Cumplido un primer encuentro, ensombrecido por los pésames, Liev Davídovich le pidió al poeta unos días para poner sus ideas en orden antes de comenzar a trabajar en el proyecto que lo había traído a México: la creación de una Federación Internacional de Artistas Revolucionarios. Sabía que trabajaría con toda su pasión, pero con gran esfuerzo: ni siquiera para alguien como él era fácil cargar con el peso de tanta muerte y dolor. Además, la candente situación de México no dejaba de preocupar al exiliado. Las pasiones se habían exacerbado hasta límites explosivos cuando el presidente Cárdenas anunció la expropiación del petróleo y el secretario del Tesoro norteamericano respondió con la amenaza de no comprar más plata mexicana: un millón de personas se congregaron en el Zócalo para expresar su apoyo a Cárdenas, pero al mismo tiempo se hablaba de posibles alzamientos contra el gobierno. Liev Davídovich sabía que aquella situación los ponía a él y a Natalia en una coyuntura crítica: en medio de tanta exaltación, los asesinos de la NKVD podían aprovechar para lanzarse sobre ellos, pues estaba convencido de que, luego del último juicio, terminada la limpieza del antiguo liderazgo bolchevique, su existencia había dejado de ser útil a Stalin.
Antes de que Bretón y su esposa Jacqueline desembarcaran, en Francia y en México los comunistas habían comenzado una campaña en su contra. Los franceses, de los que Bretón se había separado en 1935, lo acusaban de Judas y, por supuesto, de algo peor: de simpatizante trotskista; en México, mientras tanto, los estalinistas locales, con Lombardo Toledano y Hernán Laborde a la cabeza, lanzaron contra el poeta y contra Liev Davídovich una propaganda más agresiva, al punto de que Van Heijenoort decidió tomar algunos de los guardaespaldas para organizar la protección de Bretón durante las conferencias que éste daría en el país.
Poder hablar de literatura y arte, de surrealismo y vanguardia, de compromiso político y libertad creativa fue un bálsamo para el exiliado. La presencia de Bretón y su aliento literario le habían recordado que desde su niñez, y luego más tarde, cuando era un joven estudiante, el sueño de su vida había sido llegar a ser escritor, aunque poco después sometiera esa pasión y todas las demás a la labor revolucionaria que había marcado su existencia.
Guiados por Diego, los Bretón y los Trotski pasearon por las ruinas precolombinas, visitaron museos y a los artistas locales que aceptaron la presencia del exiliado. El sumo pontífice del surrealismo se confesó atónito ante los abigarrados mercados, los cementerios y las manifestaciones de religiosidad popular, en los que solía encontrar un «surrealismo en estado puro», más revelador que el choque del paraguas y la máquina de coser en la mesa de disecciones, y por eso consideró a México «la tierra electa del surrealismo».
Cuando comenzaron a trabajar en el manifiesto a los escritores y artistas revolucionarios con el que llamarían a la creación de una Federación Internacional, Liev Davídovich y Bretón debieron de sentir la explosiva tensión que generaban dos espíritus empecinados, pero a la vez la posibilidad de entendimiento nacida de una necesidad compartida. Desde el principio Diego aclaró que las elucubraciones teóricas se las dejaba a ellos, aunque podían contar con su firma, pues los tres partían de un acuerdo básico: la urgencia de ofrecer una alternativa política a la intelectualidad de izquierdas, un asidero que les permitiera reconciliarse con el pensamiento marxista en un momento en que muchos creadores, desencantados con las olas represivas desatadas en Moscú, comenzaban a alejarse del ideal socialista.
En aquellas conversaciones Bretón sostenía la necesidad de hacer una distinción capitaclass="underline" los intelectuales de izquierda que habían vinculado su pensamiento al experimento soviético cometían un grave error de concepto, pues no era lo mismo marchar al lado de una clase revolucionaria que a la zaga de una revolución victoriosa, más cuando esa revolución era representada por un nuevo estrato empeñado en estrangular la creación artística con una mano totalitaria… Pero, a pesar de las acusaciones de los estalinistas, su propio alejamiento del Partido no era una ruptura con la revolución y, menos aún, con los obreros y sus luchas, decía. Su gran controversia con Liev Davídovich giró entonces en torno a un concepto que ambos consideraban básico establecer claramente, y sobre el cual la posición del exiliado era terminante y no negociable: «Todo está permitido en el arte». Al escucharlo, Bretón había sonreído y mostrado su acuerdo, pero solo si se añadía una precisión esenciaclass="underline" Todo, menos que atente contra la revolución proletaria. Bretón recordó que el mismo Liev Davídovich lo había dicho así, y el exiliado le aclaró que cuando escribióLa revolución traicionada la deformación estética en la Unión Soviética ciertamente había alcanzado niveles alarmantes, pero los sucesos de los últimos tres años habían roto el dique. Si era inevitable que una revolución proletaria atravesara no ya un período termidoriano, sino un terror que negaba su esencia misma, no había derecho a imponer condiciones a la libertad artística: Todo tiene que estar permitido en el arte, insistió, a lo que el francés volvió a agregar: Menos que atente contra la revolución proletaria; ése era el único principio sagrado.
Bretón era el contendiente agudo que tanto le complacía al exiliado. Persuadirlo de algo de lo que no estuviese convencido entrañaba un reto y le había recordado al Parvus de su juventud, cuando hablar de marxismo se convirtió en una obsesión para él. Entonces, buscando reforzar sus argumentos, Liev Davídovich le recordó al surrealista los destinos de Maiakovski y Gorki, los silencios forzosos de la Ajmátova, Ósip Mandelstam y Babel, las degradaciones de Romain Rolland y de varios ex surrealistas fieles al estalinismo, e insistió en que no se debía admitir ninguna restricción, nada que pudiera generar que se aceptasen las desnaturalizaciones que una dictadura podía imponer al creador con el pretexto de la necesidad histórica o política: el arte tenía que atenerse a sus propias exigencias y solo a ellas. Por aceptar condiciones políticas que él mismo había defendido (a esas alturas mucho lamentaba haberlo hecho), en el presente no se podían leer sin repugnancia y horror los poemas y novelas soviéticas, ni ver las pinturas de los obedientes: el arte en la URSS se había convertido en una pantomima en la que funcionarios armados de pluma o pincel, y vigilados por funcionarios armados de pistolas, solo tenían la posibilidad de glorificar a los grandes jefes geniales. A eso los había llevado la consigna de la unanimidad ideológica, el pretexto de que estaban sitiados por los enemigos de clase y la justificación eterna de que no era el momento apropiado para hablar de los problemas y de la verdad, para dar libertad a la poesía. La creación durante la época de Stalin, pensaba, quedaría como la expresión de la más profunda decadencia de la revolución proletaria y nadie tenía el derecho de condenar al arte de una nueva sociedad al riesgo de repetir esa experiencia frustrante… «Para el arte la libertad es sagrada, su única salvación. Para el arte todo tiene que sertodo», concluyó.
En aquellas conversaciones con las que pretendían arreglar el mundo, Liev Davídovich descubrió con cierta sorpresa que a Bretón lo fascinaba, más que cualquier teoría, la dramaturgia misma de la vida y que con frecuencia traía a colación el tema del azar y su papel en los acontecimientos que marcan el destino. Fue durante uno de esos diálogos, al parecer intrascendentes y que se imponen sin saber exactamente su origen, cuando Liev Davídovich confesó al poeta, a propósito de Sieva y su demorado viaje a México, cuánto amaba a los perros. Se lamentó ante Bretón de que su vida errante le hubiera impedido volver a tener uno desde que se despidió de su galgo ruso en el muro del cementerio de Prínkipo y le habló de la bondad deMaya, y de la devoción que, en general, sienten los perros de esa raza por sus dueños. Entonces pudo comprobar que el más surrealista de los surrealistas era un hombre estrictamente lógico cuando rebatió aquella idea, advirtiéndole que se dejaba llevar por los afectos. Y le explicó que, al hablar del amor que sienten los perros, él intentaba atribuir a las bestias sentimientos sólo propios de los humanos.