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¿Dónde? ¿Dónde estaba Weir?

Avanzando deprisa por Centre Street, Roland Bell estudiaba el paisaje que tenía delante. Coches, camiones, vendedores de perritos calientes ante las humeantes planchas metálicas de sus carros, jóvenes que habían estado trabajando en sus oficinas de asesoría jurídica o sus bancos de inversión, otros un poco alegres ya por las jarras de cerveza que se estaban tomando en South Street Seaport, personas paseando a sus perros, gente de compras, docenas de ciudadanos de Manhattan que se echaban a la calle en días hermosos y en días grises, simplemente porque la energía de la ciudad les arrastraba a salir.

¿Dónde?

Bell solía pensar a menudo que la vida era como «clavar un clavo» (tirar, en su lengua vernácula). El había crecido en la zona de Albemarle Sound, en Carolina del Norte, donde las armas eran una necesidad, no un fetiche, y a él le habían enseñado a respetarlas. Eso requería, en parte, concentración. Incluso los disparos sencillos, como a un blanco de papel, a una serpiente o víbora, o a un ciervo, podían desviarse y resultar peligrosos si uno no estaba centrado en el objetivo.

Bueno; así era la vida. Y Bell sabía que fuera lo que fuera lo que estuviese pasando en ese momento en Las Tumbas, él tenía que mantenerse centrado en una sola tarea: proteger a Charles Grady.

Recibió una llamada de Amelia Sachs, quien le informó de que estaba comprobando a todo ser humano con el que se encontraba en el edificio del Tribunal de lo Penal, de cualquier edad, raza o estatura (acababa de encontrarse con un guardia, al que había solicitado la tarjeta de identificación, calvo, mucho más alto que Weir y con un aspecto completamente distinto al del asesino, y que había logrado pasar la inspección sólo porque resultaba que había conocido al padre de Amelia). Sachs había terminado un ala del sótano y se disponía a empezar con la otra.

Los equipos, a las órdenes de Sellitto y Bo Haumann, estaban registrando aún las plantas superiores del edificio. Por extraño que pareciera, a la búsqueda se había unido nada menos que el mismísimo Andrew Constable, que estaba intentando descubrir pistas que le condujeran a Weir en el norte del Estado de Nueva York. Eso sí que sería una buena, pensó Bell…, que resultara que el hombre acusado de intento de asesinato, para empezar, fuera el que averiguara el paradero del sospechoso verdadero.

Iba mirando el interior de los coches por los que pasaba, miraba los camiones que había en la calzada, los callejones…, con las armas listas, aunque sin desenfundar. Bell había decidido que lo más lógico para ellos sería atacar a Grady antes de que entrara en el edificio, en la calle, donde las posibilidades de escapar con vida eran mayores. Dudaba de que fueran tipos suicidas: no se ajustaba al perfil. El asesino dispararía a Grady en el recorrido que éste hiciera desde que aparcara y saliera de su coche hasta que pasara bajo las puertas inmensas del mugriento edificio del Tribunal de lo Penal. Un disparo fácil, ya que era casi imposible cubrirse en esa zona.

¿Dónde estaba Weir?

E, igualmente importante, ¿dónde estaba Grady?

Su mujer dijo que se había llevado el coche particular, no el oficial. Bell había dispuesto un localizador de vehículos de emergencia para encontrar el Volvo del ayudante del fiscal, pero nadie había dado con él.

Bell se volvió lentamente, analizando la escena, dando vueltas como un faro. Levantó la vista hacia el edificio de la acera de enfrente, un edificio oficial, nuevo, con docenas de ventanas que daban a Centre Street. Bell había participado en un episodio breve con rehenes en ese mismo edificio, y sabía que a aquellas horas de un domingo estaría prácticamente desierto. Un lugar perfecto para esconderse y esperar a Grady.

Pero también la calle era una excelente posición estratégica, por ejemplo, para aproximarse a él en otro coche.

¿Dónde?, ¿dónde?

Roland Bell recordó una ocasión en que se había ido de caza con su padre a un pantano en Carolina del Sur, el Great Dismal Swamp. Un oso se abalanzó sobre ellos y el disparo de su padre no logró más que rozar al animal, que desapareció en la espesura. Su padre suspiró y dijo: «Tenemos que ir por él. Nunca dejes a un animal herido».

«Pero él ha intentado atacarnos», había protestado el chaval.

«Bueno, hijo, pero somos nosotros los que hemos entrado en su mundo. Él no se ha metido en el nuestro. Pero no se trata de aquí o allá; no es cuestión de que sea justo o no, sino de que tenemos que encontrarle aunque nos lleve todo el día. No está bien dejarlo así, no es humano, y ahora es el doble de peligroso si se cruza con alguien.»

Mirando a su alrededor, hacia la maraña de matorrales, juncos, hierbas pantanosas y pinos, que se extendía kilómetros y kilómetros, el joven Roland dijo: «Pero puede haberse ido a cualquier sitio, papá».

Su padre se rió con tristeza. «Ah, no te preocupes sobre si le encontraremos o no. Él nos encontrará. No despegues el pulgar del seguro, hijo. Puede que tengas que disparar de repente. ¿Qué te parece, te gusta?»

«Sí, señor, me gusta.»

Bell volvió a recorrer con la mirada las furgonetas, los callejones cercanos, los edificios próximos al del Tribunal de lo Penal, los contiguos y los que había en la acera de enfrente.

Nada.

Ni rastro de Charles Grady.

Ni rastro de Erick Weir. Y ni rastro de ninguno de los compinches del asesino.

Bell dio unos golpecitos en la culata de su arma.

Ah, no te preocupes sobre si le encontraremos o no. Él nos encontrará…

Capítulo 39

– Voy puerta por puerta, Rhyme. La última ala del sótano.

– Que se ocupe de ello la Unidad de Servicios de Emergencia. -Se dio cuenta de repente de que mientras hablaba ante el micrófono, tenía el cuello tenso, estirado hacia adelante.

– Necesitamos a todo el mundo -susurró Sachs-. Es un edificio condenadamente grande -se hallaba en ese momento en Las Tumbas, avanzando por los pasillos-. Y fantasmagórico, como la Escuela de música.

Cada vez es más misterioso…

– Algún día deberías añadir un capítulo a tu libro que trate sobre la investigación de Escenas del Crimen en lugares fantasmagóricos -bromeó, aunque estaba demasiado nerviosa para bromas-. Bueno, Rhyme, ahora voy a avanzar en silencio. Te llamaré luego.

Rhyme y Cooper volvieron a las pruebas. En el pasillo que conducía a Admisión, en Las Tumbas, Sachs había recuperado la hoja de la navaja de afeitar y algunos fragmentos de hueso de ternera y de esponja gris -que simulaban trozos de cráneo y masa cerebral-, así como muestras de la sangre falsa: sirope y colorante rojo utilizado para guisar. Weir había empleado su chaqueta o su camisa para limpiar todo lo que pudo los restos de su sangre auténtica que había en el suelo y en las esposas, pero Sachs había examinado la escena de manera tan metódica como solía hacerlo, así que había recuperado una cantidad suficiente como muestra para análisis. Weir se había llevado la llave o la ganzúa que utilizó para abrir las esposas. En la escena del pasillo no hallaron ninguna otra prueba de utilidad.

En el cuarto del conserje del piso inferior, el que Weir usó para cambiarse de ropa, se encontraron más pruebas: una bolsa de papel en la que había escondido el petardo ensangrentado, la bolsa para la sangre falsa y la ropa que llevaba puesta cuando lo atraparon en el apartamento de Grady, es decir, un traje gris, la camisa blanca con la que limpió su sangre y un par de zapatos de vestir con cordones. Cooper había encontrado suficientes pistas en tales artículos: más látex y maquillaje, trocitos de cera adhesiva de mago, rayas de tinta similares a las halladas previamente, fibras gruesas de nylon y manchas secas de sangre falsa.