Por eso al exiliado no le extrañó que, después de la creación de la IV Internacional, la campaña contra él organizada por el Partido Comunista Mexicano cobrara mayor presión. Lo peor, sin embargo, fue comprobar que en la Casa Azul también parecía haber entrado el calor político levantado por la fundación de la nueva reunión de partidos, algo que había molestado mucho a Rivera. El pintor se había enojado porque Liev Davídovich no había apoyado su aspiración de convertirse en el secretario de la sección mexicana de la IV Internacional. Pero el motivo por el que el exiliado había negado aquel apoyo resultaba para él cristalino: no pensaba que fuese beneficioso para Rivera sacrificar su creación por un trabajo burocrático que, si bien le hubiera dado un relieve político, le habría absorbido tiempo en reuniones y en la redacción de documentos. La segunda razón, menos confesable, era que no le atribuía a Diego suficiente agudeza política. No obstante, Rivera aspiraba a la preeminencia política y se había sentido traicionado por su acogido.
Unos días antes de su cumpleaños, Liev Davídovich recibió un informe de su viejo corresponsal V.V., que resucitaba cuando ya lo creía definitivamente perdido. V.V. le contaba ahora que el jefe de la NKVD, el enano Yézhov, había sido destituido y, poco después, encarcelado bajo los cargos de abuso de poder y traición. Igual que Yagoda, Yézhov iba a morir, y la verdadera razón era que, como siempre, Stalin necesitaba una cabeza de turco a la cual cargar las culpas para, de ese modo, hacer resplandecer su inocencia.
V.V. le contaba en detalles cómo bajo el mandato de Yézhov los campos de deportados habían dejado de ser las prisiones de Yagoda, administradas con crueldad y displicencia, donde la gente moría vencida por el hambre y los elementos. Con Yézhov se había olvidado la propaganda sobre las excelencias de la reeducación soviética de los criminales, y los llamadosgulags se habían convertido en campos de exterminio sistemático, donde los prisioneros eran obligados a trabajar hasta la muerte, o asesinados, en un número que no tenía precedentes en el pasado. Pero el terror de Yézhov no había sido tan irracional y enfermizo como ahora se le haría ver a la gente: por ejemplo, en febrero de 1937, Stalin había dicho a su peón Georgui Dimitrov, secretario general del Komintern, que los comunistas extranjeros acogidos en Moscú «estaban haciéndole el juego al enemigo» y de inmediato encargó a Yézhov que resolviese el problema. Un año después, de los trescientos noventa y cuatro miembros del Comité Ejecutivo de la Internacional que vivían en la URSS, solo quedaban vivos ciento setenta: los demás habían sido fusilados o enviados a los campos de la muerte. Hubo entre ellos alemanes, austríacos, yugoslavos, italianos, búlgaros, finlandeses, bálticos, ingleses, franceses y polacos, mientras la proporción de judíos condenados volvió a ser notable. En esa cacería, Stalin había liquidado a más dirigentes del PC alemán de antes de 1933 que el mismo Hitler: de los sesenta y ocho líderes que, luego de obedecer su política y permitir el ascenso del fascismo huyeron a refugiarse en la patria del comunismo, más de cuarenta habían muerto ejecutados o internados en los campos; los polacos liquidados, por su lado, fueron tantos, que se debió desintegrar el partido en ese país.
Mientras leía y anotaba la carta de V.V, Liev Davídovich sintió cómo lo hundía el peso de aquellas revelaciones. ¿Se podría abrigar la esperanza de que algún día la humanidad llegara a saber cuántos cientos de miles de personas habían sido ejecutadas por los secuaces de Stalin? ¿A cuántos comunistas verdaderos había quitado de en medio? El estaba convencido de que unas y otras eran cifras de vértigo, a las que se debían sumar los millones de campesinos muertos de hambre en Ucrania y otras regiones por la catástrofe de la colectivización, y los millones que habían perecido en los desplazamientos de pueblos enteros ordenados por el antiguo comisario de las nacionalidades… Con toda seguridad se trata, pensó, de la mayor masacre de la historia en tiempos de paz, y lo peor es que nunca sabremos las verdaderas y terribles proporciones que alcanzó el genocidio, pues para muchos de esos condenados no hubo sumario, juicio, acta de condena. La mayoría había muerto en calabozos, en trenes asfixiantes, congelados en los campos siberianos o fusilados al borde de los ríos y precipicios para que sus cadáveres fuesen arrastrados por las aguas o cubiertos por aludes de tierra y nieve…
La sensación de hallarse él mismo a merced de aquel terror se acentuó cuando Víctor Serge y otros amigos de París le confirmaron que Étienne era el agente Cupido, ligado a las muertes de Liova, Reiss y Klement. Acusaban al joven, además, de haber manipulado a Jeanne, para provocar una ruptura que había terminado en un juicio por la custodia de Sieva (favorable a los Trotski, por suerte) y para que interviniera en la investigación sobre la muerte de Liova, entorpeciendo la labor de la policía, más que ayudándola. Pero, al mismo tiempo, los Rosmer y otros camaradas habían tratado en vano de encontrar una grieta en el comportamiento de Étienne, y Liev Davídovich aún se negaba a aceptar la condena lanzada por sus otros amigos. Durante todos aquellos meses la eficiencia de Étienne había sido prodigiosa, nunca antes elBoletín había salido con tal regularidad, y en los trabajos previos y posteriores a la fundación de la Internacional su seriedad había sido ejemplar. Él sabía, no obstante, que toda aquella diligencia podía ser una máscara bajo la que se escondía un agente enemigo. La única solución era enfrentar a Étienne a las acusaciones que se le hacían y exigirle que demostrase su inocencia, decidió.
Jeanne, por su lado, negándose a reconocer el veredicto del tribunal, había huido de París llevándose a Sieva y la parte de los archivos que conservaba Liova, con el argumento de que le pertenecían, pues había sido su esposa. Marguerite Rosmer, con su disposición y bondad, había asumido como una cuestión de honor la localización del muchacho y le garantizaba a Natalia que se lo traería a México. ¡Pobre Sieva!, exclamó entonces la mujer: con su padre biológico desaparecido en un campo de concentración; su madre suicidada en Berlín, casi frente a él; su padre adoptivo muerto en extrañas circunstancias que apuntaban hacia Stalin; su tutora al parecer enloquecida, volcando sobre él todas sus frustraciones; unos abuelos en el exilio, otra abuela confinada en un campo de prisioneros; tías muertas, tíos desaparecidos, hermanos y primos de los que no se había vuelto a saber… ¿Había una víctima más inocente y a la vez ejemplar del odio de Stalin que ese pequeño Vsevolod Vólkov?
A pesar de tantas pérdidas y del ambiente cargado que se vivía en la Casa Azul -sobre todo desde la salida de Frida hacia Nueva York, donde le habían organizado una exposición-, Natalia Sedova decidió celebrar los cincuenta y nueve años de su marido. Acudieron a verlo unos pocos amigos de confianza (Otto Rühle, que se había quedado a vivir en México, Max Shachtman, Octavio Fernández, Pep Nadal y otros), que se unieron a los secretarios y guardaespaldas. Natalia había preparado varios platos, la mayoría mexicanos, pero también rusos, franceses y turcos. El mal gusto de Rivera se patentizó cuando le regaló una calavera de azúcar del Día de Muertos con la leyenda «Stalin» en la frente. Mientras, Shachtman soltó una especie de discurso, medio en broma, medio en serio, y retrató al homenajeado: «Sus cabellos están revueltos, su cara bronceada, sus ojos azules son tan penetrantes como siempre. L.D. sigue siendo un hombre hermoso. Un dandi, como dice Víctor Serge, quien me regaló esta agudeza, con la que Lenin trató de explicar quién era, y es, nuestro querido Trotski. "¿Saben cuál será la respuesta de Liev Davídovich cuando el malencarado oficial encargado de su pelotón de ejecución le pregunte sus últimos deseos?", preguntaba Lenin. "Pues nuestro camarada lo mirará, se acercará a él respetuosamente y le preguntará: Por casualidad, señor, ¿tendrá usted un peine para arreglarme un poco?"».