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– Quiere reunirse contigo cara a cara -le dijo Roth.

El vino era un Grgich Hills Cabernet Sauvignon. Nada menos que un 1997. Un gran viñedo y una gran cosecha.

– ¿Cuánto tardarías en llegar al Centro de Detención? -continuó Roth.

– Media hora. Me voy ya.

Grady colgó y le dijo a su mujer:

– La buena noticia es que no habrá juicio.

Luis, el guardaespaldas de mirada serena, dijo:

– Voy con usted.

Tras la muerte de Weir, Lon Sellitto había reducido la escolta a un oficial.

– No, tú quédate aquí con mi familia, Luis. Yo me quedo más tranquilo.

Su mujer preguntó con prudencia:

– Si ésa es la buena noticia, cariño, ¿cuál es la mala?

– Que no vendré a cenar -dijo el fiscal adjunto llevándose un puñado de galletitas a la boga y regándolas con un trago muy largo de un vino muy bueno. Al carajo, ¿por qué no celebrarlo?, pensó.

* * *

El Camaro SS amarillo de Sachs, que parecía que había sobrevivido a varias guerras, se detuvo frente al número 100 de Centre Street. Arrojó la placa del NYPD al salpicadero y salió. Saludó con un gesto al equipo de la escena del crimen, que estaba junto a su Vehículo de Respuesta Rápida.

– ¿Dónde está la escena?

– Primera planta, al final. Por el pasillo de Admisión.

– ¿Está sellada?

– Sí.

– ¿De quién era el arma?

– De Linda Welles, oficial del Departamento de Correctivos. Está muy afectada. El cabrón le ha roto la nariz.

Sachs cogió uno de los maletines y lo colocó en un carrito, dirigiéndose después a la puerta principal del edificio del Juzgado de lo Penal. El resto de los técnicos de Escena del Crimen hizo lo mismo y se fueron detrás de ella.

Aquella escena tenía unas características muy especiales, desde luego. ¿Un disparo accidental por parte de una oficial y un sospechoso que intentaba escaparse?

Mero trámite. Aun así, se trataba de un homicidio, lo que exigía un informe completo de la escena del crimen para la Junta constituida para el caso y cualesquiera investigaciones y pleitos posteriores. Amelia Sachs se esmeraría con esa escena tanto como con cualquier otra.

Tras comprobar las tarjetas de identificación, un guardia les condujo por una serie de pasillos que conducían al sótano. Por fin llegaron a una puerta cerrada y atravesada por la cinta amarilla de la línea policial. Había un detective que hablaba con una oficial de uniforme con la nariz llena de pañuelos de papel y vendas.

Sachs se presentó y explicó que ella era la encargada de recopilar información de la escena. El detective se apartó y Sachs le preguntó a Linda Welles por lo sucedido.

Con una voz titubeante y nasal, la oficial le explicó que en el recorrido que hicieron desde que le tomaron las huellas dactilares hasta el puesto de Admisión, el sospechoso se las había arreglado de alguna forma para liberarse de las esposas.

– Tardaría unos dos o tres segundos. Esposas y grilletes. Así, sin más: abiertos. Y no cogió mi llave. -Se señaló el bolsillo de la blusa donde se suponía que estaba-. Tenía una ganzúa o una llave o algo en la cadera.

– ¿En el bolsillo? -preguntó Sachs con un gesto de incredulidad. Recordó que le habían registrado meticulosamente.

– No, en la pierna. Ya lo verás. -Señaló con la cabeza hacia el pasillo donde estaba el cuerpo de Weir-. Tiene un corte en la piel, cubierto por una tirita. ¡Todo ha sucedido tan deprisa!

Sachs supuso que él mismo se había hecho el corte para tener un sitio donde esconder cosas. Un pensamiento repugnante.

– Entonces me agarró el arma y comenzamos a forcejear. Y se disparó, sencillamente. Yo no quería apretar el gatillo, y no lo hice, de verdad, pero… Intenté mantener el control pero no pude. Sencillamente, se disparó.

Control…, se disparó. Los términos, jerga policial, eran tal vez un intento de desligarla del sentimiento de culpa. Eso no tenía nada que ver con el hecho de que había muerto un asesino, ni con que la vida de ella hubiera estado en peligro, ni con que el sujeto hubiera engañado a una docena más de agentes; no, con lo que tenía que ver era con que esa mujer había tenido un tropiezo. Para las mujeres del NYPD el listón estaba muy alto, y las caídas eran siempre más duras que para los hombres.

– Nosotros le arrestamos y le registramos allí mismo -dijo Sachs con amabilidad-. Y tampoco vimos la llave.

– Sí -dijo la oficial entre dientes-. Pero acabará saliendo.

Al investigar el incidente de los disparos, quería decir. Y, en efecto, saldría.

Bien, pues Sachs se emplearía a fondo en su informe para dar a aquella oficial el mayor respaldo posible.

Welles se tocó la nariz con mucha delicadeza.

– ¡Ay!, cómo me duele. -Le caían lágrimas por las mejillas-. ¿Qué van a decir mis hijos? Siempre me están preguntando si hago cosas peligrosas, y yo les digo que no. Pues mira esto…

Sachs se puso los guantes de látex y pidió la Glock a la oficial. La cogió, bajó el bloqueo y sacó el cañón de la cámara. Lo metió todo en una bolsa de plástico para pruebas.

Adoptando el papel de sargento, Sachs le dijo a Welles:

– Puedes tomarte un permiso, ¿sabes?

Welles ni siquiera la oyó.

– Simplemente, se disparó -decía la mujer con voz apagada-. Yo no quería. Yo no quería matar a nadie.

– Linda -la llamó Sachs-. Puedes tomarte un permiso, de una semana o diez días.

– ¿Puedo?

– Habla con tu superior.

– Claro, sí. Podría tomármelo. -Welles se levantó y se dirigió, medio aturdida, hasta el médico que estaba atendiendo a su colega, quien se había hecho un horrible cardenal en el cuello, aunque al parecer no pasaba de eso.

El equipo de Escena del Crimen se estableció fuera de la puerta que daba al pasillo donde se había producido el disparo. Abrieron los maletines y colocaron todos los equipos de recopilación de pruebas, los dispositivos para las crestas papilares de las huellas y las cámaras de vídeo y de fotografía fija. Sachs se puso el mono de tyvek y las bandas de goma en los pies.

Se colocó el micrófono de diadema y solicitó una conexión de comunicación por radio con el teléfono de Rhyme. Mientras arrancaba la cinta policial y abría la puerta, pensó: ¿un corte en la piel para esconder ganzúas y llaves para esposas? De todos los malhechores a los que se habían enfrentado Lincoln y ella, El Prestidigitador era…

– ¡Oh, maldita sea! -soltó.

– Hola a ti también, Sachs -dijo Lincoln, mordaz, por el auricular-. Al menos creo que eres tú, porque hay muchas interferencias.

– ¡Estoy que no me lo creo, Rhyme! Los de la Unidad Médica se han llevado el cuerpo antes de que yo pudiera procesarlo. -Sachs estaba mirando hacia el pasillo, ensangrentado y vacío.

– ¿Cómo? ¿Quién lo ha autorizado?

Las normas en una Escena del Crimen dictaban que el personal de emergencias médicas podía entrar en una escena para salvar a los heridos, pero, en caso de homicidio, el cadáver tenía que permanecer intacto, ni siquiera el médico de guardia de la oficina de Exámenes Médicos podía tocarlo antes de que alguien del Departamento Forense procesara el cadáver. Era una labor policial fundamental, y la carrera del que hubiera autorizado levantar el cadáver de El Prestidigitador estaba en peligro.

– ¿Hay algún problema, Amelia? -gritó uno de los técnicos desde la puerta.

– Mira -dijo, enojada, señalando hacia el pasillo-. El equipo médico se ha llevado el cuerpo antes de que lo procesáramos. ¿Cómo es eso?

El joven técnico, que llevaba el pelo cortado al rape, frunció el ceño, miró a su compañera y dijo: