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El joven hizo un gesto un poco burlón.

– Una taquilla es para eso, pero, como le he dicho, no quedan entradas. Si necesita preguntar algo al señor Kadesky, puede usted llamar a la compañía.

El joven se marchó, y Kara esperó uno o dos minutos antes de proceder a rodear la carpa y dirigirse a la entrada posterior. Sonrió al vigilante y él le devolvió la sonrisa, mirándole sólo de soslayo el cinturón, de donde en ese momento colgaba el pase del empleado francocanadiense, que ella le había birlado con la mayor facilidad mientras señalaba la taquilla y le hacía la pregunta estúpida, pero muy desorientadora, sobre las entradas.

Y ahora hay una regla que no debes olvidar, reflexionó Kara para sí: nunca folles con nadie que sepa hacer juegos de manos.

En la parte de la carpa donde estaban los bastidores, se metió el pase en un bolsillo y encontró a una empleada un poco más simpática. La mujer, Katherine Tunney, asentía amablemente mientras Kara le explicaba a qué había ido allí: le contó que se había identificado a un antiguo ilusionista perseguido por asesinato como alguien que había trabajado para el señor Kadesky hacía ya mucho tiempo. La mujer había oído hablar de los asesinatos e invitó a Kara a que esperara hasta que el productor volviera de cenar. Katherine le dio un pase para que se sentara en uno de los palcos de honor, y se fue a hacer un recado, aunque le prometió que informaría a los vigilantes para que le dijeran al señor Kadesky que fuera a verla nada más volver.

De camino hacia el palco le sonó el busca. El pitido era de urgencia.

Al ver el número no pudo evitar un grito ahogado. Se dirigió apresuradamente al grupo de cabinas de teléfono y, con mano temblorosa, marcó el número.

– Stuyvesant Manor -se oyó la voz.

– Jaynene Williams, por favor.

Una larga espera.

– ¿Sí?

– Soy yo, Kara. ¿Está bien mamá?

– Sí, está bien, chiquilla. Sólo quería decirte una cosa; aunque… no te hagas ilusiones. Puede que no sea nada, pero hace unos minutos se ha despertado y ha preguntado por ti. Sabe que es domingo por la tarde y recuerda que tú sueles llegar antes.

– Pero ¿ese «por mí» se refiere a mí de verdad?

– Sí, ha dicho tu nombre auténtico. Luego, ha fruncido un poco el ceño y ha dicho: «A menos que sólo responda a ese nombre artístico absurdo que se ha puesto: Kara».

– Dios mío…, ¿es posible que haya vuelto?

– A mí me reconocía y preguntó dónde estabas. Dijo que quería decirte algo.

El corazón de Kara se aceleró.

Decirme algo…

– Será mejor que te vengas por aquí pronto, cielo. Puede que dure, pero puede que no. Ya sabes cómo son estas cosas.

– Ahora mismo estoy en mitad de un asunto, Jaynene. Pero iré en cuanto pueda.

Colgaron, y Kara, desesperada, volvió a su asiento. La tensión era insoportable. En ese preciso instante tal vez su madre estuviera preguntando dónde estaba su hija. Con el ceño fruncido y decepcionada porque la muchacha no estuviera allí.

¡Por favor!, rezó sin quitarle ojo a la puerta por si entraba Kadesky.

Nada.

Hubiera deseado tener una varita mágica y poder dar un golpecito con ella en la desgastada barandilla que tenía enfrente, señalar hacia la puerta de entrada y que apareciera allí el productor.

¡Por favor!, volvió a pensar, dirigiendo la varita imaginaria hacia la puerta. Por favor…

Nada durante unos momentos. Después entraron varias figuras. Aunque ninguna de ellas era la de Kadesky.

Eran tres mujeres vestidas con trajes medievales y con unas máscaras de expresiones tristes que no se correspondían con el optimismo y el brío con el que andaban las actrices, a punto de comenzar su actuación de esa tarde.

* * *

Roland Bell se encontraba en uno de los «cañones» del sur de Manhattan: en Centre Street, entre el mugriento e imponente edificio del Tribunal de lo Penal, coronado por el Puente de los Suspiros, y el anodino edificio de oficinas que había en la acera de enfrente.

Ni rastro, todavía, del Volvo de Charles Grady.

El faro volvía a dar la vuelta. ¿Dónde, dónde, dónde?

Un claxon cercano, en dirección a la entrada del puente. Un grito.

Bell se dio la vuelta y se acercó apresuradamente hacia el lugar de donde venían los sonidos al tiempo que se preguntaba: ¿Será una desorientación?

Pero no, sólo se trataba de una discusión de tráfico.

Se volvió hacia la entrada del edificio del Tribunal de lo Penal y vio a Charles Grady, paseando tranquilamente por la calle a una manzana de donde estaba él. El fiscal adjunto iba con la cabeza agachada, inmerso en sus pensamientos. El detective corrió hacia él, llamándole:

– ¡Charles, agáchate! ¡Weir se ha escapado!

Grady se detuvo, con el ceño fruncido.

– ¡Agáchate! -gritó Bell jadeando.

El hombre, alarmado, se acuclilló en la acera entre dos coches aparcados.

– ¿Qué ha pasado? -gritó-. ¡Mi familia!

– He puesto agentes con ella -dijo el detective. A continuación, dirigiéndose a los transeúntes-: ¡Eh, ustedes! ¡Policía! ¡Despejen la calle!

La gente se dispersó al instante.

– ¡Mi familia! -gritó Grady desesperado-. ¿Estás seguro?

– Se encuentran bien…

– Pero Weir…

– El disparo del Centro de Detención era falso. Se ha escapado y no anda muy lejos de aquí. Está ya en camino un furgón blindado.

Se volvió otra vez y, con los ojos entrecerrados, escudriñó a su alrededor.

Roland Bell llegó por fin a donde estaba Grady y se puso de pie a su lado, con la espalda hacia las ventanas oscuras del edificio oficial que había en la acera de enfrente.

– Tú quédate donde estás y no te muevas, Charles -dijo Bell-. Saldremos de ésta bien parados. -Sacó su transmisor del cinturón.

* * *

¿Qué era eso?

Hobbs Wentworth observó su blanco, el fiscal adjunto, que estaba agachado en la acera detrás de un hombre con una cazadora, sin duda un poli.

La retícula del objetivo de Hobbs recorría la espalda del oficial buscando infructuosamente alguna zona desprotegida del cuerpo de Grady.

El fiscal adjunto estaba abajo; el policía, arriba, de pie. A Hobbs le pareció que si disparaba a través de la parte inferior de la espalda del poli, seguramente acertaría a Grady en la parte superior del pecho, ya que éste estaba acuclillado. Pero corría el riesgo de que el disparo se desviara y Grady sólo resultara herido, puesto que se metería de inmediato debajo de un coche.

Bueno; pues tenía que hacer algo cuanto antes. El poli estaba hablando por su radiotransmisor. No tardarían en llegar cientos de ellos. ¡Vamos, tipo listo!, dijo para sí, ¿qué vas a hacer?

Allí abajo, el poli seguía mirando a su alrededor y cubriendo a Grady, que estaba acuclillado como una perra perdiguera meando.

Bueno, pues lo que iba a hacer era disparar al poli en la parte superior de la pierna, en el muslo. Así, lo más probable era que el agente se cayera de espaldas, dejando al ayudante del fiscal al descubierto. La Colt era semiautomática, de modo que podía disparar cinco veces en dos segundos. No era lo ideal, pero sí lo mejor que se le ocurría a Hobbs.

Concedería al poli uno o dos segundos más para echarse a un lado o quitarse de enmedio.

Ahí estaba, con los dos ojos abiertos, el derecho clavado en la mira, pintando la espalda del detective con la retícula del objetivo, y pensando que cuando volviera a Canton Falls les contaría a los niños una historia bíblica sobre esto. Jesús representaría un papel en el que iría armado con un arco compuesto muy potente, dispuesto a tenderles una emboscada a un grupo de soldados romanos que habían estado torturando a los cristianos. Julio César estaría escondido detrás de uno de los soldados, creyéndose a salvo, pero la flecha de Jesús atravesaría al soldado y mataría a ese hijo de puta.