Mientras doblaba la esquina y descubría a otros dos policías en aquel sector del muro, escuchó un chirrido metálico y aminoró el paso para mirar por encima del hombro. El portón se abría y un auto un Dodge, lo registró de inmediato- se asomó a la calle pedregosa. Un hombre rubio y corpulento iba al timón y otro, de mirada dura, con un fusil erguido entre las piernas, ocupaba el asiento del copiloto. Desde una torre llegó la voz que, en inglés, advertía que todo estaba limpio, y no bien el Dodge salió a la calle, el portón comenzó a cerrarse. Jacques dio dos pasos hacia la edificación más próxima y, violando una regla elemental, se volvió para contemplar el paso del auto, a través de cuyas ventanillas traseras vio a una mujer, de pelo claro, que se encajó en la imagen ya estudiada de Natalia Ivánovna Sedova, y, detrás del conductor, apenas a unos metros de sus manos, topó con la cabeza encanecida, el rostro afilado y alargado por la perilla, del Gran Traidor. El coche tomó velocidad, levantó el polvo de la calle y enrumbó hacia la salida de la ciudad. Jacques reemprendió la marcha, recuperando la cadencia del paso de un hombre despreocupado, sin demasiado interés por lo que lo rodeaba.
Ya en su Buick, en la carretera que conducía a la ciudad, Jacques Mornard trató de imaginar cómo se sentiría si alguna vez se encontraba con aquel hombre malvado que un tiempo atrás había logrado situarse tan cerca de la gloria revolucionaria y ahora sobrevivía, justamente execrado, condenado por las infinitas traiciones que había cometido por su sed de protagonismo y su doblez esencial. Si llegaba a estar frente a él, ¿sería capaz de controlarse y no lanzarse al cuello de aquella sabandija que había alentado a los quintacolumnistas del POUM y que ahora gritaba la supuesta debilidad militar soviética? Como una erupción, Ramón Mercader brotó por los poros de Jacques Mornard. Con todas sus fuerzas deseó en ese momento que la vida le ofreciera la gran ocasión de ser el brazo impío del odio más sagrado y justo. Estaba dispuesto a pagar el precio que fuese necesario, silenciosamente, sin aspirar a nada. Y se sintió convencido de que estaba listo para cumplir el mandato de la historia.
Tom y Caridad eran una pareja de marselleses, acomodados pero no ricos, que habían decidido tomar distancia de los acontecimientos europeos y esperar la evolución de una guerra que los fascistas, de un momento a otro, llevarían a Francia. La vida en México era lo suficientemente barata como para que sus finanzas resistieran (haciendo algún que otro negocio con un hermano de Tom afincado en Nueva York) y, mientras encontraban una casa apropiada, vivían en los departamentos de Shirley Court, en la calle Sullivan, casualmente muy cerca del hotel Montejo. Hablaban a la perfección el español pero eran reservados, poco dados a la vida social, aunque muy amantes de las excursiones, en las que podían invertir hasta varios días.
Fue a principios de noviembre cuando Frank Jacson atendió a la llamada de su viejo conocido Tom, que lo invitaba a visitarlo en Shirley Court. Al llegar, a la hora acordada, Caridad lo esperaba en el pequeño portal del departamento. Dentro, sentado a la mesa del comedor, Tom revisaba unos papeles cuando Jacson entró. El asesor vestía de un modo informal, con una campera de mezclilla, un pañuelo al cuello y botas rústicas. Hasta la sonrisa con que recibió al joven era diferente de la que, un mes antes, iluminaba el rostro del hombre que entonces hacía llamarse míster Roberts.
– ¡Amigo Jacson! -se levantó y le indicó los butacones de la sala-. ¿Qué tal le trata la ciudad?
Jacques se acomodó y observó que Caridad se perdía tras un tabique donde supuso que estaría la cocina.
– El café es asqueroso.
– Eso ya lo estamos remediando, ¿verdad,ma chérie? -Caridad dijo: «por supuesto», sin salir de la cocina, y Tom agregó-: Café cubano, ya verás.
– ¿Alguna novedad? -quiso saber Jacques, mientras extraía sus cigarrillos.
– Todo avanza, el cerco empieza a coger forma.
– ¿Qué debo hacer mientras tanto?
– Lo mismo: conocer la ciudad y, si te es posible, entender un poco cómo piensan los mexicanos. Mantén a Sylvia unas semanas más en Nueva York. Dile que tienes mucho trabajo montando la oficina, pues tu jefe sale de México en unas semanas.
Caridad entró con la bandeja y los pequeños pozos. Olía a café verdadero. Los hombres tomaron sus tazas y Caridad se sentó, para beber también de la suya. El humo de los cigarrillos creó una nube en la habitación. El silencio de Caridad advirtió a Jacques de que algo sucedía, y no tuvo que esperar demasiado para saberlo.
– Ramón -dijo Tom y abrió una pausa-, ¿por qué te empeñas en desobedecerme?
Sorprendido por la pregunta y por escuchar su nombre, Ramón registró en su cerebro la posible indisciplina y de inmediato la encontró.
– Quería tener una primera impresión del terreno.
– ¡Qué impresión ni qué mierda! -gritó Tom y hasta Caridad se sobresaltó en su asiento-.Iób tvoiv mat'! ¡Tú haces lo que te digo y nada más que lo que yo te digo! Suka! Es la segunda vez que te sales del paño, y va a ser la última. Si intentas otra vez hacer lo que te parece, se acaba tu historia y, la verdad, muchacho, entonces no querría estar en ninguno de tus pellejos.
Ramón estaba apenado y confundido. ¿Quién podía haber delatado su presencia en Coyoacán? ¿El comerciante desdentado que le vendió la gaseosa? ¿El hombre de las muletas que dormitaba en la calle? Fuera que fuese, Tom parecía tener ojos en todas partes.
– Fue un error -admitió.
– Muchacho, yo espero errores de cualquiera. Voy a tener que vivir con los disparates de esa panda de locos mexicanos que estamos formando. Con los de esos imbéciles del Komintern que se creen los dueños de la revolución y no son más quevedettes a las que podemos dejar con el culo al aire nada más que con soplar. Pero no con los tuyos… Métete esto en la cabeza de una puta vez: tú no piensas, solo obedeces; tú no actúas, solo ejecutas; tú no decides, solo cumples; tú vas a ser mi mano en el cuello de ese hijo de puta, y mi voz va a ser la del camarada Stalin, y Stalin piensa por todos nosotros… Bliat'!
– No volverá a ocurrir, lo prometo.
El asesor lo miró, larga e intensamente, y su rostro comenzó a aflojarse.
– ¿Qué te pareció este café? -preguntó entonces, con la voz más amable y hasta sonrió.
Desde aquella tarde, Jacques Mornard percibió como nunca antes la densidad viscosa de los días de pasividad. Era como si tuviese en sus manos un billete de lotería cuyo sorteo se dilataba y, con él, la calidad de su futuro. Le faltaba concentración para leer algo más que los periódicos, su carácter lo mantenía alejado de cantinas y lupanares, y optó por dormir la mayor cantidad de horas posibles. Sintió incluso deseos de que le ordenaran traer a Sylvia: así al menos tendría algo de que preocuparse, alguien con quien poner a funcionar su cerebro de Jacques Mornard e, incluso, un mediocre pero seguro desahogo de sus menguados apetitos sexuales. En compañía de Tom y Caridad hizo excursiones a las pirámides de Teotihuacán, al lago Xochimilco y a la ciudad de Puebla, que tanto le recordó algunos pueblos castellanos, con más iglesias que escuelas; un par de veces salió con Tom hacia la zona de San Ángel, a practicar el tiro con pistola y sus habilidades con armas blancas. Una noche a la semana, también acompañados por Caridad, iban a comer juntos a algún restaurante del centro, donde Tom devoraba con fruición los platos cargados de aquel picante capaz de sacarle las lágrimas a Ramón y a Caridad. Hablaban de la guerra -el ejército soviético se había lanzado en lo que debía ser una fulminante expedición contra Finlandia-, de los avances del grupo de Griguliévich, de la escalada de la campaña orquestada por Vittorio Vidali, el hombre del Komintern, contra la presencia del renegado en México, y de las purgas del Partido Comunista Mexicano que pronto se ejecutarían. Fiel a su papel, Ramón Mercader únicamente hablaba y se comportaba como Jacques Mornard, pero los acontecimientos parecían moverse a cámara lenta y la ansiedad se iba apoderando del tapiado pero palpitante Ramón. Cuando estaba solo, sin la obligación de parecer un playboy derrochador y divertido, el joven gastaba muchas de sus noches yendo a los cines donde dabanwesterns de estreno y volviendo a ver las películas de sus adorados hermanos Marx. Las boutades de Groucho, que le gustaba repetir ante el espejo, le seguían pareciendo el colmo del ingenio verbal que él nunca había tenido y que tanto admiraba en quienes lo poseían.