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– Jamás me imaginé que fuera a ver algo así -le dije a Daniel, embargado por una profunda tristeza-. ¿Todo para llegar a esto?

– El hambre obliga -comentó él.

– Es más complicado que el hambre, Dany. Perdieron la fe y se escapan. Es bíblico, un éxodo bíblico…, una fatalidad.

– Éste es demasiado cubano. Qué éxodo ni éxodo: esto se llama escapar, ir echando un pie, quemar el tenis, pirarse porque no hay quien aguante ya…

Casi con temor, me atreví a preguntarle:

– ¿Y por qué tú no te vas?

El me miró, y en sus ojos no había ni una gota de la ironía o el cinismo con que trataba de defenderse del mundo pero que tan poco le servían cuando debía protegerse de sí mismo y de sus verdades.

– Porque tengo miedo. Porque no sé si pueda empezar de nuevo. Porque tengo cuarenta años. No sé, la verdad. ¿Y tú?

– Porque no quiero irme.

– No jodas, eso no es respuesta.

– Pero es verdad: no quiero irme y ya -insistí, negado a dar otros argumentos.

– Iván, ¿tú siempre fuiste así tan raro?

Entonces me mantuve mirando al mar, en silencio. Con aquel ambiente y la conversación malsana que habíamos tenido, había salido a flote un viejo sentimiento de culpa que me atenazaba la garganta y me humedecía los ojos. ¿Por qué siempre aparecía el miedo? ¿Hasta cuándo me perseguiría?

– Lo peor que me pasó cuando William desapareció -dije, cuando al fin logré hablar- fue que me bloqueé y no pude desahogarme. Tuve que fingir con mis viejos, decirles que había esperanzas, a lo mejor estaba vivo en alguna parte. Cuando todos nos convencimos de que estaba en el fondo del mar, ya no pude llorar por mi hermano… Pero lo más jodido siempre ha sido pensar lo hija de puta que es la suerte. Si William se hubiera decidido a hacer aquello dos o tres meses después, se habría ido por el Mariel. Con el papel de la baja de la universidad, donde decía que era un maricón antisocial, lo hubieran montado en una lancha y se habría ido sin problemas.

– Nadie podía ni soñar que iba a pasar lo que pasó. Esto mismo de ahora, ¿alguna vez te imaginaste que íbamos a ver algo así? ¿La gente yéndose y los policías mirando como si nada?

– Es como si a William lo hubiera marcado la tragedia. Nada más por ser maricón o por ser mi hermano… No sé, pero no es justo.

Antes de que cayera la tarde decidimos regresar. Yo me sentía demasiado conmovido por aquella estampida humana capaz de construir en mi retina el cuadro más cercano de la última decisión de mi hermano y de remover las aguas sucias de un recuerdo nunca resuelto, jamás enterrado, como el cadáver de William.

Ya era noche cerrada cuando llegamos a la casa de Dany, donde, por fortuna, ese día había electricidad. Tomamos agua, café de granos mezclados y nos comimos unos panes con picadillo de pescado aumentado con cascaras de plátano hervidas. Daniel sabía que desde hacía dos o tres años yo me había permitido volver a beber alcohol, aunque solo en ocasiones señaladas y en cantidades reducidas. Y, como me conocía, había advertido que en ese momento yo podía necesitar un trago. Abrió el armario de su reserva estratégica y sacó una botella de ron añejo de las que Elisa, siempre que tenía un chance, se robaba de su trabajo. Sentados en los sillones de la sala, con dos ventiladores puestos a toda marcha, bebimos casi sin mirarnos, y sentí que lo ocurrido aquel día de alguna manera me había preparado para lo que pensaba hacer y por fin hice.

– Estoy tratando de escribir un libro -fue el modo en que se me ocurrió introducir el tema y, de inmediato, me pareció el más cruel de los caminos: hablarle de que estás escribiendo a un escritor que se ha secado es como mentarle la madre. Yo lo sé demasiado bien. Pero ya no me detuve y le expliqué que hacía un tiempo estaba tratando de darle forma a una historia con la que me había topado hacía dieciséis años.

– ¿Y por qué no la escribiste antes?

– No quería, ni podía, ni sabía… Ahora creo que quiero, puedo y, más o menos, sé.

Y le conté lo esencial de mis encuentros en 1977 con el hombre que amaba a los perros y detalles de la historia que, por las vías más extrañas y a pedazos, me había ido regalando desde entonces. No sé muy bien por qué, antes de hacerlo puse una condición y le pedí que, por favor, la respetara: nunca debía hablarme de aquel tema si yo no lo traía a colación. Ahora sé que lo hice para protegerme, como era mi costumbre.

Cuando terminé de contarle la historia, incluida la búsqueda de la biografía de Trotski en que yo lo había enrolado, sentí, por primera vez, que en realidad estaba escribiendo un libro. Era una sensación entre jubilosa y atormentadora que había extraviado hacía muchísimos años, pero que no se había ido de mí, como una enfermedad crónica. Lo terrible, sin embargo, fue que también en ese momento tuve la plena conciencia de que Ramón Mercader me provocaba, más que cualquier otro, aquel sentimiento inapropiado que el mismo Ramón rechazaba y que a mí me espantaba por el solo hecho de sentirlo: la compasión.

La conversación con Daniel y los efectos inmediatos que generó me servirían para desempolvar y revisar lo que hasta ese momento había escrito. Percibí, como una necesidad visceral de aquella historia, la existencia de otra voz, otra perspectiva, capaz de complementar y contrastar lo que me había relatado el hombre que amaba a los perros. Y muy pronto descubrí que mi intención de entender la vida de Ramón Mercader implicaba tratar de entender también la de su víctima, pues aquel asesino únicamente estaría completo, como verdugo y como ser humano, si lo acompañaba el objetivo de su acto, el depositario de su odio y del odio de los hombres que lo indujeron y armaron.

Por años yo me había dedicado a rastrear la poca información existente en el país sobre el complot urdido alrededor de Trotski y sobre la pavorosa, caótica y frustrante época en la cual se cometió el crimen. Recuerdo la tensión jubilosa con la que muchos buscábamos las pocas revistas de laglasnost que durante aquellos años de revelaciones y esperanzas entraron a la isla, hasta que fueron retiradas de los estanquillos -para que no nos contamináramos ideológicamente con ciertas verdades durante tantos años sepultadas, dijeron los buenos censores-. Pero mi necesidad de saber más, al menos un poco más, me lanzó a una búsqueda empecinada y subterránea de información que me llevaría de un libro a otro (conseguido con más trabajo que el anterior) y a constatar la programada ignorancia en la que habíamos vivido durante décadas y el modo sistemático en que habían sido manipulados nuestra credulidad y nuestro conocimiento. Para empezar -y un par de conversaciones con Daniel y Ana me lo reafirmarían-, muy poca gente en el país tenía alguna idea de quién había sido Trotski y las razones de su caída política, la persecución que sufriría y la muerte que le dieron; menos aún eran los que sabían cómo se había organizado la ejecución del revolucionario y quién había cumplido ese mandato final; y, prácticamente, tampoco nadie conocía los extremos a que había llegado la crueldad bolchevique en manos de aquel mismo Trotski en sus días de máximo poder, y casi nadie tenía una idea cabal de la felonía y la masacre estalinista posterior, amparadas todas aquellas barbaries en las razones de la lucha por un mundo mejor. Y los que sabían algo, se callaban.