El barman regresó con otro vodka y Roberts le regaló su sonrisa de hombre duro y de éxito.
– Todavía nada. Pero así es mejor. Si llegase ahora, sería demasiado pronto. Griguliévich está viéndoselas negras con los mexicanos. Cada uno quiere hacer las cosas a su manera y hacerlas mañana mismo.
Jacques probó su vodka y Roberts vació el suyo.
– Desde ahora eres Jacson para todos los asuntos legales; para Sylvia y las gentes que conozcas a través de ella, eres Jacques. Cuida tu forma de hablar. La idea es que poco a poco vayas mejorando tu castellano.
El barman retiró la copa vacía y la devolvió llena. Roberts le sonrió. Lentamente Jacques terminó su vodka.
– Te veo preocupado, muchacho -dijo Roberts.
– A veces tengo miedo de que todo esto -Jacques Mornard abrió las manos, hacia el bar, hacia la ciudad- sea sólo por gusto. Llevo dos años preparándome para algo que quizás nunca haga. Dejé a mis compañeros en España, no tengo un solo amigo, me he convertido en otra persona y todo puede haber sido en vano.
Míster Roberts lo dejó terminar y se mantuvo unos instantes en silencio.
– Este trabajo es así, muchacho. Se lanzan muchos sedales, aunque haya un solo pez. Cada uno de nosotros es un sedal. Alguno tendrá la posibilidad de atrapar el pez y los otros volverán vacíos, pero habrán cumplido su función dentro del agua. Sería crucial que consiguieras acercarte al Pato. Todo lo que sepamos de cómo funciona esa casa nos va a ayudar mucho. Pero, mientras, seguirás siendo un sedal con un anzuelo en la punta. Y te aseguro que vas a ser el que más cerca esté del pez, con la mejor carnada. En el momento definitivo, quizás no te lleves toda la gloria, pero habrás hecho tu trabajo, disciplinada, silenciosamente, y aunque nunca nadie sepa que estuviste tan cerca de la gran responsabilidad, los hombres del futuro tendrán un mundo más seguro y mejor gracias a gentes como tú.
– Te agradezco el consuelo. Últimamente te gusta hablar como Caridad.
– No es un consuelo ni un discurso: es una verdad. Así que vete a México y prepárate… Recuerda que desde la primera vez que te vi en Barcelona tuve un presentimiento muy fuerte contigo y no soy de los que se equivocan así de fácil. Por eso hemos llegado hasta aquí. De los que están en México, ¿sabes cuántos conocen que yo existo? Ninguno. Y nunca lo sabrán. Si ellos son los encargados de sacar al Pato del camino, nadie sabrá jamás que hubo un tal Roberts, no, un tal Tom, bah, no, que era Grigoriev, ¿o era Kotov?, en fin, debió de haber un hombre que los paró frente a la historia. ¿Quién fue?… Yo soy un soldado que pelea en las tinieblas y solo aspiro a cumplir mi deber. -Míster Roberts sacó unos billetes y los calzó con la copa-. Vamos, al doblar están pasando la última película de los hermanos Marx.
Jacques sonrió y miró a su mentor. -V
– Lo siento, míster Roberts, he quedado para cenar con mi prometida. Espero que nos veamos pronto. Gracias por la copa.
– De nada, míster Jacson. Buena suerte con su novia y con su trabajo.
Los hombres se dieron la mano y Roberts vio a Jacques alejarse hacia la salida. Entonces volvió a su silla y se acodó en la barra.
– Jimmy, creo que mi copa está vacía.
Estampó la firma de Jacques Mornard y dobló cuidadosamente la hoja. Al tratar de introducirla en el sobre rotulado con el membrete del hotel Montejo, Ramón tuvo otra vez la certeza de que los fabricantes de cuartillas y los de sobres para correspondencia debían llegar a un acuerdo: o unos les cortaban unos milímetros a las hojas o los otros les añadían unos a los sobres. Nada le molestaba más que algo que deseaba impoluto se dañara sin necesidad, y por eso metió con sumo cuidado la hoja en el sobre. Con la lengua mojó el pegamento y cerró el envoltorio, calzándolo con la lámpara para conseguir la adhesión perfecta.
Terminó de vestirse y, antes de colocarse el sombrero, escribió su nombre debajo del membrete del hotel y, en el centro del sobre, la dirección de Sylvia Ageloff. Bajó, entregó la carta en recepción y salió al paseo de la Reforma. En medio del bullicio habitual, avanzó por la acera en busca del garaje donde solía aparcar su reluciente Buick y miró con lejanía a la india que, en la esquina, vendía tortillas calentadas en un comal de piedra. El olor dulzón de la harina de maíz lo acompañó hasta que abordó el auto, negro y brillante. Sin mirar el plano de la ciudad, puso proa a Coyoacán.
Hacía una semana que Jacques Mornard, con el pasaporte extendido a nombre del ciudadano canadiense Frank Jacson (¿por qué no Jackson?, ¿a quién demonios se le había perdido aquellak que lo obligaba a dar explicaciones?) había llegado a la Ciudad de México y apenas había tenido tiempo de aburrirse. Además de las varias cartas que le había escrito a Sylvia, había comenzado a preparar la logística indispensable para el desarrollo de su misión y para el apuntalamiento de su personaje. Después de comprar el auto de segunda mano pero en perfecto estado, había conseguido abrir una dirección de correos en un edificio de oficinas de la calle Bucareli, dándole al encargado el pretexto de que, mientras buscaba un local, necesitaba recibir correspondencia en un sitio que no fuera el hotel. Además se había paseado por oficinas, restaurantes y comercios del centro, practicando su castellano afrancesado, y dedicó horas a leer los periódicos de mayor circulación, buscando ponerse al día en las peripecias de la política local, hasta tener un juicio aproximado del modo en que, llegado el momento y ante diferentes interlocutores, debía de hablar de cada tema. Había comprobado que, como solía ocurrir, mientras los partidos de derecha tenían muy claros sus propósitos, los de la izquierda andaban enfrascados en las más desgarradoras controversias. Por último, había vuelto a estudiar los planos de México recién comprados (los que había manoseado en París los rompió antes de salir, para evitar que Sylvia pudiera verlos en sus maletas) y recuperó la imagen de la ciudad, ahora poniendo rostro a algunas de sus calles, de sus plazas y parques.
A pesar de la falta crónica de indicaciones, condujo sin equivocarse una sola vez hasta el cruce de las calles Londres y Allende, en Coyoacán. Detuvo el coche y lo cerró. Protegiéndose del sol con las gafas oscuras de aro dorado compradas en Nueva York, observó la Casa Azul, propiedad de Diego Rivera y Frida Kahlo, donde el exiliado había vivido por más de dos años. Era una edificación rodeada de altos muros pintados de colores exultantes, y observó que en una de las paredes laterales todavía se notaba la diferente textura de los cuadrados en los que debieron de haber ventanas, tapiadas mucho después de que los muros fueran levantados: una huella del miedo. Fumando un cigarrillo se alejó en busca de la calle Morelos, para acceder a la avenida Viena, en realidad un callejón pedregoso que corría paralelo al moribundo río Churubusco. Dos cuadras antes de llegar a la fortaleza, se acercó a un pequeño comercio y pidió una gaseosa a un dependiente desdentado y legañoso. Sin el menor recato limpió la boca de la botella antes de beber. La casa, ocre y amurallada, dominaba la cuadra donde se erigía. Las torres de vigilancia, empinadas sobre las altas tapias, daban una perspectiva privilegiada a los hombres que, en ese instante, conversaban animadamente y, a intervalos, miraban hacia el interior de la vivienda, como si esperaran algo. En la esquina habían levantado una caseta de madera frente a la que había un policía, y descubrió a otros dos uniformados que merodeaban frente al portón de planchas de acero por el que debían de acceder los autos. Una puerta más pequeña, a la derecha, servía para dar paso a visitantes y moradores. El ambiente en los alrededores exhalaba una pobreza secular, y a Jacques Mornard le vino a la mente la imagen de un castillo medieval rodeado de las casuchas de los siervos.
Bebida apenas media gaseosa, avanzó hacia la casa fortificada. Trató de fijar en su mente cada detalle, cada árbol y piedra hundida en la tierra de la denominada avenida. Sin detenerse, con el sombrero y las gafas puestas, pasó frente a la madriguera del Pato. Si en la Casa Azul había advertido huellas del miedo, ahora tenía a su lado un monumento a la zozobra. El hombre que se había enclaustrado tras aquellas paredes estaba convencido de que su vida había sido marcada por una cruz indeleble y debía de saber que, llegado el momento, ni el acero, ni las piedras, ni las vigilancias podrían salvarlo, porque era un condenado por la historia.