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– Sí, cómo no… Hermosa casa -dijo Jacques, con su ligereza habitual-. ¿De vacaciones en México?

Alfred Rosmer le explicó que habían viajado para acompañar a Sieva Vólkov, que hasta poco antes había vivido en Francia («ya lo conozco, a él y aAzteca», apuntó el belga, sonriente). Hablaron de la situación en París, de la movilización militar de los jóvenes franceses, y cuando se despidieron, quince minutos después, los Rosmer y los Mornard se prometieron ir a cenar juntos a alguno de los restaurantes de la ciudad que el joven conocía. Con un toque de fanfarronería burguesa, Jacques dejó claro que él invitaba.

Cuando mademoiselle Yanovitch pudo reincorporarse a sus faenas, la ayuda de Sylvia dejó de ser imprescindible, pero Jacques y su Buick volvieron con frecuencia a la fortaleza de la avenida Viena, donde ya nadie se extrañaba de su presencia. Una vez por semana pasaban a recoger a los Rosmer para ir a cenar al centro o, si estaban dispuestos, a la cercana ciudad de Cuernavaca, y algún domingo, a la más apartada Puebla. Durante aquellos paseos se hablaba de lo humano y lo divino y Jacques tuvo que escuchar, con admirada atención, las historias de la larga amistad entre los Rosmer y los Trotski, iniciada antes de la Gran Guerra -«uf, cuando yo estaba aprendiendo a leer», comentó un día Jacques, que en realidad ya había estudiado los pormenores de aquella relación- y, con patente aburrimiento, las conversaciones de los Rosmer y Sylvia sobre la desastrosa invasión soviética a Finlandia y la inminente ofensiva nazi hacia el oeste de Europa, la agresividad creciente de la propaganda comunista mexicana contra Liev Davídovich y hasta cuestiones de política interna de la no muy saludable IV Internacional. Mayor interés demostró cuando supo que Trotski poseía una nutrida colección de cactus y dedicaba un par de horas del día a la atención de su cría de conejos. Pero el tema favorito de Mornard era la vida bohemia de París, en la que había introducido a Sylvia durante los meses que vivieron en Francia, y de la cual resultó estar mucho mejor enterado que los Rosmer.

Una noche en que Jacques había bajado por cigarrillos, cuando regresó a la habitación del hotel, Sylvia le dijo que lo había llamado un tal míster Roberts, urgido de verlo por cuestiones de negocios. A la mañana siguiente, cuando llegó al departamento de Shirley Court, el propio Tom le abrió la puerta. Su mentor le informó que Caridad estaba en La Habana y regresaría en unos días. El había tenido unas reuniones muy importantes, le comentó, y sirvió café, con los ojos fijos en Jacques.

– Ha llegado la hora de cazar al Pato -dijo.

Ramón sintió el impacto en el estómago. Tom le dio tiempo para que asimilara la noticia y entonces le contó de su nuevo encuentro con el camarada Stalin, esta vez en una dacha que tenía a unos cien kilómetros de Moscú, donde solo celebraba encuentros del más alto secreto. Además de Tom, habían estado Beria y Sudoplátov, y de lo que allí se había hablado, Ramón nada más debía conocer -notó que le había llamado Ramón, pero sin abandonar el francés- lo que le atañía directamente, pues eran asuntos vitales para el Estado soviético. El joven asintió y dio fuego al cigarrillo, corroído por la ansiedad.

– El renegado está preparando su mayor traición -comenzó Tom, mirándose las manos-. Un agente nuestro nos pasó el dato de que los alemanes y el traidor están llegando a un acuerdo para utilizarlo como cabeza de un gobierno de intervención cuando los nazis se decidan a invadir la Unión Soviética. Ellos necesitan un títere, y ninguno mejor que Trotski. Por otra vía hemos sabido que está dispuesto a colaborar con los norteamericanos si son ellos los que, en un giro de la guerra, terminan invadiendo la Unión Soviética. Está dispuesto a pactar hasta con el diablo.

– ¡La madre que le parió! -dijo Ramón sin poderse contener.

– Y hay más… -continuó Tom-. Hemos detenido en la Unión Soviética a dos agentes trotskistas con órdenes de asesinar al camarada Stalin. Los dos han confesado, pero esta vez se ha decidido no darle publicidad, porque con la guerra hay que moverse con mayor cautela.

– ¿Y cuál es la orden? -preguntó, deseoso de oír una sola respuesta.

– La orden es sacarlo del juego antes de que termine el verano. Hit-ler se va a lanzar ahora hacia el oeste y no va a intentar nada contra la URSS, pero si avanza por Europa tan rápido como pensamos, en unos meses puede volverse contra nosotros.

– ¿A pesar del pacto?

– ¿Tú crees en la palabra de ese loco defensor de la pureza aria?

Ramón negó con la cabeza, suave pero largamente. Hitler no era su preocupación y las siguientes palabras de su mentor se lo ratificaron.

– En unas semanas llega a México nuestro espía americano. A partir de ese momento todo se va a mover a marchas forzadas. Primero jugaremos la carta del grupo mexicano. Ya estuve anoche con Felipe y él piensa que si el americano hace su trabajo, ellos podrán hacer el suyo.

– ¿Y yo qué hago? -el desencanto de Ramón era patente.

– Seguir adelante, como si nada hubiera sucedido. Sé que has intimado con los Rosmer, y ellos y tu querida Sylvia te van a abrir las puertas de la casa.

– Sylvia tiene que regresar a Nueva York en unos días…

– Déjala ir. Tú seguirás como hasta ahora y, cuando se produzca el atentado de los mexicanos, pase lo que pase, mantendrás esa rutina. Si las cosas salen como esperamos, pues nos vamos todos en unos días. Si falla, traes a Sylvia y empezamos con el otro plan.

Ramón miró al asesor y dijo, con todo su convencimiento:

– Yo puedo hacerlo mejor que los mexicanos.

Los ojos azules de Tom parecían dos piedras preciosas: la felicidad les daba brillo y aquella claridad traslúcida y afilada.

– Nosotros somos soldados y cumplimos órdenes. Pero no te lamentes, ésta es una lucha larga y tú vales mucho… El camarada Stalin sabe que tú eres lo mejor que tenemos, por eso te queremos en el banco, para que si hace falta, salgas y marques el gol. Y en adelante recuerda, cada cabrón segundo de tu vida, que lo más importante es la revolución y que ella merece cualquier sacrificio. Tú eres el Soldado 13 y no tienes piedad, no tienes miedo, no tienes alma. Tú eres un comunista de pies a cabeza, Ramón Mercader.

Jacques Mornard vivió varios días examinándose a sí mismo: quería saber dónde había fallado para que Stalin ordenara, y Tom permitiera, que otros se encargaran de la operación. ¡Él estaba tan cerca! El regreso de Sylvia a Nueva York fue un alivio y él pudo revolcarse en sus depresiones y pensamientos reprimidos. Lamentaba ahora la deserción de Orlov, que le había impedido a África estar en México en aquel momento. Con ella a su lado, habría tenido al menos un consuelo real y unas posibilidades más concretas de haber sido el elegido. África y él, juntos, hubieran sido capaces de derribar las murallas de la casa del traidor y librar al mundo de aquella sabandija que se había vendido a los fascistas.

Antes de viajar, Sylvia le había hecho prometer que no iría a la casa del exiliado hasta tanto ella regresara. La agresividad galopante de los estalinistas mexicanos obligaba a la guardia de la fortaleza y a la policía a estar en alerta máxima, y la presencia de Jacques, con un pasaporte falso y sin motivos concretos para ir a la casa, podía provocar problemas con la justicia mexicana que ella prefería evitar. Él le prometió que no iría a Coyoacán pues, además, pensaba aprovechar la ausencia de su prometida para viajar al sur, donde el señor Lubeck quería establecer nuevos negocios.

Apenas Sylvia partió, Tom ordenó a Ramón que dejara el hotel

Montejo y se trasladara a un campo de turistas ubicado en las inmediaciones de la estación de tren de Buenavista. En algún momento, en las próximas semanas, Tom le llevaría algunas de las armas que podrían utilizarse en un asalto a la casa del Pato y aquel lugar, con amplios jardines arbolados, caminos interiores, bungalows independientes, donde entraba y salía gente diferente todos los días, resultaba ideal para ocultar, primero, y extraer, después, un baúl de viaje. Tom le ratificó que ninguno de los que intervenían en aquella operación sabían de su existencia y que él, personalmente, se encargaría de entrar y sacar el armamento.