Pero el exiliado sabía que él no podía cambiar su modo de ver el mundo y de entender su lucha. Por ello no se cansaría de exhortar a los hombres de buena fe a permanecer junto a los explotados, aun cuando la historia y las necesidades científicas parecieran estar en su contra. ¡Abajo la ciencia, abajo la historia!: ¡si es preciso hay que re-fundarlas!, escribió: En cualquier caso, yo seguiré del lado de Esparta-co, nunca con los Césares, y hasta contra la ciencia voy a sostener mi confianza en la capacidad de las masas trabajadoras para liberarse del yugo del capitalismo, pues quien ha visto a esas masas en acción sabe que es posible. Los errores de Lenin, sus propias equivocaciones, las del Partido bolchevique que permitieron la deformación de la utopía, nunca podrían achacarse a los trabajadores. Nunca, seguiría pensando.
Cuando mayor era su desazón, Liev Davídovich sintió que la vida, tan ardua, todavía era capaz de compensarlo con una alegría: por fin Sieva llegó a México. Si los abuelos no hubiesen visto algunas fotos recientes del muchacho, jamás lo habrían reconocido. Entre el niño del que se despidieron en Francia y el jovencito de trece años, confundido y tímido, que llegó a Coyoacán, mediaba una historia terrible y desgarradora que los hacía temer incluso por su equilibrio mental. Pero Natalia y él estaban convencidos de que el amor puede curar las más profundas heridas, y amor era lo que les sobraba a ellos, que no se cansaban de abrazarlo y besarlo, de admirar su juventud en flor, a pesar de que ambos sabían que la vida del muchacho no sería fácil en un país donde se hablaba una lengua que no conocía, donde no tenía amigos y donde, para colmos, se alojaba en una fortaleza.
Alfred y Marguerite Rosmer, luego de rescatar al muchacho del pensionado religioso del sur de Francia adonde Jeanne lo había enviado, habían viajado con él desde Francia hasta México, temerosos de otras posibles agresiones. Aquellos amigos, los únicos que les quedaban de los días de incertidumbre de antes de la revolución, habían sido una de las grandes bendiciones de la existencia de Liev Davídovich, que todavía se preguntaba cómo una vez pudo ser tan obtuso para permitir que entre la sinceridad de los Rosmer y su desesperación política pudiera clavarse la cuña del oportunismo de Molinier.
Natalia y los Rosmer se encargaron de llevar a Sieva de paseo por la ciudad, y el abuelo insistió en ser su guía en la imprescindible excursión a Teotihuacán. Exigió que solo fueran con ellos los guardaespaldas, pues quería tenerlo todo el tiempo para sí. Y aunque esa vez no pudo ascender hasta la cumbre de la Pirámide del Sol, gracias al nieto hizo un profundo viaje al pasado. Hablaron de su padre, Platón Vólkov, del que Sieva no tenía recuerdos precisos, pues había sido deportado cuando él tenía tres años; de su madre, Zina, víctima de una horrible venganza; de su tío Liova, con el que el muchacho soñaba muchas noches, según dijo; hablaron de los para él brumosos días de Prínkipo y Estambul, de los que su mente guardaba chispazos memorables: los incendios, las pesquerías, pero sobre todo la compañía deMaya, de la cual conservaba una foto donde aparecían Sieva a sus cinco años, el abuelo con el pelo y la barba todavía oscuros, y la bella borzoi, que daba la impresión de mirar a la cámara para eternizar la bondad de sus ojos. Durante todos los años que vivió en Berlín y París, Sieva había deseado tener otro perro, pero su vida nómada no le había permitido siquiera ese placer. Y Liev Davídovich le prometió que ahora podría tener uno: el abuelo sabía que ese perro lo ayudaría como nada a sentir que algo le pertenecía y él pertenecía a un sitio. ¡Pobre niño!, ¡cuánto odio se había cebado con lo mejor de su vida!, le diría aquella noche a Natalia Sedova.
Entretanto, el Ejército Rojo había invadido Finlandia y la comunidad internacional al fin comparaba a Stalin con Hitler… En el artículo que escribió a raíz del episodio, Liev Davídovich sopesó con extremo cuidado sus juicios, seguro de que provocaría confusiones y disensiones entre sus seguidores, que hasta le calificarían de estalinista por sostener una idea que no le parecía negociable, incluso después de esa invasión: la defensa de la integridad de la URSS seguía siendo, escribió, la prioridad del proletariado mundial.
Un par de semanas después de su llegada, Sieva pidió a Harold Robbins, el nuevo jefe de los guardaespaldas, que lo acompañara a dar un paseo a la colonia vecina. Aunque Natalia y Marguerite no estaban muy de acuerdo, Alfred y Liev Davídovich pensaban que debían darle un poco de libertad: Sieva había demostrado ser un niño fuerte, y los golpes de la vida no parecían haber hecho mella en él. Una hora después de haberse marchado, Sieva y Robbins regresaron… con un perro. En uno de los paseos en auto, el niño había visto a su madre, con una carnada, frente a una choza, y, por supuesto, los dueños de la perra se alegraron de que alguien se llevara uno de los cachorros, que al llegar a la casa ya estaba bautizado:Azteca era uno de esos mestizos que poseen la inteligencia que les ha dado, por generaciones, la lucha por la subsistencia.
La alegría que Liev Davídovich sentía por la presencia de Sieva se vio empañada por la ruptura con su viejo amigo Max Shachtman, el colaborador que, desde su primera visita a Prínkipo, en 1929, tanto afecto y pruebas de devoción le había brindado. La defección era consecuencia de la fiebre separatista que estaba minando a los trotskistas norteamericanos, la misma que afectó a los franceses diez años antes y había impedido la gestación de una oposición unificada justo en el momento en que se fraguaba el ascenso fascista. Ahora, el calor de la guerra y las tomas de posición más radicales respecto a la URSS habían exacerbado otra vez los protagonismos y surgían nuevos partidos, un poco más allá o acá de los otros en determinadas estrategias que ellos consideraban «de principios». Max Shachtman y James Burnham se convertían en líderes de su propio partido, un desprendimiento del Socialista Obrero, que con aquella mutilación se reducía a una simple capilla de fieles.
Aunque le pidió a Shachtman que viajara a México para discutir su postura crítica, el disidente no se presentó y él sabía la razón: Shachtman no podría soportar «el soplo de Trotski en la nuca». Al fin y al cabo, reconoció el exiliado, de Shachtman siempre le había molestado cierta superficialidad, pero también tuvo que admitir que había llegado a quererlo y que, al menos, debía agradecerle la sinceridad con que anunció su ruptura, tan distinta al modo sibilino en que lo habían hecho Molinier o, antes, los Paz.