Pero su verdadero retrato de aquellos tiempos lo trazó quien mejor lo conocía, Natalia Sedova, que dejó escrito: «L.D. está solo. Caminamos por el pequeño jardín de Coyoacán, y estamos rodeados de fantasmas con la frente agujereada… A veces le oigo, cuando trabaja, y lanza unos suspiros y habla consigo mismo en voz alta: "¡Qué cansancio…, no puedo más!". Muchas veces los amigos lo sorprenden conversando a solas con las famosas sombras, los cráneos rotos por las balas del verdugo, los amigos de ayer devenidos penitentes, abrumados por infamias y mentiras, acusando a L.D., el compañero de Lenin…
Él ve a Rakovsky, hermano querido, quien, principesco, había ofrecido al movimiento revolucionario su enorme fortuna. Ve a Smirnov, brillante y alegre; a Murálov, el general de enormes mostachos, héroe del Ejército Rojo… Ve a sus hijos Nina, Zina, Liova, a sus queridos Blumkin, Yoffe, Tujachevsky, Andreu Nin, Klement, Wolf. Todos muertos. Todos. L.D. está solo…».
22
Jacques Mornard sintió verdadera alegría cuando descubrió la figura magra de Sylvia Ageloff en el salón del aeropuerto. Iba ataviada con uno de aquellos vestidos negros que, por consejo de Gertrude Allison, había comenzado a usar desde su estancia en París, pues, según la librera, aquel color resaltaba la blancura de su piel. Desde entonces, tan consciente de su fealdad, la mujer había seguido el consejo con la esperanza de ofrecerle algo diferente a su adorado Jacques, sobre cuyo pecho se lanzó, estremecida de emoción.
La semana anterior, apenas comenzado el año 1940, Tom le había anunciado a Jacques la llegada a México del agente español Felipe, uno de los congelados tras la deserción de Orlov. Felipe volvía desde Moscú para hacerse cargo, como oficial operativo al frente de la acción, del grupo de mexicanos, excombatientes en España, que se preparaban para actuar contra el renegado. El español, que había sido convertido en un equívoco judío francés, ¿o polaco?, sería para sus subordinados locales un personaje que ni siquiera tendría nombre: apenas sería el Camarada Judío. Griguliévich, que todo el tiempo se había mantenido a la sombra, pasaría a Felipe los hilos de aquella trama, mientras Tom comenzaba a estimar y preparar otras eventuales acciones. La segunda noticia alentadora había sido que, si todo funcionaba según lo previsto, el espía norteamericano llegaría en dos, tres meses a lo sumo, para sustituir a alguno de los guardaespaldas cuyo tiempo de servicio en la casa del exiliado estaba por cumplirse. Tom le había asegurado que el operativo entraba en la etapa de ajustes, pero cuidándose de mencionarle que en aquel momento Jacques Mornard había pasado a una segunda o tercera línea de ataque: sus acciones habían vuelto a bajar.
Durante varios días Jacques y Sylvia vivieron una especie de luna de miel en la habitación del Montejo. Por insistencia del propio Jacques, la mujer demoró más de lo que hubiera deseado su visita a Coyoacán para saludar a su admirado Liev Davídovich, para quien traía correspondencia y a quien quería reiterarle su disposición a ayudarlo en lo que precisara mientras ella estuviese en México. Cuando Sylvia concertó la cita para ser recibida en la casa de la avenida Viena, Jacques se ofreció a llevarla en su auto, pero solo si ella aceptaba una condición: bajo ningún concepto él se mezclaría con sus amigos. Era que, sencillamente, no le interesaba y, como mismo respetaba la pasión política de Sylvia, quería que ella aceptara su falta de interés por toda aquella historia patética de unos comunistas peleados a muerte con otros comunistas.
– No entiendes nada -dijo Sylvia, sonriente, disfrutando de la superioridad de que gozaba, al menos, en aquel terreno.
– Más de lo que crees -le rebatió Jacques-. ¿Ya has leído en los periódicos lo que se están haciendo entre sí los comunistas mexicanos?
– Eso es una purga estalinista. Sacaron al secretario general, Labor-de, y a Valentín Campa no porque sean malos comunistas, sino porque no quisieron obedecer alguna orden de Moscú. Es lo habitual…
Jacques rió, tanto, que se le humedecieron los ojos.
– Todos son iguales, por Dios. Aquéllos dicen que todo lo malo que pasa se debe a agentes y provocaciones trotskistas, y vosotros veis al fantasma de Stalin y sus policías hasta en la sopa.
– Con la diferencia de que nosotros tenemos la razón.
– Por favor, Sylvia… El mundo no puede vivir entre complots estalinistas y trotskistas.
– Hazme tú el favor de no comparar: Stalin es un asesino que ha matado de hambre y ha fusilado a millones de soviéticos y a miles de comunistas de todo el mundo. Invadió Polonia y ahora Finlandia de acuerdo con Hitler y está obsesionado con asesinar a Liev Davídovich y…
Jacques dio media vuelta y entró en el baño.
– ¡Déjame terminar! ¡Escúchame por una vez!
Jacques regresó a la habitación y la miró fijamente. Se acercó a ella y, con la punta de los dedos, con fuerza, le golpeó dos o tres veces en la sien. Sentía unos deseos casi incontrolables de hacerle daño y Sylvia no supo cómo reaccionar ante aquella actitud.
– Métete bien ahí dentro que todas esas historias me importan un pimiento. ¿Vas o no vas a Coyoacán?
Ya en el auto, Jacques le aseguró que tenía una idea aproximada de cómo ir hacia el suburbio donde vivía el exiliado, aunque tuvo que preguntar un par de veces para estar seguro de que se movía por el camino correcto. Cuando al fin tomaron la avenida Viena, convertida en un lodazal por las lluvias recientes, no pudo evitar la exclamación.
– Dios mío, ¿adónde ha venido a meterse este hombre?
– Adonde único le han dado asilo. Y vive así porque, según dices, está obsesionado con un complot estalinista.
Jacques había detenido el auto frente al edificio y un policía mexicano se acercó. Cuando la mujer bajó del auto, de la torre de vigilancia gritaron que estaba bien. Entonces Jacques movió el coche hacia el lado opuesto de la calle y lo alejó del portón blindado. Sylvia, frente a la puerta de las visitas, esperó a que le abrieran, y apenas hubo entrado, la hoja compacta se cerró tras ella.
A pesar de que la temperatura era bastante baja, Jacques salió del Buick y, con un cigarrillo en los labios, caminó sobre unas piedras para evitar el fango y se recostó al capó, dispuesto a esperar.
Cuando Sylvia salió, tres cuartos de hora después, venía acompañada por un hombre, tan alto como Jacques, quizás más corpulento. Sylvia lo presentó como Otto Schüssler, uno de los secretarios del cantarada Trotski. Jacques le estrechó la mano, introduciéndose como Frank Jacson, y cruzó con Otto las habituales frases de cortesía. Tuvo la convicción de que estaba siendo examinado y optó por una actitud entre tímida y arrogante, un poco tonta y fanfarrona, la que mejor le pareció que podía expresar su desconocimiento de la política y su indiferencia por todo lo que significaba aquel sitio.
– Nos dice Sylvia que va a estar por acá un tiempo -comentó Otto, como algo casual.
– Pues no lo sé a ciencia cierta, depende de los negocios. Por ahora van bien. Y si hay dinero fácil, pues aquí estoy.
– Jacques… -dijo Sylvia y se detuvo, consciente de su error y un poco avergonzada por las palabras de su amante-, quiero decir, Frank, vino a abrir una oficina en México.
Las cejas de Otto Schüssler se arquearon. Jacques no le dio tiempo a que pensara más.