Выбрать главу

Y ahora añadiría a la lista un fiscal adjunto.

Iba empujando el carrito por un aparcamiento subterráneo casi vacío en Centre Street, y se quedó parado en una de las puertas, esperando. Parecía un empleado desganado ante la perspectiva de comenzar su turno de noche como conserje. Pasados unos minutos, la puerta se abrió y él saludó amablemente a una mujer que salía del vestíbulo inferior, una mujer madura que llevaba un maletín y vestía vaqueros y blusa blanca. Ella le sonrió, pero cerró la puerta tras de sí con decisión y le dijo que lo sentía pero que no le podía dejar pasar, que tal y como estaba la cuestión de la seguridad debía de entenderlo.

Él dijo que desde luego, que lo entendía, y le devolvió la sonrisa.

Un minuto después, Hobbs echaba el cuerpo de la mujer, que daba sacudidas, en el carro y le quitaba la tarjeta de identificación que llevaba colgada del cuello. La pasó por el lector electrónico y la puerta se abrió.

Tomó el ascensor hasta la tercera planta, empujando el carrito delante de él, con el cuerpo de la mujer medio oculto entre bolsas de basura. Hobbs encontró la oficina que, según decidió el señor Weir, era la mejor que podían usar. Ofrecía una buena vista de la calle y, puesto que pertenecía al Departamento de Estadística sobre Autovías, no era muy probable que hubiera emergencias que precisaran la presencia de empleados en ella un domingo por la noche. La puerta estaba cerrada, pero el hombretón no tuvo más que darle una patada para entrar (el señor Weir había dicho que no había tiempo para enseñarle cómo forzar la cerradura).

Ya en el interior, Hobbs cogió el arma del carro, montó la mira y apuntó hacia la calle que había debajo. Un tiro fácil perfecto. No podía fallar.

Aunque, a decir verdad, estaba nervioso.

En realidad, lo que le preocupaba no era matar a Grady; para él ése sería un trofeo fácil, sin problemas. Lo que le preocupaba más bien era cómo escapar después. Le gustaba la vida que llevaba en Canton Falls, le gustaba contarles las historias de la Biblia a los crios, le gustaba cazar, pescar y reunirse con sus amigos, que tenían ideas afines a las suyas. Incluso se lo pasaba bien con Cindy algunas noches, siempre que hubiera la iluminación adecuada y un poco de alcohol por medio.

Pero el plan de Weir, El Hombre Mágico, había previsto su escapatoria.

Cuando Grady apareciera, Hobbs le dispararía cinco veces, una inmediatamente después de la otra, desde la ventana cerrada. La primera bala haría añicos el cristal, y tal vez se desviara, pero las demás acabarían con la vida del fiscal adjunto. A continuación, había explicado el señor Weir, Hobbs debía abrir una puerta de incendios, aunque no saldría por ella. Eso «desorientaría» a la policía, que pensaría que ésa había sido la vía de escape. En cambio, lo que debía hacer era volver al aparcamiento, poner la vieja Dodge en una plaza reservada para discapacitados y meterse en el maletero. En algún momento, seguramente esa misma noche, aunque era más probable que fuera al día siguiente, la grúa se llevaría el vehículo al depósito municipal.

A los equipos de las grúas les estaba prohibido abrir las puertas cerradas o los maleteros de los coches que retiraban, de manera que se llevarían el vehículo al depósito, pasando por las barreras correspondientes, sin advertir que en el interior iba un pasajero. Cuando resultara seguro, Hobbs abriría el maletero desde dentro y volvería a Canton Falls. En el maletero había suficiente agua y comida, además de un bote vacío por si quería orinar.

Era un plan inteligente.

Y Hobbs, como tipo listo a quien Dios había guiñado un ojo, intentaría hacerlo lo mejor posible para que tuviera éxito.

Poniendo en el punto de mira a transeúntes al azar para ir acostumbrándose al campo de matanza, Hobbs pensaba que el señor Weir debía de ofrecer unos espectáculos de magia estupendos. Se preguntaba si, una vez que todo eso hubiera pasado, podría volver a Canton Falls a ofrecer una función en la escuela dominical.

En cualquier caso, Hobbs decidió que, como mínimo, él inventaría algunas historias en las que Jesús sería un mago que utilizaba sus trucos para hacer desaparecer a los romanos y a los paganos.

* * *

Sudor.

Escalofríos producidos por el sudor frío que le bajaba a Amelia Sachs por los costados y la espalda.

Escalofríos producidos también por el miedo.

Investiga a fondo…

Avanzaba por otro pasillo oscuro del edificio del Tribunal de lo Penal con la mano en el arma.

… pero cúbrete las espaldas.

Lo procuraré, Rhyme, lo procuraré. Me encantaría. Pero, ¿cúbretelas de quién? ¿De un hombre de cara delgada y unos cincuenta años, que puede llevar barba o no? ¿De una ancianita con el uniforme de una camarera de una cafetería? ¿De un obrero, un guardia del Departamento de Correctivos, un conserje poli, médico, un cocinero, un bombero, una enfermera? Cualquiera de las docenas de personas que estaban allí legítimamente en domingo.

¿Quién, quién, quién?

Oyó que su radio se activaba. Era Sellitto.

– Estoy en la tercera planta, Amelia. Nada.

– Yo estoy en el sótano. He visto a una docena de personas y todas las tarjetas de identificación coincidían, pero, joder, quién sabe si ha estado semanas planeando esto y lleva una placa falsa.

– Voy a subir a la cuarta.

Finalizaron la transmisión y ella prosiguió la búsqueda. Más pasillos. Docenas de puertas. Todas cerradas.

Pero, por supuesto, esas sencillas cerraduras no significaban nada para él. Podía abrir una cualquiera en pocos segundos y esconderse en un almacén oscuro. Podía colarse en el despacho de un juez y quedarse allí escondido hasta el lunes. Podía deslizarse por una de las rejillas con candado que conducían a los túneles por donde iban las conducciones de gas, electricidad y demás servicios, que además le darían acceso a la mitad de los edificios del centro de Manhattan, así como al metro.

Dobló un recodo y siguió avanzando por otro oscuro pasillo. Iba comprobando los pomos de las puertas por las que pasaba, y encontró una abierta.

Si él estaba en ese cuarto, la habría oído, por el clic del picaporte más que por las pisadas, así que lo mejor sería entrar lo más rápidamente posible. Empujó la puerta, que se abría hacia adentro, y alumbró con la linterna, lista para saltar hacia su izquierda si veía un arma que apuntara hacia ella (recordaba que los tiradores diestros tienden a desviar el arma hacia la izquierda en el caos de un tiroteo, lo cual envía la bala hacia la derecha del blanco).

Con las rodillas artríticas gritando por la postura que mantenía, ligeramente acuclillada, Sachs recorrió el cuarto con el rayo de luz halógena. Unas cuantas cajas y archivadores. Nada más. Pero, según se volvía para marcharse, recordó que él se había escondido empleando simplemente un trapo negro. Volvió a mirar el cuarto con más detenimiento, explorando con la linterna.

Conforme lo hacía, sintió que le tocaban en el cuello.

Un grito ahogado y se dio la vuelta de inmediato, con el arma bien alta, apuntando al centro de la telaraña llena de polvo que le había acariciado la piel.

De vuelta al pasillo.

Más puertas cerradas. Más callejones sin salida.

Pasos que se acercaban. Se cruzó con un hombre calvo, de unos sesenta años, vestido con el uniforme de guardia y con su correspondiente tarjeta de identificación. La saludó con un gesto al pasar. Era más alto que Weir, así que le dejó pasar, apenas devolviéndole la mirada.

Pero acto seguido pensó que debería de haber algún modo de que un transformista cambiara de estatura.

Se volvió con toda rapidez.

El hombre ya no estaba; sólo vio el pasillo vacío. O un pasillo en apariencia vacío. Recordó de nuevo la seda bajo la que se había escondido El Prestidigitador para matar a Svetlana Rasnikov, el espejo para matar a Tony Calvert. Con el cuerpo hecho un nudo por la tensión, desenfundó el arma y se dirigió hacia donde el guardia -el guardia en apariencia- había desaparecido.