Con argumentos quizás más pasionales que racionales, Liev Davídovich trató de convencer al francés: ¿se podía negar que un perro sintiera amor por su amo?, ¿cuántas historias de ese amor y esa amistad no habían escuchado? Si Bretón hubiera conocido a Maya y visto su relación con él, tal vez su opinión hubiera sido otra. El poeta le dijo que lo entendía y le aclaró que él también amaba a los perros, pero el sentimiento partía de él, el humano. El perro, si acaso, expresaba de manera primaria que sabía distinguir los efectos de su relación con los hombres: miedo al humano que puede provocarle dolor, por ejemplo.
Pero si aceptaban que un perro era devoto de alguien, debían admitir que el mosquito cuando picaba era conscientemente cruel, o que la marcha de los cangrejos era deliberadamente retrógrada… Y aunque no lo convenció, a Liev Davídovich le gustó la imagen surrealista del cangrejo retrógrado a conciencia.
Unos días después tuvieron una discusión menos amable y de muy extrañas consecuencias. Se había producido cuando Liev Davídovich esperaba que Bretón le presentara el borrador delManifiesto, y el poeta le dijo que las ideas se le resistían y no había podido concluirlo. Quizás por las muchas tensiones acumuladas, el exiliado tuvo en ese momento un ataque de ira, sin duda excesivo: le reprochó su negligencia (después lo lamentaría, recordando las veces que acusó a Liova de lo mismo) y su incapacidad para entender la importancia de que ese documento circulara cuanto antes en una Europa cada día más cercana a la guerra. Bretón se defendió y le recordó que no todo el mundo podía vivir con un solo pensamiento en la frente: la pasión de Liev Davídovich le resultaba inalcanzable. Que le llamara «inalcanzable» molestó aún más al otro y estuvieron al borde de una ruptura que Natalia evitó con la estrategia de ponerse del lado del poeta.
Al día siguiente Liev Davídovich recibió la noticia de que se había producido en Bretón un fenómeno fisiológico inusuaclass="underline" había caído en una especie de parálisis general. Apenas conseguía moverse, no podía escribir, y se quedó afásico. Los médicos le diagnosticaron fatiga emocional y le aconsejaron reposo absoluto. Pero, según Van Heijenoort, Liev Davídovich había sido el único culpable del congelamiento intelectual y físico de Bretón: el secretario lo llamaba «el soplo de Trotski en la nuca», y, decía, era capaz de paralizar a cualquiera que se relacionase con él, pues, según Van Heijenoort, andar a su lado resultaba muy difíciclass="underline" su modo de vivir y de pensar desataban una tensión moral casi insoportable. Liev Davídovich no se daba cuenta, porque se hacía esa exigencia a sí mismo desde hacía muchos años, pero no todos podían vivir día y noche enfrentados a la suma de los poderes del mundo: al fascismo, al capitalismo, al estalinismo, al reformismo, a los imperialismos, a todas las religiones y hasta al racionalismo y el pragmatismo. Si un hombre como Bretón le confesaba que él estaba fuera de su alcance y se quedaba paralizado, Liev Davídovich tenía que entenderlo: el culpable no era Bretón sino el camarada Trotski que había resistido lo que había tenido que resistir en esos años porque era un animal de otra especie… Ojalá no sea un mosquito cruel o un cangrejo retrógrado, le comentó Liev Davídovich al secretario.
A pesar de las discusiones (o tal vez gracias a ellas), la presencia de Bretón seguía incidiendo positivamente en el exiliado, a cuyas preocupaciones se había sumado -como lo predijera Natalia- la negativa de Jeanne a separarse de Sieva. Aunque a todas luces la mujer estaba afectada por una neurosis, y quizás influida por algún consejero que la predisponía contra los padres de Liova, su actitud estaba llena de agresividad, al punto de que no había permitido a Marguerite Rosmer tener una conversación con el niño. Ante aquella situación no les había quedado otra alternativa que poner una demanda legal para obtener la custodia de Sieva.
El 10 de julio los Trotski, los Bretón y Diego Rivera salieron para Pátzcuaro. El poeta, ya restablecido, tenía casi listo elManifiesto y quería darle los retoques finales. Unos pescadores amigos de Diego se encargaron de suministrarles las piezas más hermosas de sus capturas, pues el pintor conocía la debilidad de Liev Davídovich por el pescado del lago de Pátzcuaro. Jacqueline y Bretón también tuvieron que rendirse ante aquel manjar, que el poeta bautizó como «los peces de André Masson». Los pescadores en plena faena le hicieron recordar al exiliado, con más nostalgia de la previsible, los años de Prínkipo, cuando aún tenía fe en el futuro de la oposición dentro de la Unión Soviética y fuerzas y ánimos para salir de pesca con el bueno de Kharálambos. ¿Qué será de su vida?, se preguntó. ¿Regresará cada tarde navegando sobre la estela rojiza que el sol dibuja en el Mar de Mármara?
Como elManifiesto seguía inconcluso, el político y el poeta discutieron mucho sobre los efectos del estalinismo en la creación artística dentro y fuera de la URSS. Liev Davídovich le recordó cuánto desprecio le provocaban los aduladores de Stalin, especialmente autores como Rolland, o como Malraux, a quien tanto había celebrado cuando leyó su primera novela y que ahora se había convertido en el representante típico de esos escritores que vivían en París, Londres y Nueva York y firmaban declaraciones de apoyo a Stalin sin tener una idea (más bien sin querer tenerla) de lo que de verdad ocurría en la URSS. A cada uno de ellos, tan convencidos de las bondades del régimen, Liev Davídovich les haría una prueba: los pondría a vivir con su familia en un departamento de seis metros cuadrados, sin auto, con mala calefacción, obligados a trabajar diez horas por día para vencer en una emulación que no conducía a nada, ganando unos pocos rublos devaluados, comiendo y vistiéndose con lo que les asignasen por la cartilla de racionamiento y sin la menor posibilidad no ya de viajar al extranjero, sino de levantar la voz. Si al cabo de un año todavía defendían el proyecto y esgrimían grandes principios filosóficos, entonces los encerraría otro año en una colonia penitenciaria de las que Gorki había considerado fábricas de hombres nuevos… Ésa sería la prueba de la verdad (más bien un exceso, dijo), y ya verían cuántos Rolland o Aragón aún enarbolarían la bandera de Stalin en un restaurante de París.
Apenas regresaron de Pátzcuaro, Liev Davídovich se encontró con una grave noticia: el 14 de julio, sin dejar rastros, había desaparecido en París su colaborador Rudolf Klement. Las experiencias anteriores le provocaron un profundo temor por el destino del joven, al que lo unían lazos de afecto. Aunque la distancia lo obligaba a ver los acontecimientos con una perspectiva que dependía de informes que llegaban mal y tarde, desde el inicio sintió que entre aquella desaparición y la muerte de Liova había alguna conexión, y así se lo hizo saber a la policía francesa, en una carta de protesta por la negligencia con que habían manejado la investigación.
Finalmente, el 25 de julio quedó listo elManifiesto por un arte revolucionario independiente. Sin restricciones de ningún tipo para el arte. Como Liev Davídovich consideró que su nombre podía marcar políticamente el documento, se abstuvo de firmarlo. Por ello le pidió a Rivera que lo suscribiese junto a Bretón, y el pintor estuvo de acuerdo. El exiliado confiaba en que el llamamiento sería un primer paso hacia una Federación de Artistas Revolucionarios e Independientes tan necesaria para un mundo atrapado entre los dos totalitarismos más devoradores que hubieran existido en la historia.