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Eso es todo lo que tengo que hacer. Ese es mi trabajo.

Sachs hizo un gesto negativo con la cabeza y se retiró hacia atrás la cutícula del pulgar con la uña de otro dedo.

– Bien; pues tráeme el libro de registro y todo lo demás. Le echaremos un vistazo aquí -dijo Rhyme.

En una esquina de la estancia había una joven asiática, de pie, rodeándose a sí misma con los brazos y mirando por el irregular cristal emplomado. Se volvió y dirigió la mirada hacia Sachs.

– La he oído hablar. Ha dicho usted…, bueno, lo que quiero decir es que… ha sonado como si no supiera usted si ese hombre había salido del edificio después de…, después. ¿Cree que sigue aquí?

– No, no lo creo -dijo Sachs-. Me refería a que no estamos seguros de cómo ha escapado.

– Pero, si no saben eso, significa que podría estar aquí escondido, en alguna parte. Esperando a otra persona. Y no tienen idea de dónde está.

Sachs le ofreció una sonrisa tranquilizadora.

– Dejaremos a muchos oficiales por aquí hasta que averigüemos todo lo que ha sucedido. No tiene por qué preocuparse.

Aunque lo que estaba pensando era que aquella muchacha tenía toda la razón: sí, puede que estuviera allí, esperando a otra persona. Y no, no tenían ni la más mínima idea de quién era ni de dónde estaba.

Capítulo 4

Y ahora, Venerado Público, haremos un breve intermedio. Disfruten recordando «El ahorcado perezoso»… y saboreen de antemano lo que no tardarán en ver.

Relájense.

Enseguida va a comenzar nuestra próxima actuación…

El hombre iba caminando por Broadway, en el Upper West Side de Manhattan. Al llegar a una esquina se detuvo, como si se hubiera olvidado de algo, y se puso en la sombra que proyectaba un edificio. Sacó el teléfono móvil de su cinturón y se lo colocó en la oreja. Conforme hablaba sonreía de cuando de cuando, como suelen hacer las personas que van hablando por un móvil, y miraba a su alrededor con indiferencia, una actitud también habitual entre los usuarios de ese tipo de teléfonos.

Sin embargo, en realidad no había hecho ninguna llamada. Lo que estaba haciendo era comprobar si le habían seguido desde la Escuela de Música.

El aspecto de Malerick en ese momento era muy diferente del que ofrecía aquella misma mañana, cuando se escapó de la escuela. Ahora era un hombre rubio y sin barba que vestía ropa de deporte, con una camiseta de cuello alto. Si los transeúntes con los que se fue cruzando se hubieran fijado en él, habrían advertido unas cuantas cosas raras en su físico: por fuera de la camiseta, rodeándole el cuello, asomaba un trozo de piel cicatrizado, y tenía los dedos meñique y anular de la mano izquierda unidos.

Pero nadie estaba mirando. Porqué sus gestos y expresiones eran naturales, y, como sabía cualquier ilusionista, actuar con naturalidad le hace a uno invisible. Satisfecho finalmente al comprobar que nadie le había seguido, volvió a caminar de forma despreocupada, tomó una calle transversal y continuó andando por una acera arbolada hacia su apartamento. Sólo se cruzó con unas cuantas personas que iban haciendo jogging, y con dos o tres vecinos que volvían a sus casas con el Times y unas bolsas de Zabar, deseosos de tomarse una taza de café, de pasar una hora leyendo tranquilamente el periódico y, tal vez, de echar sin prisas uno de esos polvos de mañana de fin de semana.

Malerick subió andando las escaleras hasta el apartamento que había alquilado hacía unos pocos meses. Estaba en un edificio oscuro y tranquilo, muy diferente de la casa y el taller que tenía en el desierto cerca de Las Vegas. Se dirigió al apartamento del fondo.

Como les decía, nuestra próxima actuación comenzará enseguida.

Mientras tanto, Venerado Público, pueden ustedes comentar entre sí la ilusión que acaban de ver; entablen conversación con los que les rodean e intenten adivinar qué vendrá ahora en el programa.

Nuestro segundo número requerirá unas habilidades muy diferentes que pondrán a prueba a nuestro artista, aunque será, se lo garantizo, tan impactante como «El ahorcado perezoso».

Ésas y decenas de palabras más serpenteaban automáticamente por la mente de Malerick. Venerado Público… Se dirigía sin cesar a aquella imaginaria concurrencia (a veces escuchaba sus aplausos y carcajadas, y en algún que otro caso, sus gritos ahogados de espanto). Un murmullo constante de frases con ese marcado tono teatral e histriónico que emplearía un maquillado maestro de ceremonias, o un ilusionista de la época victoriana. Palabrería, así se llamaba: un monólogo dirigido al público con el fin de darle la información que necesitaba saber para hacer que un truco funcionara, para compenetrarse con los espectadores. Y también para desarmarles y distraerles.

Después del incendio, Malerick suprimió prácticamente cualquier contacto con los seres humanos, a quienes fue sustituyendo poco a poco por su imaginario y venerado público, hasta que éste se convirtió en su compañero inseparable. La palabrería no tardó en llenar sus pensamientos, tanto en la vigilia como en el sueño, y, según creía él a veces, amenazaba con volverle completamente loco. Sin embargo, al mismo tiempo, le servía de intenso consuelo saber que no se había quedado totalmente solo en la vida después de la tragedia ocurrida hacía tres años. Su venerado público estaba siempre con él.

El apartamento olía a barniz barato, y el papel de las paredes y el suelo desprendía un curioso tufillo a carne. Estaba decorado con unos pocos muebles: sillones y sofás baratos, y una funcional mesa de comedor, que en ese momento estaba preparada para un comensal. Los dormitorios, en la otra parte de la casa, estaban abarrotados de las herramientas de trabajo de un ilusionista: accesorios teatrales, atuendos, cuerdas, disfraces, equipos para moldear con látex, pelucas, rollos de tela, una máquina de coser, pinturas, petardos, maquillaje, placas de circuitos, alambres, pilas, papel y algodón flash, rollos de hilo fusibles, herramientas de carpintería… y mil cosas más.

Se preparó un té de hierbas y se sentó a la mesa. Fue dando sorbitos a la suave bebida mientras comía algo de fruta y una granola baja en calorías. El ilusionismo es un arte físico, y la actuación de un artista será tan buena como buena sea la condición física en que se encuentre. Tomar alimentos sanos y hacer ejercicio eran elementos vitales para el éxito.

Estaba contento con su actuación de esa mañana. Había matado a la primera artista con facilidad; recordaba con un placer estremecedor la rigidez de la joven cuando él la sorprendió por detrás y deslizó la cuerda alrededor de su cuello. Ni una pista de que llevaba esperando media hora en el rincón, debajo de la seda negra.

La irrupción por sorpresa de la policía…, bueno, eso sí le había sobresaltado. Pero, como todos los buenos ilusionistas, Malerick había preparado una escapatoria, y la había ejecutado a la perfección. Terminó el desayuno y llevó la taza a la cocina, la lavó con cuidado y la dejó en un escurridor. Era meticuloso en todo lo que hacía; su maestro, un ilusionista entregado, obsesivo y sin sentido del humor, le había inculcado el sentido de la disciplina. Malerick se dirigió después al mayor de los dormitorios y puso la cinta de vídeo que él mismo había tomado del lugar de su siguiente actuación. La había visto ya una docena de veces y, aunque casi se la sabía de memoria, se disponía ahora a analizarla de nuevo (su maestro le había impuesto también -a veces literalmente- la importancia de la regla del uno por cien: cada minuto en el escenario son cien minutos de ensayo).

Mientras veía la cinta, acercó hacia sí una mesa cubierta con terciopelo, de las que utilizaba en las actuaciones. Sin mirarse las manos, Malerick practicó varios ejercicios simples con las cartas: «El falso revoloteo del milano», «El falso corte de los tres montones», seguidos de otros algo más difíciles: «El deslizamiento a la inversa», «El planeo y la fuerza en el reparto». Ensayó también algunos trucos realmente complicados, como el de «Las cartas fantasmas», de Stanley Palm, el famoso «Misterio de las seis cartas», de Maído, y otros muchos del célebre maestro de las cartas y actor Ricky Jay, también algunos de Cardini.