– ¿Y qué hacemos?
Tom hurgó en el bolsillo de su camisa y sacó un pasaporte.
– No podemos arriesgarnos a que te agarre acá un cierre de fronteras… Te vas a Nueva York… Jacques Mornard se va porque la guerra va a empezar y no está dispuesto a pelear por otros. Compraste este pasaporte canadiense por tres mil dólares y vas a ver a Sylvia antes de ir a México, donde tienes un trabajo como agente de un comerciante, un tal Peter Lubeck, importador de materias primas…
– ¿Vuelvo entonces a ser Jacques Mornard?
– A jornada completa, aunque con dos nombres. Según ese pasaporte, eres Frank Jacson… Y no te preocupes, Caridad y yo vamos a estar cerca de ti todo el tiempo.
Ramón observó el pasaporte donde, bajo su rostro fotografiado, leyó su nuevo nombre, y se sintió feliz por saber que se aproximaba al frente de un combate en el que se podía decidir el futuro de la revolución socialista. Cuando levantó la vista del pasaporte vio que Tom se había quedado dormido, con la cabeza colgándole hacia el hombro. De su boca empezó a salir un ronquido profundo. Lo dejó que recuperara fuerzas. Para ellos estaba a punto de empezar la guerra.
En los días lacerados por las dudas que se sucederían, y en los años dificilísimos que les seguirían, Ramón Mercader dedicó muchas horas a evocar el recuerdo de la vida de Jacques Mornard y llegó a descubrir que sentía por él dosis similares de admiración y pena. Lo que Jacques hizo en aquella ocasión, por ejemplo, fue algo mecánico, una decisión que, en ese momento, pareció ser la única posible tratándose de alguien como éclass="underline" apenas desembarcado en Nueva York, abordó un taxi y se fue a ver a Sylvia. Ni siquiera consideró la idea de tomarse un par de días para disfrutar de la ciudad sin tener que arrastrar el peso muerto de aquella mujer cargante. Definitivamente, Jacques era un poco tonto y obedecía demasiado al puritanismo de Ramón y a las órdenes de Tom, pensaría él cuando estuvo en condiciones de examinar a Jacques desde una distancia crítica y de ver otras alternativas para actos como aquél.
Cuando abrió la puerta y lo vio, Sylvia estuvo a punto de desfallecer. A pesar de las cartas donde él le ratificaba su amor, su promesa de matrimonio y la cercanía del reencuentro, aquella mujer, obnubilada como estaba y estaría hasta el instante mismo en que fue brutalmente expulsada de su sueño, tembló cada día que duró la separación, temiendo que aquel regalo del cielo se le esfumara y la devolviera a su soledad de treintañera fea y sin expectativas. Durante aquellos meses de lejanía había sufrido cada instante pensando que Jacques podía enamorarse de otra mujer, o que no encajaría en su vida de siempre, tan llena de reuniones y trabajos políticos, o que Jacques era demasiado hombre para tan poca mujer… Ahora, la felicidad de tenerlo frente a ella le hizo brotar lágrimas, mientras lo besaba como si quisiera hacerlo definitivamente real con el calor de sus labios.
– Mi amor, mi amor, mi amor -repetía, como una posesa, mientras comenzaba a' arrastrar a Jacques hacia la habitación del pequeño departamento de Brooklyn.
Esa noche, saciados sus apetitos, Sylvia al fin pudo saber que su amante se había convertido en un desertor. Él le explicó que su sostenida decisión de no enrolarse en el ejército lo había llevado a buscar un pasaporte en el mercado negro, gracias al cual pudo salir de Francia. La generosidad de su madre le había proveído de dinero para la compra del pasaporte (se han puesto carísimos por la guerra, dijo), para el viaje y para traer unos cuantos miles de dólares más con los cuales podrían vivir en Nueva York hasta que apareciese algo económicamente satisfactorio. Ante la decisión de su hombre, que venía en su busca tras quemar sus naves, Sylvia se sintió aturdida de felicidad.
Jacques insistió en que salieran a cenar. Ella le propuso un restaurante cercano, mientras planificaba los paseos que darían para familiarizar a su amante con Nueva York. En el quiosco de prensa, el vendedor se disponía a cerrar las persianas y Jacques se apresuró para comprar algún diario de la tarde. Nada más llegar al quiosco, el titular repetido en todos los vespertinos se prendió en su retina: esa madrugada Alemania había invadido Polonia.
Con varios periódicos en las manos, entraron en el modesto restaurante, amueblado con mesas de fórmica, se acomodaron y comentaron que aquella acción era, sin duda, el inicio de la guerra. Las reacciones británica y francesa a la invasión alemana eran de un tono que solo podía conducir a una declaración de guerra, y se especulaba si también Estados Unidos se sumaría. Mientras leía, Jacques comprendió que, una vez más, Tom había analizado con agudeza la estrategia soviética, y supo que ahora se hallaba unos pasos más cerca del cumplimiento de su misión.
Sylvia resultó ser una excelente guía en la ciudad. Por su trabajo político y sus acciones comunitarias conocía cada palmo de la metrópoli. Jacques pudo ver con sus propios ojos la convivencia, en un espacio limitado, del rutilante esplendor y la mezquina pobreza sobre los que se sostenía aquel espejo del capitalismo. Con Tom aún en Europa, dedicó todo su tiempo a Sylvia y se sintió orgulloso de poder satisfacer las necesidades de la siempre hambrienta mujer.
Tal como habían quedado, a partir del 25 de septiembre Jacques se trasladó, en días alternos, a un bar de Broadway donde, en algún momento, Tom lo encontraría para pasarle las nuevas instrucciones. El pretexto dado a Sylvia fue la necesidad de buscar a un viejo compañero de estudios, radicado desde hacía años en la ciudad, y con suficientes relaciones como para conseguirle un buen trabajo.
La tarde del 1 de octubre, cuando vio entrar a Andrew Roberts, vestido con una elegancia deslumbrante y exhibiendo unas maneras sofisticadas, Ramón sintió oleadas de envidia. ¿Cuántas pieles podía usar aquel hombre? ¿Cuáles de las historias que le había contado serían ciertas? Además de su fidelidad a la causa, ¿qué parte visible de él era real? Ahora parecía un actor de aquellas películas de matones de Chicago que tanto gustaban a los norteamericanos. Incluso su risa se adecuaba a su aspecto, cinematográfico y gangsteril.
– ¿Mucho trabajo? -preguntó en inglés al sentarse junto a Jacques.
– Diría que demasiado, míster Roberts. Esa mujer siempre quiere más.
– Usa tu furia española. Si fueras sueco, estarías jodido -y rió sonoramente, mientras se dirigía al barman-: Lo de siempre, Jimmy. Y también para mi amigo.
– ¿Y Caridad? -preguntó Jacques, ocultando su sorpresa por la familiaridad con que Roberts trataba al barman.
– Por ahora olvídate de ella. Te quiero todo el tiempo viviendo y pensando como Jacques Mornard.
– ¿Por qué has tardado tanto?
– Con la guerra todo se complicó. Tuve que buscar un pasaporte nuevo, no podía salir como polaco.
– ¿Y qué has sabido de México?
– Todo marcha. Te necesito allá en dos semanas.
– ¿Para hacer algo?
– Tienes que familiarizarte con el terreno. Desde que el Ejército Rojo entró en Polonia, las cosas se están moviendo como el camarada Stalin lo tenía previsto. Presiento que la orden está al darse.
Míster Roberts recibió el vodka helado y, antes de que el barman colocara la pequeña copa ante Jacques, ya él le devolvía la suya, vacía.
– Hoy tiene sed, míster Roberts -dijo Jimmy, que rellenó la copa y se retiró.
– En unos días Europa se va a convertir en un infierno -suspiró Roberts.
– ¿Me llevo a Sylvia?
– De momento es preferible dejarla por aquí. Tienes un trabajo en México en una empresa importadora. Tu amigo belga te puso en contacto con el señor Lubeck, que necesitaba a alguien que hable varios idiomas y sea capaz de brindarle más confianza que un mexicano. Es un trabajo fácil y bien remunerado… A Sylvia la necesitaremos en México más adelante, cuando tú domines el terreno.
– ¿Y el espía americano?