El año 1939 se iba y la guerra se quedaba. Liev Davídovich había cumplido los sesenta y, a pesar de todo, aquél fue el Fin de Año más apacible que celebrara desde su salida al exilio: tenía con él a Sieva y aAzteca, que lo seguía diligente cuando iba a alimentar a los conejos y las gallinas. Sus queridos Alfred y Marguerite seguían con ellos y, junto a otros amigos, guardaespaldas y secretarios, los ayudaban a pasar mejor las horas de la noche con conversaciones inteligentes, o a veces relajadas, pero tan necesarias para el espíritu. Aunque la casa cada vez más semejaba una fortaleza y sus escapadas se habían vuelto esporádicas, tenía la libertad de escribir y opinar, y lo hacía incesantemente, a pesar de las censuras de algunos editores, como los de la revista Life, que habían temido los problemas que les podría acarrear la publicación de un adelanto de Stalin, precisamente el fragmento donde se ventilaba el posible envenenamiento de Lenin. Además, el ambiente festivo que a pesar de la guerra se vivía en México llegaba hasta los muros de Coyoacán, y aunque no conseguía apagar del todo los rescoldos de la tristeza que los Trotski llevaban consigo, les advertían que, aun en las circunstancias más difíciles, la vida siempre trataba de recomponerse y hacerse tolerable…
Entre las visitas que recibió aquella temporada estuvo la de Sylvia Ageloff, la hermana de las eficientes Ruth e Hilda, que ocasionalmente le habían servido como traductoras o secretarias para las relaciones con los trotskistas norteamericanos. Al igual que sus hermanas, Sylvia le demostraría ser una militante convencida pero, sobre todo, una persona utilísima para los trabajos en que los ayudaría desde su llegada a México, cuando Fanny Yanovitch enfermó. La muchacha, además del inglés, hablaba a la perfección el francés, el español y el ruso y era una mecanógrafa veloz… Pero la pobre Sylvia era también una de las mujeres menos agraciadas que Liev Davídovich hubiese conocido: medía poco más de metro y medio, era delgada hasta la escualidez (sus brazos parecían hilos y él imaginaba que sus muslos serían del grueso de sus puños) y tenía la cara llena de pecas rojizas. Para colmos, usaba unos lentes de vidrios gruesos, y aunque su voz tenía una calidez casi seductora, sin duda era el ser femenino con menos gusto para vestir que él hubiera conocido. Las desventuras físicas de Sylvia resultaban tan notables que Natalia y el exiliado las comentaron más de una vez, y también había sido tema de conversación entre los guardaespaldas, como se lo reveló a Liev Davídovich la conmoción provocada entre ellos por la noticia de que Sylvia tenía un novio… pero no unocualquiera, le dijeron, sino uno que parecía disfrutar de una buena situación económica, hijo de diplomáticos, y, según añadiría la propia Natalia, guapísimo y cinco años menor que ella: lo cual demostraba que, en cuestiones de amor, nada está escrito y que debajo de cualquier falda puede haber escondido un monstruo. Fue tal la algarabía por el descubrimiento que Liev Davídovich sintió curiosidad por ver a la pieza que había cobrado la joven.
El 12 de marzo la Unión Soviética tuvo que firmar un oneroso tratado de paz con Finlandia, por el cual obtenían apenas unas hilachas del territorio originalmente pretendido. El fiasco sufrido por el Ejército Rojo en sus intenciones de ocupar un pequeño país se convertía en una prueba de su debilidad. Pero Liev Davídovich previno que aquel episodio debía leerse como algo más que una advertencia, pues mientras Stalin fracasaba en Finlandia, Hitler y sus divisiones habían invadido y ocupado Dinamarca en apenas veinticuatro horas.
Más tarde, cuando Noruega fue invadida por los nazis y su derrota se resolvió en unos días, Liev Davídovich supo que la profecía que tres años atrás le había lanzado a Trygve Lie estaba a punto de cumplirse: sus represores de ayer se convertirían en exiliados políticos y sufrirían la humillación de ser unos acogidos a los que se les impondrían condiciones. A buen seguro, sus anfitriones no serían tan crueles como lo fueron ellos con él, pero el rey y los ministros noruegos quizás se acordarían de él y del modo en que lo habían tratado.
En aquellos primeros meses de 1940, la guerra de los estalinistas mexicanos contra el exiliado subió su temperatura. Expulsados Labor-de y Campa, ahora habían decapitado a otros dirigentes por el mismo pecado: no ser suficientemente «antitrotskistas». Su olfato le decía que algo se cocía, y no era bueno. En medio de esas purgas celebraron el Día de los Trabajadores con un desfile demasiado parecido a los que nazis y fascistas organizaban en Berlín y Roma: veinte mil comunistas, iracundos, convocados por el Partido Comunista y la Central de Trabajadores, que en lugar de gritar consignas contra la guerra, habían inscrito en sus banderas ¡Fuera Trotski!, ¡Trotski fascista!, ¡Trotski traidor!, y quizás por un remoto pudor no habían escrito lo que gritaron con más ardor: ¡Muerte a Trotski!… Aquella agresividad había puesto en alerta a los moradores y vigilantes de la casa-fortaleza, pues la gente escribía y gritaba así cuando estaba dispuesta a empuñar el revólver. Los guardaespaldas adoptaron nuevas precauciones (colocaron ametralladoras en las troneras), hicieron traer de Estados Unidos más voluntarios, y fuera de la casa llegaron a montar guardia diez policías. ¿Servirán para algo todas esas medidas? ¿Podrán detener la mano subrepticia que se filtrará por un resquicio imposible de detectar a simple vista?, se preguntaba Liev Davídovich cuando observaba a aquella multitud armada que lo rodeaba y lo aturdía, sabiendo de antemano la respuesta: él era un condenado y, cuando quisieran, lo matarían.
Un día en que Alfred Rosmer se había puesto enfermo, al fin Liev Davídovich había visto al novio de Sylvia, pues fue el joven quien llevó a Alfred a la clínica e insistió en pagar las medicinas. Según Marguerite, Sylvia no había querido presentarle al novio porque tenía problemas con sus papeles y estaba ilegal en México; según Natalia, siempre tajante, el temor de la muchacha se debía a que el novio andaba en ciertos negocios turbios de los que obtenía el dinero que gastaba a espuertas. Ojalá la pobre Sylvia no lo pierda, le comentaría a su mujer el exiliado.
El 23 de mayo había sido un día de rutina en la casa. Liev Davídovich había trabajado mucho y se sentía agotado cuando salió en la tarde a alimentar a sus conejos, ayudado por Sieva y seguidos porAzteca. En algún momento había conversado con Harold Robbins y le había pedido que esa noche no mantuvieran una de sus habituales charlas educativas con los nuevos muchachos de la guardia, pues estaba extenuado y llevaba varias noches durmiendo mal. Después de la cena había hablado por un rato con su esposa y los Rosmer, y volvió al estudio a organizar los documentos con los cuales pretendía trabajar a la mañana siguiente. Un poco más temprano que de costumbre se había tomado un somnífero para buscar el sueño que tanto necesitaba y se había metido en la cama.
A pesar de que llevaba doce años esperándola, en ocasiones era capaz de olvidar que, ese mismo día, tal vez en el momento más apacible de la noche, la muerte podría tocarle a la puerta. En el mejor estilo soviético, había aprendido a vivir con esa expectativa, a cargar con su inminencia como si fuera una camisa ajustada al cuerpo. Y también había decidido que, mientras tanto, debía seguir adelante. Aunque no la temía, aunque a veces hasta la había deseado, un sentido del deber, casi enfermizo, le había obligado a aceptar los modos más diversos de esquivarla. Tal vez por aquel mecanismo de autodefensa, cuando las detonaciones lo despertaron pensó que se trataba de fuegos de artificios y cohetes disparados en una feria que por esos días se celebraba en Coyoacán. Solo comprendió que eran disparos y que venían de muy cerca cuando Natalia lo empujó de la cama y lo lanzó al suelo. Entonces pensó: ¿había llegado la hora de partir, así, sin más, vestido con un camisón de dormir y arrinconado contra una pared? Liev Davídovich incluso tuvo tiempo de considerarlo un modo muy poco decoroso de morir. ¿Quedaría tendido con el camisón levantado y las vergüenzas al aire? El condenado cerró las piernas y se dispuso a morir.