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A pesar de la preocupación que había mostrado Sellitto, el proceso de toma de huellas dactilares y las fotos para el archivo policial transcurrieron sin incidentes, y no tardaron en volver a ponerle las dobles esposas y grilletes. Welles y Hank Gersham, un corpulento oficial del Departamento de Correctivos, le cogieron de un brazo cada uno y se dirigieron por el largo pasillo hacia el puesto de admisión.

Welles había llevado hasta allí a miles de criminales y pensaba que era inmune a sus ruegos, protestas y lágrimas. Pero había algo en la triste promesa que le hizo Weir al detective Sellitto que la conmovía. Tal vez fuera verdad que era inocente. No tenía aspecto de asesino.

Weir hizo un gesto de dolor, y Welles aflojó ligeramente los dedos, que tenía agarrados al brazo como tenazas.

Un momento después, el detenido emitió un gemido y se desplomó hacia el lado de la oficial. Tenía la cara contraída de dolor.

– ¿Qué pasa? -le preguntó Hank.

– Un calambre -dijo Weir, jadeante-. Me duele… ¡Aaayyy, Dios mío! -dio un grito ahogado-. ¡Los grilletes!

Tenía la pierna izquierda rígida, temblorosa, dura como una roca.

– ¿Se los quito? -le preguntó el oficial a Welles.

Welles se quedó dubitativa unos instantes y, a continuación, dijo:

– No. Weir: ponte de lado, yo lo arreglaré.

Como corredora, Welles sabía qué hacer en caso de calambres. Seguramente no era fingido, ya que parecía que el dolor era auténtico y el músculo estaba durísimo.

– ¡Ay, Dios! -gritó Weir lleno de dolor-. ¡Los grilletes!

– Tenemos que quitárselos -le dijo Hank a su compañera.

– No -repitió con decisión Welles-. Colócale en el suelo, yo me encargaré.

Colocaron con cuidado a Weir en el suelo y Welles comenzó a masajearle la pierna rígida. Hank se quedó de pie, mirando cómo lo hacía. Mientras se ocupaba de la pierna, hubo un momento en que Welles dirigió la mirada hacia arriba y vio que las manos esposadas de Weir, aún a la espalda, se habían deslizado hacia un lado, y que tenía los pantalones unos centímetros más abajo.

Se acercó para mirar más de cerca. Vio que a Weir se le había desprendido una tirita en la cadera. ¿Qué demonios era eso? Se dio cuenta de que era un corte en la piel.

Fue entonces cuando él le sacudió con la palma de la mano un golpe que le dio de lleno en la nariz y le rompió el cartílago. Su cara reflejó un dolor inmenso, que le cortó la respiración.

¡Una llave! ¡Llevaba una llave o una ganzúa escondida en el pequeño corte en la piel debajo del esparadrapo!

Su compañero alargó el brazo enseguida, pero Weir se levantó con mayor rapidez y le dio un codazo en la garganta. El oficial cayó al suelo, jadeando y rodeándose el cuello con la mano, tosiendo e intentando recobrar la respiración. Weir trató de sacar, con una mano, la pistola de Welles de la funda, pero ella se resistía, sujetándola con ambas manos y con todas sus fuerzas. La oficial intentó gritar, pero la sangre que le salía de la nariz se le iba a la garganta y comenzó a atragantarse.

Sin soltar el arma de Welles, el preso alargó la mano izquierda hacia abajo y, en cuestión de segundos, se quitó los grilletes de las piernas. Acto seguido, empezó a tirar, con ambas manos, de la Glock de Welles.

– ¡Socorro! -gritó, tosiendo sangre-. ¡Que alguien me ayude!

Weir consiguió finalmente sacar el arma de la funda, pero Welles, pensando en sus hijos, le agarró con fuerza de la muñeca. El cañón de la pistola se quedó apuntando hacia el pasillo vacío, tras pasar por las manos y piernas de Hank, que luchaba por recobrar el aliento entre múltiples arcadas.

– ¡Socorro! ¡Oficial herido! ¡Ayuda! -gritó Welles.

Vio que algo se movía al final del pasillo: se había abierto una puerta y alguien se acercaba corriendo. Pero parecía que aquel corredor tenía kilómetros de largo y Weir se estaba haciendo con la pistola. Los dos cayeron rodando al suelo: la desesperación de los ojos de Weir, a sólo centímetros de los ojos de ella; el cañón de la pistola volviéndose poco a poco en dirección a Welles acabó entre medias de ambos. Jadeante, Weir intentó introducir el índice en el gatillo.

– ¡No, por favor, no, no! -gimoteó ella. El detenido sonrió con crueldad al verla mirar fijamente el ojo negro del arma, a unos centímetros de su cara, a la espera de que disparara en cualquier momento.

Veía a sus hijos, a su madre.

No hay escapatoria, ¡joder!, pensó Welles, furiosa. Puso el pie contra la pared y empujó con fuerza. Weir se cayó de espaldas y ella acabó cayendo encima de él.

El arma se disparó, produciendo una enorme explosión que la ensordeció, y recibió un fuerte culatazo en la muñeca.

La pared quedó salpicada de sangre.

¡No, no, no!

Por favor, que Hank esté bien, rezaba.

Welles vio entonces que su compañero estaba intentando ponerse de pie. No estaba herido. Entonces se dio cuenta de que ya no luchaba por recuperar el arma, sobre la que sólo estaba su mano, no la de Weir. Temblorosa, se puso en pie de un salto y retrocedió, alejándose de él.

¡Oh, Dios mío!…

La bala le había dado al detenido directamente en un lado de la cabeza y había dejado una herida horrorosa. La pared que había junto a él estaba salpicada de sangre, masa cerebral y trozos de hueso. Weir estaba tendido de espaldas, con los ojos vidriosos dirigidos al techo, la sangre goteando al suelo desde la sien.

Temblando, Welles aulló:

– ¡Maldita sea mi estampa! ¿Qué he hecho? ¡Joder…! ¡Ayúdenle, que venga alguien a ayudarle!

Cuando llegaron a la escena una docena de oficiales más, Welles se volvió para mirarlos y vio que se quedaban inmóviles un instante y se ponían a la defensiva contra ella.

Welles dio un grito ahogado. ¿Habría otro criminal detrás de ella? Se dio la vuelta y vio que el pasillo estaba vacío. Volvió la cabeza y vio que los otros agentes seguían a la defensiva, agachados y apuntando con sus armas. Gritaban, pero el disparo la había dejado sorda y no entendía lo que decían.

Por fin logró entender algo:

– ¡Por Dios, Linda, el arma! Métela en la funda y mira adonde apuntas.

Se dio cuenta de que, presa del pánico, había estado moviendo su Glock de un lado para otro y apuntando al techo, al suelo, a los oficiales…, como un niño con una pistola de juguete.

Soltó una risa frenética por su descuido. Al introducir la pistola en la funda, sintió algo duro en el cinturón y tiró de ello. Examinó el trozo de hueso sanguinolento del cráneo de Weir. «Oh», dijo, lo tiró y se rió como se reía su hija en una buena sesión de cosquillas. Se escupió en la mano y empezó a limpiarse la palma contra el pantalón. Fue restregándose cada vez con más desesperación hasta que la risa cesó de repente y cayó de rodillas, devorada por un llanto desgarrador.

Capítulo 36

– ¡Tendrías que haberlo visto, mamá! Creo que les volví locos.

Kara estaba sentada en el borde de la silla, meciendo la taza tibia de Starbucks entre las manos: el calor del cartón se correspondía perfectamente con la temperatura de la piel humana, la de su madre, por ejemplo, aún rosada, aún tersa.

– El escenario fue sólo mío durante cuarenta y cinco minutos, ¿qué te parece?

– ¿Qué…?

Esa palabra no formaba parte de un diálogo imaginario. La mujer estaba despierta y había hecho la pregunta con una voz firme.

Qué.

Aunque Kara no tenía ni idea de lo que su madre quería decir.

Podía ser: ¿Qué acabas de decir?

O bien: ¿Qué haces aquí tú? ¿Por qué has entrado en mi habitación y estás ahí sentada como si nos conociéramos?

O bien: Oí la palabra «qué» una vez, pero no sé lo que significa y no me atrevo a preguntar. Es importante, ya lo sé, pero no me acuerdo. Qué, qué, qué…