Un primer contratiempo del proceso mostró las costuras de su armazón. Lo protagonizó Krestinski, quien durante toda una tarde se atrevió a sostener que sus confesiones, hechas ante la policía secreta, eran falsas y se declaró inocente de todos los cargos. Pero a la mañana siguiente, cuando subió al estrado, Krestinski admitió que eran ciertas las acusaciones anteriores y algunas más, seguramente elaboradas a toda prisa. ¿Con qué argumentos habían quebrado a un hombre ya convencido de que sería fusilado? La nueva GPU estaba desarrollando métodos que espantarían al mundo el día en que se conocieran, métodos gracias a los cuales se produjo la revelación más espectacular del proceso, cuando Yagoda, tras declararse inocente y recibir el mismo tratamiento que Krestinski, confesó haber preparado el asesinato de Kírov por órdenes de Ríkov, pues éste envidiaba el meteórico ascenso del joven.
Pero la estrella del juicio, como cabía esperar, fue Nikolái Bujarin que, al cabo de un año de estancia en los fosos de la Lubyanka, parecía listo para acometer el último acto de su autodemolición política y humana. Aunque negó ser responsable de las actividades de terrorismo y espionaje más tremebundas, Liev Davídovich creyó descubrir que su táctica era aceptar lo inaceptable con una convicción y un énfasis con los cuales pretendía demostrar a los observadores más perspicaces la falsedad del sumario. El viejo revolucionario, sin embargo, advirtió el error de perspectiva que cometía Bujarin al intentar lanzar un grito de alarma a los alarmados, para quienes (a pesar del silencio que mantenían) todas aquellas acusaciones serían tan poco creíbles como las de los juicios anteriores. Pero la gran masa, la que seguía en Moscú y en el mundo el curso de los procesos, había sacado de sus palabras una sola conclusión que validaba los cargos y destruía la estrategia del reo: Bujarin confesó, dijeron, y eso era lo importante. ¿Para terminar arrodillado y lloroso, admitiendo crímenes ficticios, Bujarin había preferido volver a Moscú?, se preguntaría Liev Davídovich, recordando la dramática carta que tres años atrás le remitió Fiódor Dan.
A Liev Davídovich le parecía evidente que en los procesos Stalin exigía, más que una verdad, la destrucción humana y política a los acusados. Cuando ejecutó a los encartados en los juicios anteriores, los había obligado a morir con la conciencia de que no solo se habían escarnecido a sí mismos sino que además habían condenado a muchos inocentes. Por ello le sorprendía que Bujarin, quien sin duda había aprendido la lección de los bolcheviques que lo antecedieron en aquel trance, conservara la ilusa esperanza de salvar la vida. En una de las muchas cartas que le escribió a Stalin desde los fosos de la Lubyanka y que el Sepulturero se encargaba de hacer circular en ciertas esferas, Bujarin llegó a decirle que solo sentía por él, por el Partido y por la causa, un amor grandioso e infinito, y se despedía abrazándolo en sus pensamientos… Liev Davídovich podía imaginar la satisfacción de Stalin al recibir mensajes como aquél, que lo convertían en uno de los pocos verdugos en la historia que recibían la veneración de sus víctimas mientras las empujaba hacia la muerte… El 11 de marzo, el juicio quedó visto para sentencia. Cuatro días después, los condenados a muerte habían sido ejecutados, aseguraba elPravda…
Desde que comenzara a desplegarse aquel montaje, Liev Davídovich se había ido encerrando en su habitación, pues le resultaba doloroso intentar dar respuesta a las preguntas que le hacían periodistas, correligionarios, secretarios y guardaespaldas, todos en busca de una lógica que estuviese más allá del odio, de la obsesión conspirativa y de la insania criminal del hombre que gobernaba sobre la sexta parte de la Tierra y sobre la mente de millones de hombres en todo el mundo. Liev Davídovich sabía que el único objetivo posible de Stalin en esos procesos era desacreditar y eliminar adversarios reales y potenciales y transferirles las culpas por cada uno de sus fracasos. Lo que se les escapaba era que aquella desacreditación estaba dirigida hacia dentro de la sociedad soviética, que en un por ciento sin duda notable debió de creerse todo lo propalado, por difícil de asimilar que resultase. El otro gran propósito era hacer extensivo y omnipresente el miedo, sobre todo el miedo de los que tenían algo que perder. Por eso los primeros destinatarios de aquellas purgas habían sido, en realidad, los burócratas: siguiendo esa estrategia, Stalin había golpeado a decenas de sus acólitos, incluidos varios miembros del Politburó y secretarios del partido en las repúblicas, estalinistas que, de un día para otro, habían sido calificados de traidores, espías o ineptos. Si los oposicionistas de otros tiempos fueron deshonrados públicamente, los estalinistas, en cambio, solían ser destruidos en silencio, sin procesos abiertos, del mismo modo que habían sido diezmados los comunistas de diversos países refugiados en la URSS, con los que Stalin, después de utilizarlos, parecía haberse cebado.
Lo más terrible era saber que aquellas limpiezas habían afectado a toda la sociedad soviética. Como cabía esperar en un Estado de terror vertical y horizontal, la participación de las masas en la depuración habría contribuido a su difusión geométrica: porque no era posible emprender una cacería como la vivida en la URSS sin exacerbar los instintos más bajos de las gentes y, sobre todo, sin que cada persona sufriera el terror a caer en sus redes, por cualquier motivo, incluso sin motivos. El terror había generado el efecto de estimular la envidia y la venganza, había creado una atmósfera de histeria colectiva y, peor aún, de indiferencia ante el destino de los demás. La depuración se alimentaba de sí misma y, una vez desatada, liberaba fuerzas infernales que la obligaban a seguir hacia delante y a crecer…
Semanas antes, Liev Davídovich había tenido una dramática constatación del horror vivido por sus compatriotas cuando una vieja amiga, milagrosamente escapada a Finlandia, le había escrito: «Es terrible comprobar que un sistema nacido para rescatar la dignidad humana haya recurrido a la recompensa, la glorificación, el estímulo de la delación, y que se apoye en todo lo humanamente vil. La náusea me sube por la garganta cuando oigo decir a la gente: han fusilado a M., han fusilado a R, fusilado, fusilado, fusilado. Las palabras, de tanto escucharlas, pierden su sentido. Las gentes las pronuncian con la mayor tranquilidad, como si estuvieran diciendo: vamos al teatro. Yo, que viví estos años en el miedo y sentí la compulsión de delatar (lo confieso con pavor, pero sin sentimiento de culpa), he extraviado en mi mente la brutalidad semántica del verbo fusilar… Siento que hemos llegado al fin de la justicia en la Tierra, al límite de la indignidad humana. Que han perecido demasiadas personas en nombre de la que, nos prometieron, sería una sociedad mejor»…
La llegada de André Bretón vino a sacar a Liev Davídovich del pozo de sus dolores personales e históricos. Diego y Frida lo recibieron con el lógico entusiasmo que les provocaba tener con ellos al gurú del surrealismo, el eterno inconforme capaz de desafiar los dogmas más sagrados cuando advirtió que él y sus colegas se afiliaban al Partido Comunista Francés recordando que acataban la disciplina partidista como ciudadanos… pero no como surrealistas.