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Con sus amigos libertarios y los lumpen del puerto y de los barrios de putas, Caridad había probado la heroína, que ella pagaba de su generoso bolsillo, y encontró en su iconoclastia una satisfacción recóndita, que le daba sabores más atractivos a la vida. Redescubrió el sexo, en otro nivel y con otros ingredientes, y lo practicó como una lucha a muerte, de un modo primitivo cuya existencia nunca había imaginado en su triste vida matrimoniaclass="underline" lo disfrutó con estibadores, marineros, obreros textiles, conductores de tranvías y agitadores profesionales a los que, con los dineros de su marido, también pagaba tragos y pinchazos. Le satisfacía comprobar que entre aquellos sediciosos no importaba su origen ni su educación: entre ellos era bienvenida, pues se trataba de una compañera dispuesta a romper reglas y ataduras clasistas y a librarse de los lastres de la sociedad burguesa.

A pesar de que en su casa ya dormían cuatro niños engendrados en su vientre, fue en medio de aquel vértigo de sensaciones nuevas y prédicas libertarias recién aprendidas cuando Caridad tuvo conciencia del odio que la minaba y cuando al fin se convirtió en una mujer adulta. Ella nunca supo con certeza hasta qué punto compartió por convicción o por rebeldía las ideas de los anarquistas, pero al mezclarse con ellos percibía que trabajaba por su liberación física y espiritual. En ocasiones pensaba incluso que se regodeaba en su degradación por el desprecio que sentía hacia sí misma y hacia lo que había sido y podría seguir siendo su vida. Pero, ya fuese por convicción o por odio, Caridad se había lanzado por aquel camino del modo en que, desde entonces, lo haría siempre: con una fuerza fanática e incontenible. Para demostrarlo, o tal vez para demostrárselo a sí misma, se dispuso a atravesar sus últimas fronteras y planeó, con los nuevos camaradas, su alucinado suicidio clasista: primero trabajó con ellos para promover huelgas en los talleres de Pau, en quien había fijado la encarnación misma del enemigo burgués; más tarde, en su espiral de odio, comenzó a preparar algo más irreversible, y con un grupo de sus compañeros planificó la voladura de una de las fábricas que la familia tenía en Badalona.

A sus nueve, diez años, Ramón no tenía noción de lo que ocurría en los subterráneos de la familia. Matriculado en uno de los colegios más caros de la ciudad, vivía despreocupadamente, empeñando su tiempo libre en las actividades físicas, con mucho preferidas a las intelectuales que desde la cuna se practicaban en una casa donde, a horarios establecidos, se hablaba en cuatro idiomas: francés, inglés, castellano y catalán. Quizás desde entonces ya existía algo profundamente reconcentrado en su carácter, pues sus mejores amigos no fueron sus compañeros de estudio o sus rivales deportivos, sino sus dos perros, regalo del abuelo materno ante la evidencia de que el niño sentía una debilidad especial por aquellos animales. Santiago y Cuba, bautizados por el abuelo indiano con los nombres de la nostalgia, habían llegado desde Cantabria siendo apenas unos cachorros, y la relación que Ramón estableció con ellos fue entrañable. Los domingos, después de misa, y las tardes en que regresaba temprano del colegio, el niño solía ir más allá de los límites de la ciudad, acompañado por sus dos labradores, con los que compartía galletas, carreras y su predilección por el silencio. A sus padres apenas los veía, pues cada vez con más frecuencia ella dormía todo el día y al caer la tarde salía a hacer vida social, como llamaba a los paseos nocturnos de los que regresaba con nuevas picadas rojas en los brazos; y el padre, o bien permanecía hasta muy tarde en sus oficinas, tratando de salvar los negocios de la quiebra a que los empujaba la desidia de su hermano mayor, el accionista principal, o se encerraba en sus habitaciones, sin intenciones de ver ni hablar con nadie. De cualquier forma, la vida hogareña seguía siendo apacible, y los perros la hacían incluso satisfactoria.

Cuando la policía se presentó en la casa de Sant Gervasi, llevaban en las manos dos opciones para el destino de Caridad: o la cárcel, acusada de planear atentados contra la propiedad privada, o el manicomio, como enferma de drogadicción. Sus compañeros de lucha y juerga ya estaban en ese momento tras las rejas, pero la posición social de Pau y los apellidos de ambos habían mediado en la decisión policial. Además, uno de los hermanos de Caridad, juez municipal de la ciudad, había intercedido por ella, presentándola como una enferma sin voluntad, manipulada por los diabólicos anarquistas y sindicalistas enemigos del orden. En un esfuerzo por salvar su propio prestigio y lo que podía quedar de su matrimonio burgués y cristiano, Pau consiguió una solución menos drástica y prometió que su esposa no frecuentaría más los círculos anarquistas ni se relacionaría con la droga, y dio su palabra (y seguramente algunas buenas pesetas) como garantía.

Dos meses más tarde, finalizado el tratamiento de desintoxicación al que Caridad había aceptado someterse, la familia salía para aquellas vacaciones en Sant Feliu de Guíxols, donde vivieron unos días cercanos a la felicidad y la armonía perfecta, y así los conservaría Ramón en el recuerdo, convertidos en el mayor tesoro de su memoria.

Mientras el vientre de Caridad crecía, la familia transitaba una dócil cotidianidad. Los negocios de Pau, sin embargo, apenas conseguían recomponerse en medio de la crisis a que los abocaron la ruptura con su disoluto hermano mayor y las demandas cada vez más exaltadas de los trabajadores. Luis, el que sería el último de los hermanos, nació en 1923, poco antes de que se iniciara la dictadura de Primo de Rivera y en medio de la tregua que Caridad quebraría un año después: porque el odio es una de las enfermedades más difíciles de curar, y ella se había hecho más adicta a la venganza que a la propia heroína.

Caridad regresaría a su mundo anárquico de un modo peculiar. Su hermano José, el juez, le había comentado que atravesaba serios problemas económicos, debido a deudas de juego que, de ventilarse, podrían acabar con su carrera. Caridad prometió ayudarlo monetariamente a cambio de información: él debía decirle quiénes serían los jueces y cuáles los juzgados donde encausarían a sus amigos anarquistas detenidos. Con esos datos, otros compañeros comenzaron una campaña de intimidación a los letrados, que recibieron cartas en las que los amenazaban con las más diversas represalias si se atrevían a imponer condenas a cualquier libertario. Pau Mercader descubrió muy pronto la fuga de capitales y comprendió por qué vía drenaban. Con la debilidad que lo caracterizó siempre en su relación con Caridad, el hombre solo tomó medidas para evitar que ella pudiera manejar sumas importantes y volvió a concentrarse en los negocios que trataba de mantener a flote desde su nueva oficina de la calle Ample.

Al ver cómo su aporte a la causa se veía obstruido, Caridad se rebeló ante tal mezquindad burguesa: volvió a los lupanares, donde bebía y se drogaba, y a los mítines, en los que pedía a gritos el fin de la dictadura, la monarquía, el orden burgués, la desintegración del Estado y sus retrógradas instituciones. Su hermano José, ya a salvo de sus apuros, planeó entonces con Pau la salida más honorable y consiguieron que un médico amigo ingresara a Caridad en un manicomio.

Quince años después, Caridad describiría a Ramón los dos meses en que vivió en aquel infierno de duchas frías, enclaustramientos, inyecciones, lavativas y otras terapias devastadoras. Que hubieran tratado de enloquecerla era algo que todavía la enervaba hasta la agresión; y si no lo consiguieron fue porque Caridad tuvo la fortuna de que sus compañeros anarquistas acudieran a salvarla de aquella reclusión amenazando con barrer los negocios de Pau y hasta el mismo manicomio si no la liberaban. La coacción surtió efecto y Pau se vio obligado a traer de regreso a su mujer, quien solo volvió a entrar en la casa de Sant Gervasi para recoger a sus cinco hijos y unas maletas con lo imprescindible: se iba, a cualquier sitio, no sabía dónde, pero ya no volvería a vivir cerca de su marido ni de sus familias, de los cuales, lo juraba, se vengaría hasta hacerlos desaparecer de la faz de la Tierra.