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Una tarde fatigosa y sudorosamente típica de 1993, la tuerca que me mantenía sujeto a la historia de Ramón Mercader volvió a girar. Apenas había dejado en el suelo el saco cargado de plátanos, malangas y mangos, y acomodado la bicicleta en la que había ido y regresado de Melena del Sur en busca de aquellas provisiones salvadoras, cuando Ana me dio una extraña noticia: me había llegado un paquete por correos. Ni sé cuántos años hacía que no recibía siquiera una carta y mucho menos un paquete: los amigos que se iban escribían una, a lo sumo dos veces, y nunca más volvían a hacerlo, urgidos de separarse del pasado que los laceraba y que nosotros les recordábamos. Mientras me bebía a pico de botella un litro de agua con azúcar, estudié el sobre de Manila cruzado por la advertencia de Certificado y leí el remitente escrito en una esquina: Germán Sánchez, y la dirección de una oficina postal de Marianao, en el otro extremo de la ciudad.
Sin hacer café, con un cigarro en la boca, abrí el sobre y de inmediato advertí que el remitente era falso. El envío era un libro, editado en España, y estaba escrito precisamente por alguien llamado Germán Sánchez y por Luis Mercader: un libro en el cual, según advertía el título, Luis contaba, con la ayuda del periodista Germán Sánchez, la vida de su hermano Ramón. Lo primero que hice, por supuesto, fue hojear el volumen y, al descubrir que contenía fotos, me detuve en ellas hasta que me topé con una imagen que me removió las entrañas. Aquel hombre de cabeza recia, casi cuadrada, y facciones envejecidas tras los espejuelos de armadura de carey, aquel hombre cuyos ojos me miraban desde la obra de Germán Sánchez y Luis Mercader, era, ya sin dudas, un asesino y también, por supuesto, el hombre que amaba a los perros.
Creo que yo había tenido la mayor sospecha de que Jaime López no era Jaime López en el instante en que éste me confirmó que Ramón siempre había oído el grito de Trotski: el tono de su voz y la humedad de su mirada me advirtieron que hablaba de algo demasiado íntimo y doloroso. Unos años después, la carta traída por la enfermera y la convicción de que la nostalgia por un mundo perdido siempre acompañó al militante Ramón me acercaron un poco más al convencimiento de que el hombre que amaba a los perros no podía ser otro que el mismo Ramón Mercader, por extraordinaria que pudiera parecer la existencia palpable, en una playa cubana, de aquel personaje que, en mi presente, parecía inconcebible, pues la lógica me decía que había sido devorado por la historia muchos años atrás. ¿Acaso no eran Trotski, su vida y su muerte referencias librescas y remotas? ¿Cómo podía escapar alguien de la Historia para pasearse con dos perros y un cigarro en la boca por una playa demi realidad? Con esas preguntas y suspicacias yo había tratado de preservar un espacio a la duda, pienso que, sobre todo, con la intención de protegerme a mí mismo. Para nadie resulta agradable estar convencido de que se ha tenido una relación de confidencia y cercanía con un asesino, que se le ha estrechado la mano con la cual mató a un hombre, se ha compartido con él café, cigarros y hasta desazones personales muy privadas… Y menos agradable hubiera resultado si aquel asesino era precisamente el autor de uno de los crímenes más impíos, calculados e inútiles de la historia. Aquel margen de dudas que yo había preservado me había dado, sin embargo, cierta paz de ánimo que me resultó especialmente necesaria cuando decidí comenzar a hurgar en aquella historia a través de la cual, entre otras, buscaba las razones que habían movido a Ramón Mercader: las verdades últimas que quizás nunca me había confesado su omnisciente amigo Jaime López. Pero con la caída del último parapeto, provocada por el encuentro con aquella imagen, tendría para siempre la certeza de que nunca había hablado con Jaime López, sino con ese hombre que alguna vez había sido Ramón Mercader del Río, y también la certeza de que Ramón me había contado a mí, precisamente a mí (¿por qué cojones a mí?), la verdad de su vida, al menos del modo en que él las entendía: su verdad y su vida.
Esa misma noche, después que comimos, empecé a leer el libro, hasta terminarlo. Mientras avanzaba concluí que solo una persona podría haberme enviado aquella obra que ponía en mis manos los últimos detalles de una historia -justificaciones, hipocresías, silencios y venganzas de Luis mediante-, incluidos los de la dolorosa salida del mundo de Ramón Mercader, que hasta ese momento todavía desconocía. Y esa persona no podía ser otra que la supuesta enfermera negrísima, innominada y escuálida que, obviamente, debía de saber sobre su «paciente» muchísimo más de lo que, diez años antes, me había dicho en su única y brevísima visita. Si ahora la mujer (quizás todavía relacionada con la familia, tal vez con los hijos del hombre que, ya sin duda -también para ella-, era un asesino) se tomaba aquel trabajo, no podía deberse solo a su deseo de iluminar los últimos rincones de la ignorancia del «muchacho» que había compartido unas tardes de charla con Jaime López, en otra vida llamado Ramón Mercader, en otra Jacques Mornard, en otra Frankjacson, en otra Román Pávlovich…
Al leer la biografía comprobé que parte de mis conocimientos quedaban ratificados por informaciones que Luis Mercader debió de manejar de primera mano, pues había sido testigo de los episodios de los que hablaba. Mientras, otras historias se contradecían con las que yo sabía y, por alguna causa que en ese momento todavía desconocía, resultaba que yo estaba enterado de actitudes y episodios vividos por Ramón que su hermano omitía o ignoraba. Pero lo más importante era que, una vez ratificada la identidad de Jaime López, conocida la suerte final de Ramón Mercader y ya concretada la caída del mundo que lo había cultivado como una flor venenosa, me sentí totalmente liberado de mi compromiso de guardar silencio. Sobre todo porque, con aquel libro enviado por un fantasma, me había llegado también la certeza de que el asedio al que me había sometido en vida -y hasta después de su muerte- el hombre que amaba a los perros, solo podía tener una razón calculada por una mente de ajedrecista: empujarme silenciosa pero inexorablemente a que yo escribiera el relato que él me había contado, mientras me hacía prometerle lo contrario.
El libro dictado por Luis Mercader no solo me liberó del compromiso del silencio, sino que me permitió ponerle las últimas letras al crucigrama disperso de la vida y la obra de un asesino. Sin embargo, antes que la liberación o el beneficio del conocimiento, mi primera reacción fue sentir pena por mí mismo y por todos los que, engañados y utilizados, alguna vez creímos en la validez de la utopía fundada en el ya para entonces desaparecido país de los Soviets; incluso, más que rechazo, me provocó un patente sentimiento de compasión por el propio Mercader y creo que por primera vez entendí las proporciones de su fe, de sus miedos, y la obsesión por el silencio a ultranza que conservaría hasta la última respiración.
La segunda reacción fue contarle a Ana toda la historia, pues sentía que reventaría si no exprimía de una buena vez el pus que se me había enquistado en el grano del miedo. Y le dije que, si Luis Mercader había relatado una parte de la vida de su hermano, yo por fin me sentía dispuesto y en condiciones intelectuales y físicas de escribir aquella historia, ocurriese lo que ocurriese.
– No entiendo, Iván, no entiendo, por Dios que no -me diría Ana, enfática y exaltada, y (yo lo sabía) llena de rencor por la parte del engaño que le había tocado vivir a ella misma-. ¿Cómo es posible que un escritor deje de sentirse escritor? Peor todavía, ¿cómo que deje de pensar como un escritor? ¿Cómo es que en todo este tiempo no te atreviste a escribir nada? ¿No se te ocurrió pensar que a los veintiocho años Dios te había puesto en las manos la historia que se podía convertir en tu novela, la grande?…