquel gilipollas no iba a soltar gran cosa.

– Vamos a ver, Erick, ¿qué sabes de la Unión Patriótica?

– Como ya he dicho, sólo lo que he leído sobre ellos -respondió Weir, rascándose la barbilla con el hombro lo mejor que podía-. ¿Querría quitarme las esposas un momento?

– No, no querría. Así que, sólo has leído cosas de la Unión Patriótica.

– Exacto -Weir tosió.

– ¿Dónde?

– En la revista Time, creo.

– Tú eres una persona educada, hablas bien… No me cabe en la cabeza que estés de acuerdo con su filosofía…

– Desde luego que no -dijo, respirando con dificultad-. Para mí son fanáticos rabiosos.

– Bueno, pues si no crees en su política, la única razón para matar a Charles Grady para ellos es por dinero. Lo cual admitiste en casa de Rhyme. Así que me gustaría saber quién te contrató exactamente.

– Pero si yo no iba a matarle -susurró el detenido-. Me entendieron mal.

– ¿Y qué es lo que entendimos mal exactamente? Entraste en su apartamento con un arma cargada.

– Mire, a mí me gustan los retos, ver si consigo entrar en sitios en los que nadie más puede. Yo nunca he hecho daño a nadie -lanzó aquella afirmación en parte para Sellitto y en parte para una maltrecha cámara de vídeo enfocada hacia su cara.

– Bueno, ¿y cómo estaba la carne mechada? ¿O lo que tú tomaste fue pavo asado?

– ¿El qué?

– En Bedford Junction, en el Riverside Inn. Yo diría que tú pediste el pavo, y el filete y el menú especial lo tomaron los chicos de Constable. ¿Qué tomó Jeddy?

– ¿Quién? Ah, ¿ese hombre sobre el que me preguntaron? Barnes. ¿Se refiere a la factura, no? -dijo Weir respirando con dificultad-. La verdad es que me la encontré. Necesitaba un papel para anotar algo y cogí ese trozo de papel.

¿La verdad?, reflexionó Sellitto. Bueno…

– Necesitabas anotar algo…

Esforzándose por respirar, Weir asintió con la cabeza.

– ¿Y dónde estabas cuando necesitaste el papel? -insistió un Lon Sellitto cada vez más aburrido.

– No lo sé. En un Starbucks.

– ¿En cuál?

Weir entrecerró los ojos.

– No me acuerdo.

Últimamente, los criminales habían empezado a citar mucho Starbucks al presentar coartadas. Sellitto decidió que se debía a que había tantos establecimientos de esa firma, y tan parecidos entre sí, que los delincuentes podían justificar su confusión sobre en cuál de ellos habían estado en un momento determinado.

– ¿Y por qué estaba en blanco? -continuó Sellitto.

– ¿Qué estaba en blanco?

– El dorso de la factura. Si lo cogiste para escribir en él, ¿por qué no había nada escrito?

– ¡Ah! Me parece que no pude encontrar un bolígrafo.

– En Starbucks tienen bolígrafos. La gente utiliza mucho la tarjeta de crédito para pagar allí. Y se necesita un bolígrafo para firmar los recibos.

– La camarera estaba muy ocupada; no quería molestarla.

– ¿Y qué era lo que querías escribir?

– Estoooo… -se oyó el silbido de su respiración-, los horarios de una película.

– ¿Dónde está el cuerpo de Larry Burke?

– ¿Quién?

– El oficial de policía que te arrestó en la calle Ochenta y ocho. Anoche le dijiste a Lincoln Rhyme que tú le habías matado y que el cuerpo estaba en algún lugar del West Side.

– Yo sólo estaba intentando hacerle creer que iba a atentar contra el circo, despistarle, darle información falsa.

– Y cuando admitiste haber matado a las otras víctimas, ¿eso también era información falsa?

– Exacto. Yo no he matado a nadie. Lo ha hecho otra persona que quiere cargarme a mí el muerto.

¡Ah, la excusa más antigua para defenderse! Y la más pobre. La más embarazosa.

Aunque, por supuesto, de vez en cuando funcionaba, como bien sabía Sellitto: dependía de la credulidad del jurado.

– ¿Quién querría incriminarte?

– No lo sé. Pero alguien que me conoce, está claro.

– Porque tiene acceso a tu ropa, a tus fibras, a pelos y cosas para colocarlas en las escenas del crimen…

– Exactamente.

– Bien, entonces la lista será corta. Dame algunos nombres.

Weir cerró los ojos.

– No me acuerdo de ninguno -dejó caer la cabeza-. Es realmente frustrante.

Sellitto no habría podido encontrar otras palabras que lo definieran con mayor exactitud.

Pasaron media hora más entretenidos con este juego. Al final, el detective renunció. Estaba enfadado; pensaba que él no tardaría en volver a casa, con su novia, que estaba preparando la cena: pavo, ¡qué ironía!, igual que el menú del Riverside Inn de Bedford Junction, mientras que el oficial Larry Burke jamás volvería a casa con su mujer. Abandonó la actitud de interrogador amable aunque persistente y masculló entre dientes:

– Lárgate de mi vista.

Sellitto y el resto de los oficiales se llevaron al detenido dos manzanas más allá, al Centro de Detención de Manhattan, donde le ficharon por todos los cargos posibles: asesinato, intento de asesinato, agresión e incendio. El detective advirtió a los oficiales del Centro de las habilidades que tenía el detenido para escaparse, y ellos le garantizaron que llevarían a Weir a Detenciones Especiales, un edificio del que era prácticamente imposible escapar.

– ¡Ah, detective Sellito…! -le llamó Weir en un susurro gutural.

El detective se volvió.

– Le juro por Dios que yo no lo hice -dijo entrecortadamente con una voz que reflejaba lo que parecía arrepentimiento sincero-. Tal vez cuando descanse un poco pueda recordar algunas cosas que le ayudarán a encontrar al verdadero asesino. Yo quiero ayudar, de veras.

* * *

Abajo, en Las Tumbas, los dos oficiales que llevaban al detenido fuertemente agarrado por los brazos, dejaron que fuera arrastrando los pies hasta el puesto de registro.

A mí no me parece tan peligroso, pensó Linda Welles, oficial del Departamento de Correctivos. Sí que estaba fuerte, según veía, pero no como algunas de esas bestias que procesaban allí, esos chavales de Alphabet City o Harlem con unos cuerpos perfectos que ni siquiera habían conseguido estropear las enormes cantidades de crack, caballo y licor de malta que se metían.

No; la verdad es que no se explicaba por qué estaban montando tanto alboroto con este tipo viejo y flaco, Weir, Erick A.

«No le sueltes, no le pierdas de vista las manos, no le quites los grilletes», habían sido las advertencias del detective Sellitto. Pero la única impresión que causaba el sospechoso era la de tristeza y cansancio; además, respiraba con dificultad. Se preguntó qué le habría pasado en la mano y en el cuello, las cicatrices. Un incendio o aceite hirviendo. Sólo de pensar en el dolor la oficial se estremeció.

Welles recordó lo que Weir le dijo al detective Sellitto en la puerta de Admisión: «Yo quiero ayudar, de veras». Tenía el aspecto de un escolar que hubiera decepcionado a sus padres.

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[25] En el fútbol americano, los jugadores que hacen una entrada fuerte. (N. de la T)