Ramón permaneció varios días sin abandonar su cabaña, sin comer apenas, fumando y durmiendo. Una molicie provocada por la decepción y la inactividad a la que se veía obligado minó su ánimo. Se sentía estafado: le parecía una injusticia que casi dos años de trabajo, de movimientos planificados y seguros, solo sirvieran para encarnar el papel de custodio de las armas que otros utilizarían. Convencido de que con un poco más de tiempo estaría en condiciones de ejecutar la orden e, incluso, de salir indemne del acto, lo hacía verse a sí mismo como la mejor elección. Albergó incluso la sospecha de que toda esa historia de enviar a los mexicanos para que pareciera un asunto de rencillas locales era una justificación difícil de tragar. ¿Estaría Caridad tras aquella decisión? ¿Dudaría ella de su capacidad o habría tratado de mantenerlo lejos del peligro, con su insoportable propensión a gobernar y decidir la vida de sus hijos? Luego de varios días de encierro, la mañana en que leyó en los periódicos que los ejércitos alemanes habían comenzado su avance al oeste invadiendo Noruega y Dinamarca, sintió un brote de angustia y decidió que él también debía ponerse en marcha y asediar al enemigo.
La tarde en que se presentó en Coyoacán fue Harold Robbins, el jefe de la guardia pretoriana del renegado, quien lo saludó desde la torre de vigilancia. Un Jacques sonriente le explicó que el día anterior había regresado a la ciudad y necesitaba ver a los Rosmer. Robbins les mandó el aviso a Alfred y Marguerite y le preguntó si quería entrar para que conversaran más cómodamente. Jacques sintió que la alegría podía hacerle reventar el pecho, pero de inmediato le dijo que no se preocupara, era cosa de un par de minutos.
Alfred y Marguerite lo recibieron junto a la puerta. El les habló de su viaje de trabajo, de las cartas en que Sylvia les enviaba saludos, y le entregó a la mujer una escultura de una deidad indígena con rostro felino y cuerpo de mujer, comprada esa mañana en un mercado de la ciudad, asegurándole que la había visto en Oaxaca y, de inmediato, había pensado que a ella le gustaría. Mientras, en la torre se producía un cambio de turno y Robbins, antes de bajar, se despidió de Jacson y cedió su sitio a un joven de pelo claro y piel muy blanca al que el belga veía por primera vez.
– ¿Es nuevo? -preguntó a los Rosmer mientras saludaba con la mano al desconocido.
– Llegó hace unos días. Es Bob Sheldon, viene de Nueva York -le explicó Alfred Rosmer, y Jacques pensó si no sería el hombre que Tom esperaba para soltar a la jauría mexicana.
Como ahora volvía a tener tiempo libre, Jacques propuso a los Rosmer verse en dos días para cenar. Le habían hablado de un restaurante francés recién abierto en el centro y tenía curiosidad por probarlo, aunque no le apetecía ir solo. Los Rosmer aceptaron y quedaron en que él pasaría por ellos el viernes, a las siete de la noche.
Aquel viernes 18 de abril, dos sucesos sin relación aparente confirmaron a Ramón Mercader que su destino era entrar en la historia como un servidor de la causa de los proletarios del mundo. En la mañana, mientras caminaba por los jardines del campo de turistas, encontró clavado en un caobo un piolet de alpinista. El hijo del propietario, un muchacho un poco tartamudo con el que había hablado un par de veces, le había contado que practicaba la escalada en las montañas y hasta había insistido en mostrarle sus equipos para aquel deporte. El piolet clavado en el árbol era con toda seguridad del alpinista y, por las diversas heridas que mostraba la corteza del caobo, el joven sin duda había utilizado su tronco compacto y erguido para sus entrenamientos. Ramón tuvo que tirar con fuerza para desprender la punta del piolet hundida en el árbol. Cuando lo tuvo en sus manos y lo calibró, sintió cómo lo recorría una corriente de emoción: aquella púa era un arma letal. Ramón escogió un punto del caobo donde la corteza se levantaba unos milímetros. Tomó distancia y descargó un fuerte golpe con el piolet, que se hundió varios centímetros justo sobre el punto seleccionado. De nuevo tuvo que empeñarse para extraer el acero del alma del árbol y, cuando volvió a tener la picoleta en sus manos, pensó que era un instrumento de muerte perfecto. De regreso a su cabaña, envolvió el piolet en una toalla y lo metió en la maleta que solía cerrar con llave.
La segunda evidencia de que él debía de ser el sujeto del destino se le reveló cuando, al llegar a la fortaleza de la avenida Viena dispuesto a recoger a los Rosmer, Otto Schüssler le dijo que Alfred estaba postrado con una fuerte crisis de disentería, aunque Liev Davídovich insistía en que debía ir al hospital, pues podía tratarse de un ataque de apendicitis enmascarado con la diarrea. Él no lo pensó un instante: le dijo a Otto que él mismo lo llevaría al médico y así ninguno de ellos tendría que salir de la casa.
Jacques invirtió casi toda la noche con los Rosmer, derrochando su gentileza. Los médicos de la Clínica Francesa, tras los análisis físicos y clínicos, dictaminaron una parasitosis especialmente agresiva, potenciada por la falta de anticuerpos de los europeos ante aquellos depredadores tropicales. La venganza de Moctezuma, decían. Tras pagar las facturas y las medicinas, Jacques regresó a Coyoacán con Marguerite y un Alfred aliviado por un suero que le habían suministrado. Como solía hacer cuando venía por Sylvia, tocó dos veces el claxon de su Buick y desde la torre de vigilancia dieron la voz de que Jacson volvía con los Rosmer. Robbins y Schüssler abrieron la puerta blindada y salieron a la calle para enterarse de que todo parecía haberse resuelto. Entre los dos guardaespaldas ayudaron a Alfred a entrar en la casa, mientras Marguerite, con la atención dividida entre su esposo y el amable Jacques, quedó indecisa ante la puerta abierta, a través de la cual el joven pudo ver a Natalia Sedova y, tras ella, la cabeza inconfundible del renegado que, vistiendo una bata de casa, se acercaba a Rosmer y conversaba con él, en medio del patio. Natalia Sedova se aproximó en ese instante a la puerta para congratular a Marguerite por la feliz solución del incidente y agradecerle al señor Jacson por su disposición. Fue entonces cuando Natalia le preguntó si deseaba pasar a tomar un café o comer algo.
– No, gracias, madame, ya es muy tarde y Alfred tiene que descansar.
– Por favor, Jacques -insistió Marguerite Rosmer-, has sido tan amable…
– No, no se preocupen, era mi deber -y lanzó de inmediato su anzuelo al agua-. Otro día, cuando vuelva Sylvia -y comenzó a alejarse, sonriente, mientras Marguerite le reiteraba su gratitud y la de Alfred.
A la mañana siguiente, Jacques escribía a Sylvia contándole que se había visto obligado a romper su promesa de no visitar la casa de Trotski, y le daba los pormenores de lo ocurrido, para repetirle cuánto ansiaba tenerla de vuelta en México. Su cerebro, mientras tanto, bullía de satisfacción: las puertas blindadas de la fortaleza de la avenida Viena eran para él apenas unas cortinas que se podían apartar suavemente, con el envés de la mano.
Como dueños de fuerzas telúricas, Tom y Caridad aparecieron una noche de finales de abril, y desataron el terremoto que trocaría definitivamente la vida de Ramón Mercader. A media tarde le habían telefoneado, anunciándole su visita para las nueve y treinta de esa noche y pidiéndole que estuviera atento al momento en que llegarían, en un Chrysler verde oscuro. Presintiendo que aquella reaparición tendría un sentido definitivo para su vida, él había cenado poco y fumaba un cigarrillo, sentado en el muro de un cantero. Pensaba en cuánto le gustaría volver a tener uno, no, mejor dos perros, con los cuales podría correr, revolcarse por la arena de una playa, acariciar sus pelambres. Se emborrachó de rencor mientras recordaba que el último con el que había tenido una relación había sido aquel Churro, salido nadie sabía de dónde y enrolado en el ejército republicano, cuando lo deslumbraron las luces del auto que dobló hacia su cabaña y avanzó hasta detenerse junto a él.