– Pero es que se les va a hacer tarde -dijo y avanzó hacia la casa. Cuando pasó, apenas a un metro de él, Jacques sintió el olor a jabón que desprendía su pelo, tal vez necesitado de un recorte. Si hubiese estirado el brazo, habría podido tomarlo por el cuello. Pero se sentía paralizado y respiró aliviado cuando el hombre se alejó de él y dijo-: Bueno, ahí están.
Marguerite Rosmer y Natalia Sedova salían al patio por la puerta que, según le había contado Sylvia, conducía al comedor, y hacia la cual se dirigió el exiliado. Las mujeres cruzaron saludos con Jacques, y Natalia le preguntó si deseaba tomar una taza de té, que él aceptó. Cuando Natalia se dio media vuelta, Jacques la detuvo, al tiempo en que hurgaba en la bolsa de papel.
– Madame Trotski…, esto es para usted -dijo y le alargó una caja atada con una cinta malva que formaba algo parecido a una flor.
Natalia lo miró y sonrió. Tomó el paquete y comenzó a abrirlo.
– Bombones…, pero…
– Es un placer, madame Trotski.
– Por favor, Jacson, puede llamarme Natalia.
Jacques también sonrió, asintiendo.
– ¿Madame Natalia le parece bien?
– Si insiste… -aceptó ella.
– ¿Sieva no está…? También le he traído algo -explicó, alzando la bolsa.
– Enseguida se lo mando -dijo ella y se dirigió al comedor.
El muchacho demoró un par de minutos en salir, y se limpiaba la boca mientras avanzaba. Sin darle tiempo a saludarlo, Jacques le alargó la bolsa. Sieva rasgó el papel en que venía la caja de cartón de la cual, al fin, extrajo un avión en miniatura.
– Como me dijiste que te gustaban los aviones…
El rostro de Sieva brillaba de alegría y Marguerite, a su lado, sonrió por la felicidad del muchacho.
– Gracias, señor Jacson. No tenía que molestarse.
– No es ninguna molestia, Sieva… Oye, ¿y dónde estáAzteca!
– En el comedor. El abuelo lo ha acostumbrado a comer pan mojado en leche y ahora le está dando de comer.
Marguerite se disculpó, quedaban cosas por recoger y se hacía tarde. Con Sieva y el recién incorporadoAzteca, el visitante recorrió el área de las conejeras, hasta que vio salir de la casa a Alfred Rosmer y, tras él, al renegado. Sus nervios comenzaban a apaciguarse y la certeza de que podía entrar en aquel santuario, cumplir su misión, y salir diciendo adiós a los vigilantes de la torre terminaron de calmarlo. Jacques estrechó la mano de Rosmer y lo tranquilizó: tenían tiempo suficiente para llegar a la hora prevista a Veracruz. Natalia salió entonces con la taza de té y Jacques se lo agradeció. El renegado observaba a todos, pero solo volvió a hablar cuando se sentó en el banco de madera.
– Me ha dicho Sylvia que es usted belga -dijo, concentrándose en Jacques.
– Sí, aunque he vivido mucho tiempo en Francia.
– ¿Y prefiere el té al café? Jacques sonrió, movió la cabeza.
– En realidad, prefiero el café, pero como me han ofrecido té… El renegado sonrió.
– ¿Y cómo es esa historia de que ahora se llama Jacson? Sylvia me dijo algo, pero con tantas cosas en la cabeza…
Jacques observó queAzteca regresaba desde las conejeras y chasqueó los dedos para atraerlo, pero el animal pasó de largo y buscó acomodo entre las piernas del anciano, que mecánicamente comenzó a rascarle la cabeza y tras las orejas.
– Tengo un pasaporte falso, a nombre de Frank Jacson, ingeniero canadiense. Era la única manera de salir de Europa después de la movilización general. No tengo intenciones de dejarme matar en una guerra que no es mía.
El exiliado asintió y él continuó:
– Sylvia no quería que viniera aquí por ese pasaporte. En realidad, estoy ilegal en México y ella piensa que eso podría perjudicarle a usted.
– Yo creo que ya nada me perjudica -aseguró el exiliado-. Después de lo que pasó aquí hace unos días, cada mañana cuando me levanto pienso que estoy viviendo un día extra. La próxima vez Stalin no va a fallar.
– No hables así, Liev Davídovich -intervino Rosmer.
– Todos esos muros y esos vigilantes son pura escenografía, amigo Alfred. Si no nos mataron la otra noche fue por un milagro o sabe Stalin por qué razón. Pero fue el penúltimo capítulo de esta cacería, de eso estoy seguro.
Jacques se abstuvo de intervenir. Con la puntera del zapato movió unas pequeñas piedras que sobresalían en la grava. Sabía que el renegado tenía razón, pero lo inquietaba la tranquilidad con que expresaba aquel convencimiento.
Los dos hombres hablaron de la situación en Francia, cuya caída en manos del ejército alemán les parecía inminente, y el renegado trató de convencer al otro de que no se marchara. Rosmer insistió en que ahora, más que nunca, debía volver.
– Me estoy volviendo un viejo egoísta -dijo el exiliado, como si estuviera concentrado solo en las caricias que le prodigaba al perro-. Es que no quiero que se vayan. Cada vez estoy más solo, sin amigos, sin camaradas, sin familia… Stalin se los ha llevado a todos.
Ramón se negó a escucharlo y trató de concentrarse a su vez en su odio y en la nuca del anciano, pero se sorprendió al descubrir que lo rondaba un equívoco sentimiento de comprensión. Sospechó que llevaba demasiados meses bajo la piel de Jacques Mornard y que usar aquel disfraz por mucho más tiempo podía ser peligroso.
El silencio de Tom se convirtió en un manto denso que aplastó la voluntad de Ramón. Llevaba más de dos semanas sin tener una sola noticia, sin recibir ninguna orden. A medida que transcurrían los días de inactividad, empezó a temer con más insistencia que, después del fracaso de los asaltantes mexicanos, el operativo se hubiese pospuesto, incluso suspendido. Encerrado en la cabana del campo de turistas, se sumió en las más diversas elucubraciones, convenciéndose de que estaba en condiciones para cumplir su misión y que ya nada podría interponérsele, luego de haber conseguido la parte más complicada de su trabajo: penetrar en el santuario trotskista. Sabía que podía y debía vencer sus nervios, de hecho había logrado mantenerlos bajo dominio frente al renegado, aunque le habían jugado una mala pasada cuando salió de la fortaleza de Coyoacán y la tensión disminuyó: confundió en un par de ocasiones el camino hacia Veracruz, lo que había provocado la pregunta de Natalia Sedova sobre si viajaba o no con frecuencia hasta aquella ciudad.
– Es que tengo la cabeza como ida -había dicho, casi con toda sinceridad-. A mí no me interesa demasiado la política, pero el señor Trotski tiene algo… Sylvia ya me lo había dicho.
– Te tocó el soplo de Trotski en la nuca -había comentado Alfred Rosmer y, sonriente, le habló sobre las manifestaciones de aquel ensalmo paralizador y del modo en que había afectado, por ejemplo, a un hombre tan curtido y seguro de sí mismo como André Bretón.
El 10 de junio, cuando levantó el teléfono y escuchó la voz de su mentor, Ramón sintió que las manos casi le temblaban mientras recibía la orden de salir en un par de días hacia Nueva York. ¿Qué ocurría?
– ¿Viajo con todas mis cosas? -preguntó.
– Solo las necesarias. Conserva la cabana. Madame Roberts irá por ti al aeropuerto -dijo Tom y colgó, sin despedirse.
Si le ordenaban dejar sus pertenencias, significaba que el operativo seguía en marcha: de inmediato su estado de ánimo cambió y, mientras separaba la ropa que enviaría a la tintorería, extrajo de la maleta que conservaba cerrada con llave el piolet de alpinista. Lo tomó en sus manos, volvió a sopesarlo, dio tres o cuatro golpes en el aire y se convenció de que podía ser un arma ideal. Solo le complicaba el movimiento hacia abajo la longitud del mango, que le impedía una torsión libre de la muñeca en el momento del golpe, pero un corte en la madera resolvería esa dificultad. El problema era qué hacer con él durante su estancia en Nueva York. Dejarlo en la cabaña, a merced de la curiosidad de las mujeres de la limpieza, resultaba peligroso, y decidió buscarle un escondrijo. Aunque en cualquier tienda de artículos deportivos podía comprar uno similar, Ramón sentía que aquel piolet era el suyo.