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– Lo que sí sé es que no se ha ido de la ciudad, que se lo está pasando bien aquí -dijo Rhyme.

Lo único que ha significado algo para mí en la vida es actuar. El ilusionismo, la magia…

* * *

– Gracias señor, gracias.

El guardia se quedó algo confuso ante las delicadas palabras que le dirigía el hombre -Andrew Constable- al que estaba conduciendo a la sala de interrogatorios, por encima de Las Tumbas, en el sur de Manhattan.

El detenido sonreía como lo haría un predicador al agradecer las limosnas a sus feligreses.

Constable venía con las manos esposadas a la espalda, y el guardia se las cambió al frente

– ¿Ha venido ya el señor Roth, señor?

– Siéntese y cállese.

– No tema… -Constable se sentó.

– Cállese.

Eso también lo hizo.

El guardia salió y, solo en el cuarto, el detenido miró la ciudad por la grasienta ventana. Aunque era un hombre del campo hasta la médula, sabía apreciar Nueva York. El once de septiembre le dejó atónito e iracundo hasta decir basta. Si a él y a la Unión Patriótica les hubieran dejado actuar a su albedrío, aquel suceso no habría ocurrido nunca, ya que la gente que deseaba acabar con el estilo de vida americano habría sido arrancada de raíz y desenmascarada.

Preguntas comprometidas…

Un momento después se abrió la pesada puerta de metal y el guardia dejó pasar a Joseph Roth.

– ¿Qué hay, Joe? ¿Ha accedido Grady a la negociación?

– Sí. Llegará dentro de unos diez minutos, supongo. Aunque va a necesitar que le digas algo sustancioso, Andrew.

– No te preocupes que se lo diré -suspiró-. Me he enterado de más cosas desde que hablé contigo la última vez. Te diré, Joseph, que estoy muy afectado por lo que ha ocurrido en Canton Falls. Y ha estado pasando delante de mis narices un año o así. La historia a la que Grady no hacía más que referirse, sobre matar a esos federales, ¿recuerdas…? Yo pensé que eran bobadas, pero no; había unos tipos que lo estaban planeando de verdad.

– ¿Tienes nombres?

– Descuida, que los tengo. Amigos míos, buenos amigos. Al menos lo eran. ¿Y qué me dices del almuerzo en el Riverside Inn? Algunos de ellos contrataron a Weir para que matara a Grady. Tengo los nombres, las fechas, los lugares, los números de teléfono. Y voy a tener más cosas. Hay muchísimos patriotas que van a cooperar incondicionalmente, no te preocupes.

– Eso está bien -dijo Roth, que pareció aliviado ante esas palabras-. Será difícil al principio negociar con Grady. Es su estilo. Pero creo que las cosas van a salir bien.

– Gracias, Joe. -Constable miró fijamente a su abogado-. Me alegro de haberte contratado.

– Debo decirte, Andrew, que al principio me sorprendió un poco que contrataras a un abogado judío; ya sabes, por lo que se dice de ti…

– Pero luego me has conocido.

– Luego te he conocido.

– Eso me recuerda, Joe, que hay algo que he querido preguntarte…, ¿cuándo es la Pascua?

– ¿Cómo?

– Esa fiesta que tenéis vosotros, ¿cuándo es?

– Fue hace un mes, más o menos. ¿Te acuerdas de una noche que yo me fui pronto?

– Sí -asintió-. ¿Y qué conmemora la Pascua?

– Que cuando mataron a los primogénitos de los egipcios, Dios pasó por alto las casas de los judíos, así que perdonó a sus hijos.

– ¡Ah!, pensé que era algo que tenía que ver con el paso del Mar Rojo.

– Bueno, podría ser, pero no -se rió Roth.

– De todas formas, discúlpame por no haberte felicitado la fiesta entonces.

– Te lo agradezco, Andrew. -Le miró a los ojos-. Si las cosas salen como espero que salgan, tal vez tú y tu mujer podríais venir a nuestro Seder [26] el año que viene. Es una cena, una celebración. Vienen como quince personas, no todas judías. Lo pasamos bien.

– Puedes considerar aceptada la invitación. -Los hombres se estrecharon la mano-. Un incentivo más para sacarme de aquí. Así que, pongámonos a trabajar. Infórmame otra vez sobre los cargos y sobre lo que tú crees que Grady aceptará.

Constable se estiró. Era agradable tener las manos por delante y las piernas sin grilletes. Tan bien se sentía, de hecho, que le pareció gracioso oír leer a su abogado la lista de razones por las que la gente del Estado de Nueva York consideraba que debía ser apartado de la sociedad. Pero el monólogo fue interrumpido un momento después, cuando se acercó el guardia a la puerta. Indicó a Roth con un gesto que saliera.

Al volver, la cara del abogado reflejaba preocupación.

– Se supone que tenemos que quedarnos aquí sentaditos esperando todavía un rato. Weir se ha escapado.

– ¡No! ¿Está a salvo Grady?

– No lo sé. Supongo que tendrá guardaespaldas que le protejan.

El detenido suspiró, indignado.

– ¿Sabes quién va a cargar con la culpa al final? Yo. Ya basta, yo estoy harto y cansado de toda esta basura. Voy a enterarme de dónde está Weir y lo que pretende.

– ¿Tú?, ¿cómo?

– Pondré a toda la gente que pueda reunir en Canton Falls a seguirle la pista a Jeddy Barnes. Tal vez puedan convencerle de que nos diga dónde está Weir y lo que está haciendo.

– Espera, Andrew -dijo Roth, inquieto-. No harán nada que no sea legal, ¿eh?

– No, me aseguraré de ello.

– Seguro que Grady lo agradecerá.

– Entre tú y yo, Joe, a mí Grady me importa un bledo. Esto lo hago por mí. Si les entrego a Weir y les sirvo la cabeza de Jeddy en bandeja, tal vez todo el mundo crea que estoy intentando ir por el buen camino. Ahora, hagamos algunas llamadas de teléfono y vayamos al fondo de todo este lío.

Capítulo 38

Hobbs Wentworth no salía de Canton Falls muy a menudo.

Vestido de conserje, con un carrito en donde llevaba escobas, fregonas y sus «aparejos de pesca» (es decir, su fusil de asalto Cok AR-15 semiautomático), Hobbs Wentworth se dio cuenta de que la vida en la gran ciudad había cambiado bastante en los últimos veinte años que hacía que no había estado allí.

Y advirtió que todo lo que había oído sobre el lento cáncer que iba devorando a la raza blanca era verdad.

¡Señor que cuidas de nuestros campos, mira qué espectáculo!: había más japoneses, o chinos o lo que fueran (¿qué diferencia había?), que en Tokio. Y los hispanos estaban en todas partes en esa zona de Nueva York, como mosquitos. Y también los del turbante: no comprendía por qué no hacían una redada y los mataban a todos después de lo de las Torres Gemelas. Vio a una mujer vestida con uno de esos trajes musulmanes, toda cubierta hasta los ojos, cruzando la calle. Sintió unos deseos irresistibles de matarla, ya que tal vez ella conociera a alguien que conocía a alguien que había atentado contra su país.

También indios y paquistaníes, a quienes deberían enviar de vuelta a su casa, porque él no entendía qué coño decían, y eso sin contar que no eran cristianos.

Hobbs estaba furioso con lo que había hecho el Gobierno: abrir las fronteras y permitir que entraran todos esos animales, esquilmar el país y obligar a las personas decentes a concentrarse en pequeñas islas de seguridad, en lugares como Canton Falls, que cada día se hacían más y más pequeños.

Pero Dios le había guiñado un ojo a Hobbs Wentworth, un tipo listo, y le había concedido la bendita misión de luchar por la libertad. Porque Jeddy Barnes y sus amigos sabían que Hobbs tenía otra cualidad, aparte de enseñar la Biblia a los niños a base de historias. Él mataba a la gente. Y lo hacía muy pero que muy bien. Había veces en que su aparejo de pesca era un cuchillo Ka-Bar; otras en las que era un instrumento de hierro para estrangular; otras, la dulce Colt y otras el arco compuesto. La docena aproximadamente de misiones que había cumplido en los últimos años habían salido a la perfección. Un hispano en Massachusetts, un político izquierdista en Albany, un negro en Burlington y un médico asesino de niños en Pennsylvania.

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[26] Fiesta judía que conmemora el éxodo judío de Egipto y que se celebra durante las dos primeras noches de Pascua. (N. de la T.)