Yo la dejé hablar, asintiendo ante cada una de sus afirmaciones e interrogantes (bien pudieran haber sido admiraciones -bastaba cambiarles el signo-, o en realidad acusaciones), y entonces le respondí:
– No se me ocurrió porque no se me podía ocurrir, porque no quería que se me ocurriera y me busqué todos los pretextos para olvidarlo cada vez que intentaba ocurrírseme. ¿O es que tú no sabes en qué país vivíamos en ese momento? ¿Tienes idea de cuántos escritores dejaron de escribir y se convirtieron en nada, o, peor todavía, en antiescritores, y nunca más pudieron levantar el vuelo? ¿Quién podía apostar por que las cosas cambiarían alguna vez? ¿Sabes lo que es sentir que estás marginado, prohibido, sepultado en vida a los treinta, treinta y cinco años, cuando de verdad puedes empezar a ser un escritor en serio, y creyendo que esa marginación es para siempre, hasta el fin de los tiempos, o por lo menos hasta el fin de tu puta vida?
– Pero ¿qué te podían hacer? -insistió ella-. ¿Te mataban?
– No, no te mataban.
– Entonces, entonces…, ¿qué cosa terrible te podían hacer? ¿Censurarte un libro? ¿Qué más?
– Nada.
– ¿Cómo que nada? -saltó ella, creo que ofendida.
– Te hacíannada. ¿Sabes lo que es convertirte en nada? Porque yo sí lo sé, porque yo mismo me convertí en nada… Y también sé lo que es sentir miedo.
Y le conté de todos esos escritores de los que ya ni ellos mismos se acordaban, aquellos que escribieron la literatura vacía y complaciente de los años setenta y ochenta, prácticamente la única que alguien podía imaginar y pergeñar bajo el manto ubicuo de la sospecha, la intolerancia y la uniformidad nacional. Y le hablé de los que, como yo, inocentes y crédulos, nos ganamos un «correctivo» por sacar apenas la punta de un pie, y de los que, tras una estancia en el infierno de la nada, trataron de regresar y lo hicieron con libros lamentables, también vacíos y complacientes, con los que lograban un perdón siempre condicional y la sensación mutilada de que otra vez eran escritores porque volvían a ver sus nombres impresos.
Como Rimbaud en sus días en Harar, yo había preferido olvidarme de que existía la literatura. Más aún: como Isaac Babel -y no es que me compare con él ni con otros, por Dios-, había optado por escribir el silencio. Al menos con la boca cerrada podía sentirme en paz conmigo mismo y mantener acorralados mis miedos.
Cuando arreció la crisis de los noventa, Ana, el poodle Tato y yo estuvimos a punto de morir de inanición, como tantísima gente de un país oscuro, paralizado y en vías de derrumbe. Pese a todo, creo que por seis, siete años, los más difíciles y jodidos de una crisis total e interminable, Ana y yo fuimos felices a nuestra estoica y hambrienta manera. Aquella complementación humana que entonces me salvó del hundimiento fue una verdadera lección de vida. En los últimos años de mi matrimonio con Raquelita, cuando aquella bonanza de los años ochenta se fue haciendo normalidad y todo parecía indicar que el futuro luminoso empezaba a encender sus luces -había comida, había ropa (socialista y fea, pero comida y ropa), había guaguas, a veces hasta taxis, y casas en la playa que podíamos alquilar con el dinero del salario-, la incapacidad que yo había generado para ser feliz me impidió disfrutar, junto a mi mujer y a mis hijos, de lo que me ofrecía la vida. En cambio, al desaparecer aquel falso equilibrio con la difuminación soviética e implantarse la crisis, la presencia y el amor de Ana me devolvieron unas ganas patentes de vivir, de escribir, de luchar por algo que estaba dentro y fuera de mí, como en los años remotos en que, con todo mi entusiasmo, había cortado caña, sembrado café y escrito unos pocos cuentos empujado por la fe y la más sólida confianza en el futuro -no solo el mío, sino el de todos…
Como desde principios de los años noventa prácticamente había desaparecido el transporte urbano, cinco días a la semana yo pedaleaba en mi bicicleta china los diez kilómetros, a la ida, y los diez, a la vuelta, que separan mi casa de la Escuela de Veterinaria. A los pocos meses llegué a estar tan flaco que más de una vez, mirándome de refilón en el espejo, no tuve más remedio que preguntarme si no me habría mordido un cáncer devorador. Por su lado, Ana sufriría, por el ejercicio diario sobre la bicicleta, la falta de las calorías necesarias y una mala jugada genética, las peores consecuencias de aquellos años terribles, pues, como a muchas otras personas, se le declaró una polineuritis avitaminosa (la misma que se extendía en los campos de concentración alemanes) que, en su caso, desembocaría después en la osteoporosis irreversible, preludio del cáncer que al final la mataría.
Dedicado a cuidar a Ana en aquel arranque de sus enfermedades (estuvo casi ciega por unos meses), en 1993 opté por dejar el trabajo en la Escuela de Veterinaria cuando se me dio la oportunidad de montar un gabinete para primeros auxilios en un cuartón desocupado, cerca de nuestra casa. Desde ese momento, con la anuencia (de apoyo, nada) del poder local, me convertí en el veterinario amateur del barrio, comisionado con las campañas de vacunación contra la rabia. Aunque en realidad no fuese mucho dinero, allí podía ganar el triple de mi antiguo salario, y destiné cada peso obtenido a buscarle comida a mi mujer. Una vez por semana, para que rindieran más mis escasos dineros, me encaramaba en la bicicleta e iba hasta Melena del Sur, a treinta kilómetros de la ciudad, a comprarle viandas directamente a los campesinos y a trocar mi habilidad como capador y desparasitador de cerdos por un poco de carne y algunos huevos para Ana. Si unos meses antes yo parecía un canceroso, el nuevo esfuerzo me convirtió en un fantasma pedaleante y elemental, y todavía hoy ni yo mismo me explico cómo salí vivo y lúcido de aquella guerra por la supervivencia, que incluyó desde operar de las cuerdas vocales a cientos de cerdos urbanos para evitar sus chillidos hasta protagonizar una pelea a trompadas (en la que llegaron a destellar los cuchillos) con un veterinario que trataba de robarme los clientes en Melena del Sur: en el fondo del abismo, acosado por todos los flancos, los instintos pueden ser más fuertes que las convicciones.
Además del lento y trabado ejercicio de escritura al que regresé después de recibir el libro de Luis Mercader -nunca había tenido idea de lo difícil que puede ser escribir de verdad, con responsabilidad y visión de las consecuencias y, para colmos, tratar de meterte en la cabeza de otro individuo que existió en tu misma realidad, e imponerte pensar y sentir como él-, aquel período oscuro y hostil tuvo la recompensa de permitirme sacar completamente de mi interior la que en realidad debió haber sido la vocación de mi vida: desde el rústico y elemental consultorio que había montado en el barrio, no solo vacuné perros y capé o enmudecí puercos que luego serían devorados, sino que también pude dedicarme a ayudar a todos los que, como yo, amaban a los animales, en especial a los perros. A veces ni yo mismo sabía dónde conseguía medicinas e instrumental para mantener abiertas las puertas del consultorio, justo en días en que hasta las aspirinas habían desaparecido de la isla y cuando en la Escuela de Veterinaria recomendaban curar las enfermedades de la piel con fomentos de manzanilla o escoba-amarga y los problemas intestinales con sobaduras y la oración de san Luis Beltrán. Los precios simbólicos que cobraba a los dueños de los animales -excepto a los que hacían negocios con ellos, y allí entraban los criadores de cerdos, multiplicados por toda una ciudad que se había convertido en un gigantesco y apestoso chiquero en procura de un poco de manteca y carne- apenas cubrían los gastos y no habrían sido suficientes para que sobreviviéramos Ana y yo. Mi fama de buena persona, más que la de veterinario eficiente, se extendió por la zona y la gente acudía a verme con animales tan flacos como ellos (¿se imaginan una serpiente flaca?) y, casi contra toda razón en aquellos días de oscuridad, a regalarme medicinas, sutura, vendas que por algún motivo les sobraban, en una práctica fervorosa de la solidaridad entre los jodidos, que es la única verdadera. Y participando de aquella solidaridad en la que Ana se enrolaba siempre que podía -muchas veces era mi asistente en las vacunaciones, esterilizaciones y desparasitaciones masivas que pude organizar-, alejado de cualquier pretensión de reconocimiento o trascendencia personal, saludablemente apartado de los circuitos del miedo y la sospecha, fui elemental y realmente la persona que más se parecía a la que siempre hubiera querido ser, a la que, aún ahora, más me ha gustado ser.