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Cuando a mediados de diciembre Tom le dijo que ya era tiempo de hacer venir a Sylvia, Ramón Mercader supo que algo, al fin, había empezado a moverse. El sorteo podía tener lugar en cualquier momento y el olor del riesgo despejó su mente de las brumas de la inactividad obligada. La cacería del Pato había comenzado.

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La Casa de los Sindicatos de Moscú es una obra maestra de la arquitectura rusa del siglo XIX. El arquitecto Kazakov había convertido el edificio del siglo XVIII en un club para la aristocracia moscovita, y en su lujoso Salón de las Columnas habían bailado, entre muchos, Pushkin, Lérmontov y Tolstói, e interpretado su música Chaikovski, Rimski-Korsakov, Liszt y Rajmáninov. Después de la revolución, la sala, de excelente acústica, se utilizó para reuniones del Partido y charlas de divulgación: allí se escuchó decenas de veces la voz de Lenin, allí se había montado la capilla de donde saldrían los restos del líder hacia el mausoleo de la plaza Roja. Pero Liev Davídovich estaba convencido de que el recinto iba a pasar a la posteridad por haber albergado las más grotescas farsas judiciales del siglo: y el 2 de marzo de aquel ya nefasto año de 1938, cuando volvieron a abrirse las puertas del Salón de las Columnas, él también sabía que la muerte regresaba al edificio histórico, dispuesta a recoger otra cosecha.

Desde que comenzaran a llorar el destino de su hijo Liova, Natalia y Liev Davídovich habían aprendido de manera demasiado doloro-sa lo que significaba albergar una última esperanza, pues se habían aferrado a una: la vida de Seriozha. Aunque hacía meses que no habían vuelto a tener noticias del joven, el hecho de no saber si estaba muerto les permitió abrazar la improbable pero todavía concebible esperanza de que siguiese con vida. Su otra ilusión era Sieva: además de ellos, el niño era el único miembro de la familia que vivía fuera de la Unión Soviética, y le habían rogado a Jeanne que viniera con él a México, al menos por unos meses, y los ayudaran con su presencia a paliar el dolor por la pérdida sufrida.

Pero Jeanne había decidido pedir una investigación más exhaustiva de las causas de la muerte de Liova y se disponía a nombrar a un abogado, amigo de los Molinier, a pesar de que Rosenthal, el representante legal de los Trotski en Francia, era de la opinión de que no debían mezclar al grupo de Molinier con el caso. Del modo más diplomático, Liev Davídovich le había pedido a la mujer que dejara la solicitud de investigación en sus manos, pero ella insistía en seguir adelante y había decidido que Sieva permaneciera con ella en París, pues, decía, se había convertido en su mejor soporte. Natalia Sedova, como casi siempre, fue la primera en prever que por aquel flanco se avecinaban conflictos desgarradores.

Mientras, el eficiente Étienne se había comprometido a continuar en París el trabajo con elBoletín. En los últimos meses Liova le había asegurado a su padre que muchas veces la publicación circulaba gracias a la dedicación de Étienne. La confianza de Liova en el joven era tal que, para casos de emergencia, le había entregado una llave del buzón donde recibía la correspondencia personal. Ahora Étienne se había brindado a seguir la tarea iniciada por Liova, junto a Klement, en la planeada constitución de la IV Internacional. Ojalá Étienne sea la mitad de eficiente que nuestro pobre Liova, había comentado Liev Davídovich, sabiendo cuánto se engañaba.

En medio de aquellos desasosiegos, la noticia de que el Consejo Militar del Tribunal Supremo volvía a sesionar en el Salón de las Columnas no lo sorprendió. El exiliado esperaba que en cualquier momento la maquinaria del terror pusiera otra vez a punto sus mecanismos, pues Stalin necesitaba culminar la obra de barrido de la memoria iniciada con el asesinato de Kírov, y construida con esmero y eficiencia a lo largo de aquellos tres últimos años. De un modo que lo hizo sentirse mezquino, trató de concentrarse en los avatares de la nueva farsa judicial, intentando alejar de su mente el obsesivo sentimiento de culpa y el dolor que lo asediaban desde la muerte de su hijo.

Cuando se develó la lista de los veintiún acusados, Liev Davídovich encontró muchos nombres previsibles: Ríkov, Bujarin, Rakovsky, Yagoda, y él,in absentia. También se juzgaría la memoria de Liev Sedov, su eterno lugarteniente, y a personajes menos conocidos, entre ellos médicos, embajadores y funcionarios. De los acusados, trece eran de origen judío, y tal insistencia en llevar hebreos a aquellos procesos podía leerse como otra señal de simpatía hacia Hitler y como testimonio del antisemitismo visceral de Stalin. Los cargos tampoco fueron demasiado novedosos, pues repetían las acusaciones de los juicios anteriores, aunque había más, pues siempre tenía que haber más: terrorismo contra el pueblo y los dirigentes del partido, envenenamientos… La mayor novedad era que varios de los encartados habían caído tan bajo en los mercados del espionaje y el crimen que se les culpaba de servir no ya a la inteligencia alemana y japonesa, sino además a la polaca, y no solo de querer asesinar al camarada Stalin, sino también de haber envenenado a Gorki y hasta a su hijo Max. Como no parecía que fuesen suficientemente criminales, los delitos ahora se extendían a la época de la Revolución e incluso a fechas anteriores, cuando no existía el Estado que los juzgaría. La jugada maestra de la fiscalía era acusar a Yagoda de haber actuado como un instrumento de las agresiones trotskistas, por lo que durante los diez años en los que había perseguido, encarcelado y torturado a los camaradas de Liev Davídovich y confinado en los campos de la muerte a miles de personas, sus excesos criminales se debían a órdenes contrarrevolucionarias precisamente de Trotski y no a disposiciones de Stalin…

Sintiendo cómo aquella agresión a la verdad le devolvía fuerzas, el exiliado escribió que el Sepulturero de la Revolución estaba superando toda su experiencia anterior y desbordando los recipientes de la credulidad más militante. La irracionalidad de las acusaciones era tal que le resultaba casi imposible concebir un contraataque, aunque al principio decidió responder con la ironía: tanto era su poder, escribió, que por órdenes suyas, dadas desde Francia, Noruega o México, decenas de funcionarios y embajadores con quienes nunca había hablado se convertían en agentes de potencias extranjeras y le enviaban dinero, mucho dinero, para sostener su organización terrorista; jefes de industrias devenían saboteadores; médicos respetables se dedicaban a envenenar a sus pacientes. El único problema, comentaría, era que aquellos hombres habían sido los dirigentes elegidos por el propio Stalin, pues hacía muchos años que él no nombraba a nadie en la URSS.

Las increíbles confesiones escuchadas durante los diez días que duró el proceso, y el modo en que se vieron obligados a humillarse hombres cargados de historia como Bujarin y Ríkov, no asombraron a Liev Davídovich. En cambio, le provocó una gran tristeza leer las autoinculpaciones de un luchador como el radical Rakovsky (tan al borde de la muerte que se le había permitido declarar sentado), quien reconoció haberse dejado llevar por las aventureras teorías trotskistas, a pesar de que Trotski le había confesado en 1926 su condición de agente británico. ¿A qué extremos habrían llegado las presiones para quebrar la dignidad de un hombre que había resistido años de deportaciones y encierros sin renunciar a sus convicciones y que además se sabía en el final de la vida? ¿De verdad alguno de ellos creía que, con su confesión, brindaba un servicio a la URSS, como se les obligaba a repetir? Liev Davídovich debió de reconocerse incapaz de comprender aquellas exhibiciones de sumisión y cobardía.