Para coronar aquella serie de derrotas, una tarde de marzo había llegado a la Casa Azul Josep Nadal con varios periódicos en las manos y el color de la decepción en el rostro. El ejército republicano se había rendido y las tropas de Franco se paseaban por Madrid. Liev Davídovich sabía que en los próximos meses las represalias serían terribles y se compadeció de los republicanos que no habían podido o querido huir de una España ganada para un fascismo cínico y grotesco. Lo más triste había sido ver cómo un país valiente, que tuvo la Revolución al alcance de sus dedos, había sido sacrificado por los dueños de la Revolución y el socialismo, tal como años atrás hicieran con los comunistas chinos o con los obreros alemanes. ¿Tan difícil era ver aquella serie de traiciones?, había preguntado, observando el rostro de Nadal.
La nueva vida en la casa de la avenida Viena colocó a la familia en la coyuntura de tener que contar solo con sus propios recursos económicos. Los derechos de autor de Liev Davídovich eran cada día más magros, pero el anticipo cobrado por la edición inglesa del Stalin y las colaboraciones con los periódicos les permitieron salir adelante. Al exiliado le amargaba que una parte de ese dinero se esfumara en el esfuerzo de convertir la quinta en una trinchera: porque, por altos que fuesen los muros, por inexpugnables que parecieran las puertas, cuando se diera la orden la mano de la GPU encontraría una grieta en la tierra para llegar hasta él. Y, lo presentía, más aún, lo sabía, la orden había sido dada: cuanto más inminente fuese la guerra, más cercana estaría su muerte.
Natalia y los guardaespaldas trataron de extremar la vigilancia de cada una de las personas que los visitaban, pero él se negó a atravesar los límites de la suspicacia y caer en los territorios de la paranoia. La gran ventaja de vivir en su propia casa era poder relacionarse libremente con las personas que le interesaban, y desde que se instalaron había comenzado a recibir visitas de políticos, filósofos, profesores universitarios, simpatizantes mexicanos y de otros países, republicanos españoles recién llegados, muchos de los cuales se habrían sentido incómodos con la cercanía de Rivera o, simplemente, hubieran preferido no visitarlo en la Casa Azul. Aquellos encuentros y los amigos que conservaba eran su contacto con el mundo, y sus opiniones le servían para informarse, para reafirmar o atemperar ideas.
Con cierta frecuencia, los Trotski hacían escapadas en el auto que habían comprado. Lo decidían de forma aleatoria, casi sorpresiva: los empleados de la casa nunca sabían cuándo sería y, en ocasiones, ni siquiera los guardaespaldas, a los que muy poco antes Van Heijenoort les advertía de la salida. Como la situación en México era cada vez más explosiva (desde que el país había entrado en campaña electoral comenzaron a jugar con la presencia del acogido como otra de las promesas políticas), apenas visitaban la ciudad y, cuando lo hacían, él se ocultaba en el asiento trasero. Pero, decididamente, las salidas al campo era con lo que más disfrutaba Liev Davídovich. Daba largos paseos que su cuerpo agradecía, embotado por tantas horas de trabajo sedentario, y se entregaba a lo que pronto se convirtió en uno de sus hob-bies preferidos, la recolección de cactus raros, que trasplantaba al patio de la casa. La maravillosa variedad de aquellas plantas que ofrecía la tierra mexicana convertía la búsqueda de especies en una aventura, que a veces les llevaba por terrenos difíciles y muchas horas de esfuerzo, para desenterrar las raíces del cactus con picos y palas y finalmente trasladarlo al auto. Natalia llamaba a esas jornadas «días de trabajo forzado», pero volver a casa con ejemplares que plantaban con sumo cuidado era un premio al empeño. Una tarde, mientras acomodaba uno de los cactus más singulares de su colección, Liev Davídovich recordó la orden de no sembrar ni un rosal en la casa de Büyük Ada. ¿Eran aquellos cactus la imagen de su derrota?
Cuando la casa reunió las condiciones mínimas para trabajar, decidió dar el impulso final a la biografía de Stalin. Natalia, tan radical en sus actitudes, insistía en que rebajaba su talento al empeñarse como retratista del georgiano, y pensaba que muchos dudarían de sus juicios a causa del enfrentamiento que sostenían ambos desde hacía tantos años. También sus editores le habían instado a que escribiera una biografía de Lenin y le hablaron de notables adelantos. Pero Liev Davídovich deseaba revelar al mundo la verdadera catadura del zar rojo. Aun cuando sabía que por momentos la pasión lo cegaba, no llegaba al punto de desvirtuar la verdad: las monstruosidades del culto a Stalin y sus crímenes le repugnaban, y ese sentimiento debía impregnar la obra. Si de sus páginas iba brotando una figura siniestra, casi reptil en su camino hacia el poder, era porque Stalin siempre había sido de ese modo. Sus años de lucha clandestina lo habían dotado de esa capacidad para trabajar su ascenso en la oscuridad y un día hacerse con el poder (ayudado por la desidia de Lenin, por el miedo congénito de Zinóviev, Kámenev y Bujarin, y por su maldito orgullo, contó: ¿o la dictadura fue una necesidad histórica insoslayable, la única alternativa del sistema?). Pero lo que más lo alentaba a dedicarse a la escritura de aquel libro desolador era el convencimiento de que, como le ocurriera al también deificado Nerón, después de su muerte las estatuas de Stalin serían derribadas y su nombre borrado de todas partes: porque la venganza de la historia suele ser más poderosa que la del más poderoso emperador que jamás hubiese existido. Liev Davídovich estaba seguro de que, cuando Luis XIV afirmó«L'Etat c'est moi», estaba enunciando una fórmula casi liberal en comparación con las realidades del régimen de Stalin. El Estado totalitario implantado por él había ido mucho más allá del cesaropapismo, y por eso el Secretario General podía decir, con toda justicia, «La société c'est moi». Pero el mundo debía recordar que tanto Stalin como la sociedad construida a su medida eran seres profundamente enfermos. El terror de esos años no había sido solo un instrumento político, sino también un placer personal, una fiesta para los sentidos alterados del Sepulturero y para la hez de la sociedad rusa. A nadie debía extrañarle que ese terror hubiera alcanzado incluso a la familia y a los más allegados a Stalin (¿por qué se suicidó Nadezhda Allilúyeva?: denme una respuesta convincente que no tenga a Stalin al otro lado del disparo, pensaba). Lo más terrible era la certeza de que el terror había tocado al mismo Lenin, al cual, Liev Davídovich estaba convencido, Stalin había envenenado: éste sabía que Vladimir Ilich, apenas se lo permitieran su cuerpo y su cerebro devastados, dirigiría su primer movimiento a conseguir su sustitución como Secretario General.