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– Uhmmm, bueno, el médico está ahí afuera. Era con el que estábamos hablando cuando tú llegaste, el que daba de comer a las palomas… Estaba esperando a que termináramos para trasladar el cadáver.

– ¿Qué pasa? -gruñó Rhyme-. Oigo voces, Sachs.

– Hay un equipo de la oficina de Exámenes Médicos afuera, Rhyme. Parece que no son ellos los que se han llevado el cuerpo. ¿Qué…? ¡Oh, por Dios bendito, no! -El escalofrío le llegó directamente al alma-. Rhyme, no te vas a…

– ¿Qué ves Sachs? -ladró-. ¿Qué aspecto tienen las salpicaduras de sangre?

Sachs fue corriendo al lugar en el que se había producido el disparo y estudió las manchas de sangre que había en la pared.

– ¡Oh, no! No parecen las manchas normales de un disparo, Rhyme.

– ¿Hay masa cerebral o hueso?

– Masa gris, sí. Pero tampoco tiene el aspecto habitual. Hay algunos fragmentos de hueso, aunque no muchos para haber sido un disparo desde tan cerca.

– Haz un análisis de sangre como presunta prueba, eso tendrá el carácter oficial suficiente.

Volvió corriendo a la puerta.

– ¿Pero qué está pas…? -preguntó uno de los técnicos, que se calló al verla revolver frenéticamente entre los maletines.

Sachs cogió el equipo de análisis de sangre catalítico Kastle-Meyer, volvió al pasillo y tomó una muestra de la pared. La trató con fenolftaleína y, momentos después, ya tenía el resultado.

– No sé lo que es pero, definitivamente, no es sangre. -Miró las manchas rojizas que había en el suelo que, en cambio, parecían auténticas. Analizó una muestra y dio positivo. En la esquina encontró una hoja de navaja de afeitar ensangrentada-. ¡Por el amor de Dios, Rhyme, el disparo no le alcanzó de verdad, lo ha representado todo! Se cortó en alguna parte para sangrar de verdad y engañó a los guardias.

– Avisa a los de seguridad.

– Se trata de una fuga, ¡que cierren todas las salidas! -gritó Sachs.

El detective llegó en ese momento al pasillo y se quedó mirando al suelo. Linda Welles se le unió, con los ojos como platos. El alivio momentáneo que sintió por no haber participado en realidad en la muerte de un hombre se desvaneció al darse cuenta de que las implicaciones de lo que había sucedido eran mucho peores.

– ¡No! Pero si estaba ahí…, con los ojos abiertos. Tenía el aspecto de estar muerto -su voz era aguda, frenética-. Pero si…, o sea…, la cabeza… estaba toda ensangrentada. Yo vi…, yo vi la herida.

Viste la ilusión de una herida, pensó Sachs con amargura.

El detective gritó:

– Han avisado a los guardias en todas las salidas. Pero, por Dios bendito, este pasillo no es una zona de alta seguridad. En cuanto cerramos las puertas aquí, él pudo haberse levantado e ido a cualquier parte. Seguramente esté robando un coche en este momento, o en el metro hacia Queens.

Amelia Sachs comenzó a dar órdenes. Cualquiera que fuera el rango del detective, estaba tan impresionado por la huida que no puso en duda la autoridad de la oficial.

– Haz un comunicado sobre la fuga y transmítelo -dijo-. A todas las agencias del área metropolitana. Federales y estatales. No olvides la Empresa Municipal de Transporte. El nombre es Erick Weir. Varón, blanco. Cincuenta y pocos años. Tienes la foto del archivo policial.

– ¿Cómo va vestido? -preguntó el detective a Welles y a su compañero. Ambos se esforzaron por recordarlo y le dieron una descripción general.

Sin embargo, Sachs estaba pensando que apenas importaba, ya que en ese momento ya llevaría un atuendo diferente. Miró hacia los cinco tentáculos de pasillos oscuros que abarcaba con la vista desde esa posición y vio las siluetas de decenas de personas: guardias, conserjes, polis…

O tal vez alguna era la de El Prestidigitador disfrazado de uno de ellos.

Pero, por el momento, dejó en otras manos el asunto de la persecución y volvió a su ámbito de especialización: la escena del crimen, cuya investigación iba a ser un mero formalismo pero era ahora una cuestión de vida o muerte.

Capítulo 37

Según avanzaba con cautela por el sótano del Centro de Detención de Manhattan, Malerick iba reflexionando sobre su fuga mientras ofrecía un monólogo silencioso a su venerado público.

Permítanme compartir con ustedes un truco de los ilusionistas.

Para engañar de verdad a la gente no basta con desorientarles durante el truco. El motivo estriba en que, ante un fenómeno que desafía a la lógica, el cerebro humano sigue representando la escena posteriormente para tratar de comprender lo sucedido. Nosotros, los ilusionistas, lo llamamos «reconstrucción», y salvo que efectuemos el truco de manera inteligente, un público listo y suspicaz resultará engañado sólo por un tiempo; una vez finalizada la función, descubrirá el método que hemos empleado.

Así pues, ¿cómo engañamos a públicos de ese tipo?

Utilizamos el método más inverosímil posible, además de ridiculamente sencillo o abrumadoramente complejo.

He aquí un ejemplo: un famoso ilusionista simula que traspasa un pañuelo con una pluma de pavo real entera. Es raro que el público pueda imaginar qué tipo de sortilegio realiza el artista para que parezca verdad lo que hace. ¿Cuál es elmétodo?

Que en realidad traspasa el pañuelo. ¡El pañuelo tiene un agujero! El público piensa en esta posibilidad en un principio, pero invariablemente decide que es demasiado simple para un mago tan extraordinario. Tiende a pensar que lo que está haciendo es mucho más complicado.

Otro: un ilusionista está cenando con unos amigos en un restaurante y alguien le pide que les haga algunos trucos. Al principio se niega pero luego accede. Coge un mantel, lo extiende delante de una mesa cercana, cubriendo a una pareja de novios que había cenando y, en un segundo, hace que desaparezcan la pareja y la mesa. Los amigos se quedan atónitos. ¿Cómo lo ha hecho? Nunca se les ocurrió que, en previsión de que se le pidiera que actuara, el ilusionista había acordado con el maître que hubiera preparada una mesa plegable, y además contrató a dos actores para que hicieran el papel de pareja. Cuando el ilusionista levantó el mantel, ellos acababan de desaparecer en ese preciso instante.

Al reconstruir lo que acababan de ver, los comensales rechazaron la respuesta verdadera por demasiado improbable para una actuación tan aparentemente improvisada como ésta.

Y esto es lo que ha ocurrido con el acto de ilusionismo que acaban de presenciar, lo que yo llamo «El prisionero disparado».

Reconstrucción. Muchos ilusionistas pasan por alto este proceso psicológico. Pero a Malerick no se le olvidaba nunca, y lo tuvo en cuenta minuciosamente al planear su huida del Centro de Detención. Los oficiales que le escoltaban por el pasillo que conducía al calabozo creyeron ver que el detenido se liberaba de las esposas, se hacía con un arma y acababa recibiendo un disparo que terminaba con su vida justo delante de ellos.

Hubo sorpresa, hubo consternación, hubo horror.

Pero incluso en momentos clave como esos, la mente hace lo que debe hacer, y antes de que el humo se desvaneciera, los oficiales ya estaban analizando los acontecimientos, considerando las diferentes opciones y medidas que debían adoptarse. Como cualquier otro público, se entregaron a la reconstrucción y, como sabían que Erick Weir era un experto ilusionista, se preguntaron sin duda si el disparo había sido falso.

Pero ellos habían oído con sus propios oídos que una pistola de verdad disparaba una bala de verdad.

Y habían visto con sus propios ojos que la cabeza explotaba con el impacto y, un momento después, un cuerpo inerte y sin vida, sangre, cerebro, hueso y unos ojos vidriosos.

La reconstrucción les hizo llegar a la conclusión de que era demasiado inverosímil que un hombre llegara tan lejos para fingir un disparo. Así que, confiados en que estaba muerto, le dejaron solo y sin esposar en el pasillo mientras ellos se iban frenéticos a hacer sus llamadas por radio o por teléfono.