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Tom bajó, haciendo tintinear las llaves del auto en su mano, y le indicó a Ramón que lo siguiera. Del otro lado descendió Caridad y, tras intentar sin éxito darle un beso a su hijo, se dirigió a la cabaña. Tom abrió el maletero y él vio el baúl. Tom le advirtió que era pesado y entre los dos levantaron el cofre alargado y avanzaron hacia la cabaña, donde Caridad sostenía la puerta para facilitarles la entrada. Tom, como si ya lo tuviera todo pensado, se dirigió a la habitación y colocaron el baúl a un costado del armario.

Caridad los esperaba en la sala, sentada en un butacón. A Ramón le pareció que había engordado en las últimas semanas: se le veía fuerte y enérgica, como en los días cada vez más lejanos en que se paseaba en un Ford requisado por las calles de Barcelona y demostraba su dureza disparando sobre un perro. Ramón maldijo la ambigüedad de sentimientos que su madre suscitaba en él. Mientras, Tom, sentado frente a Ramón, le explicó que el baúl estaría allí no más de dos semanas.

– La noria ya está dando vueltas -concluyó.

– ¿El espía es Bob Sheldon? -preguntó Ramón.

– Sí, y como me imaginaba, no podemos esperar mucho de él. El Camarada Judío lo está trabajando y confía en que por lo menos sirva para abrir la puerta.

El joven guardó silencio. Lo ofendía su situación.

– ¿Qué te pasa, Ramón? -le preguntó Caridad inclinándose hacia él-. Cuando te da por hacerte el raro…

– Tú y él ya lo sabéis. Pero no os preocupéis, total…

– ¿Te va a dar una rabieta? -la voz de Tom destilaba ironía-. No te voy a repetir lo que ya sabes. Tú y yo cumplimos órdenes. Es así de sencillo. Cada uno sirve a la revolución donde y cuando la revolución lo decida.

– ¿Qué hago mientras tanto?

– Esperar -dijo Tom-. Cuando se vaya a dar el golpe, yo te diré qué hacer. De vez en cuando date una vuelta por Coyoacán y saluda a tus amigos. Si te enteras de algo que pueda ser útil, me localizas. Si no, nos mantenemos alejados.

– Es mejor así, Ramón -dijo Caridad-. Tom sabe que puedes hacerlo, pero esto es un problema político muy complicado. Matar a ese hijo de puta traerá consecuencias y la Unión Soviética no puede darse el lujo de que la acusen de haber estado implicada… Eso es todo.

– Lo entiendo, Caridad, lo entiendo -dijo y se puso de pie-. ¿Café?

Desde aquella noche Ramón vivió con la sensación de que lo habían vaciado por dentro. Sentía que, de tanto infiltrarse bajo la piel falsa de Jacques Mornard, ésta se había rebelado y había atrapado dentro de ella a su verdadero y postergado yo: Jacques era quien vagaba por las calles de la ciudad, quien viajaba a velocidades suicidas en el Buick negro, quien pasaba por la fortaleza de la avenida Viena para interesarse por la salud de Alfred Rosmer y conversar nimiedades con Robbins, Otto Schüssler, Joseph Hansen, Jack Cooper y hasta con el recién llegado Bob Sheldon Harte, al que más de una vez invitó a una cerveza en la ruinosa cantina de donde había desaparecido el dependiente desdentado y en la que ahora atendía una joven; era Jacques quien sonreía, escribía cartas de amor a Sylvia Ageloff y miraba con interés los escaparates de las zapaterías y sastrerías de una ciudad tan espléndida como asediada por una miseria que, a un tipo como él, le resultaba invisible. Mientras, Ramón, el fantasma, conjugaba el verbo esperar en todos los tiempos y modos posibles y sentía cómo la vida pasaba por su lado sin dignarse mirarlo.

La mañana del 1 de mayo había ido hasta el paseo de la Reforma, por donde marchaban trabajadores y sindicalistas, para ver los cartones y telas en que se pedía no ya la expulsión del renegado, sino la muerte del traidor fascista, y sintió que aquel reclamo no lo incluía. Desorientado, sin expectativas, podía pasar horas en la cama, fumando, mirando al techo, repitiéndose las mismas y lacerantes preguntas: y después de que pase todo, ¿qué?; el sacrificio y la abnegación, ¿para qué?; la gloria que había creído tener al alcance de sus manos, ¿por cuál vertedero se había deslizado? Ramón había entregado su alma a aquella misión porque quería ser el protagonista, y no le importaba tener que matar, o incluso que lo mataran a él, si lograba su propósito. Se sentía preparado para permanecer toda su vida en la oscuridad, sin nombre y sin existencia propia, pero con el orgullo comunista de saber que había hecho algo grande por los demás. Él quería ser un elegido de la providencia marxista y en ese momento pensaba que ya nunca sería nada ni nadie. Y dos semanas más tarde, cuando Tom regresó para recuperar el baúl, Ramón sintió que su postergación se hacía irreversible.

– ¿Cuándo será?

Habían colocado las armas en la cajuela del Chrysler y se miraban a los ojos, sentados en los butacones de la cabaña.

– Pronto -Tom parecía molesto.

– ¿Te pasa algo?

Tom sonrió, con tristeza, y miró al suelo, donde la puntera de su zapato golpeaba levemente un saltillo entre dos baldosas.

– Tengo miedo, Ramón.

La respuesta de su mentor lo sorprendió. No se le escapó el detalle de que nuevamente le llamara Ramón mientras le confesaba algo que jamás esperó oír en los labios de aquel hombre. ¿Debía creerle?

– Griguliévich y Felipe lo han preparado todo del mejor modo posible, pero no confían en los hombres que tienen. Sheldon puede hacer su parte, pero los otros…

– ¿Quién estará al frente?

– El Camarada Judío.

– ¿Y él no confía en sí mismo?

– Va a ser un atentado con mucha gente, muchos tiros. Un espectáculo a la mexicana… Son hombres con experiencia en la guerra, pero un atentado es otra cosa.

– ¿Y por qué no lo cancelan?

– Te acuerdas del hotel Moscú, ¿verdad? ¿Quién le dice a Stalin que ese atentado se puede cancelar?

Ramón se inclinó hacia delante. Podía escuchar la respiración de Tom.

– ¿Y qué le dirás si fallan?… Déjame ir con ellos, cono…

Tom lo miraba a los ojos. Ramón sintió la ansiedad en el pecho.

– Sería una solución, pero no es posible. Cuando te identifiquen se van a dar cuenta de que no es una acción planificada por los mexicanos, sino una conspiración que nace en otra parte.

– ¿Y si alguien identifica a Felipe?

– Sería un español que estuvo con los mexicanos en la guerra civil. Esa fachada ya está montada.

– Yo también soy español… y belga y…

– ¡No puede ser, Ramón! Óyeme bien: el atentado es perfecto, pero siempre puede pasar algo inesperado, que hieran al Pato y sobreviva, no sé. Yo mismo le dije al camarada Stalin que debía contarse con la posibilidad del fracaso. Y también le dije que si eso sucedía, tú entrarías en el juego. Pero no se puede cancelar ni puedo mandarte a ti… -Tom se puso de pie, encendió un cigarrillo, miró hacia el jardín-. Deberías alegrarte de no tener que participar en esto. Sabes que la vida de todos los que entren en esa casa puede ser muy difícil desde ese momento. Si nada más capturan a uno, los otros caerán como un dominó. Y van a cogerlos, eso seguro… Además, desde el principio te dije que tú eras mi mejor opción, pero no la primera. Si ellos hacen bien las cosas, mejor para todos, así fue como lo planificamos. ¿Viste lo que pasó el primero de mayo, cómo se pelearon los del Partido y los trotskistas en la calle? ¿Quién va a sospechar de nosotros cuando un grupo de comunistas mexicanos ejecuten a un traidor que incluso colabora con los americanos para dar un golpe de Estado en México? Y de todas maneras, aunque ellos le digan a la policía lo que le quieran decir, nunca habrá evidencias de que esos hombres estuvieron mezclados con nosotros…